La segunda parte de 1 Samuel 2 nos hace presenciar el estado de ruina en el cual había caído el sacerdocio. “Los hijos de Elí eran hombres impíos”, ¡algo terrible cuando se trata de lo que, en Israel, estaba más cerca de Dios! El pecado de estos hombres tenía dos caracteres:
- Hacían caso omiso de los derechos de aquellos que acudían a adorar a Jehová y se adueñaban de su porción (v. 13-14).
- No tenían en cuenta los derechos de Dios, ya que ponían una mano profana sobre Su porción. Se hacían servir antes que Él y se adelantaban a Él mismo (v. 15-16). Se engordaban con las ofrendas de Dios y las hacían despreciables a los ojos de los hombres.
¿No son éstos los principios de todo clero, sea éste pagano, judío o cristiano? Sin duda son más o menos groseros y odiosos según el caso, pero son, en suma, los principios de toda clase de hombres que se atribuyen autoridad o privilegios sobre otros hombres en materia religiosa (Mateo 24:48-49). Pretenden tener derechos sobre los fieles y se hacen servir a expensas suyas. Incluso un siervo del sacerdote tiene más autoridad a sus ojos que los propios adoradores. Usurpan, en cierta medida, las prerrogativas de Dios y hacen que sea menospreciado para que ellos sean honrados en su lugar. Esto alcanzaba el más alto grado en el caso de los malvados hijos de Elí. Ellos “no tenían conocimiento de Jehová” (v. 12). “No había temor de Dios delante de sus ojos” (Romanos 3:18). Sin este temor no se odia el mal. ¿Era de extrañar que la más horrible corrupción se viera en ellos? (1 Samuel 2:22).
En medio de estas ruinas, el sumo sacerdocio no se había mantenido. El piadoso Elí carecía de discernimiento espiritual. Sin embargo, se mostró capaz de enseñar los pensamientos y los caminos de Dios al joven Samuel. Más aun, pronunciaba un justo juicio sobre el mal, y su corazón sangraba al ver la vida licenciosa de sus hijos. No lo escondía de ellos. Nadie, sin duda, les había expresado su reprobación tan claramente como su padre: “¿Por qué hacéis cosas semejantes? Porque yo oigo de todo este pueblo vuestros malos procederes. No, hijos míos, porque no es buena fama la que yo oigo; pues hacéis pecar al pueblo de Jehová. Si pecare el hombre contra el hombre, los jueces le juzgarán; mas si alguno pecare contra Jehová, ¿quién rogará por él?” (v. 23-25).
¿Qué le faltaba a este hombre de Dios? —se preguntará usted. Juzgaba el mal, pero no se separaba de él. Es algo triste y humillante comprobar que éste es el caso de la mayoría de los hijos de Dios en la cristiandad. Sus lazos, sus relaciones, sus afectos y sus costumbres, a las cuales se aferran más que a la gloria del Señor, les impiden reconocer que uno es solidario con un mal al que juzga sin separarse de él.
Esto es lo que el varón de Dios estaba encargado que declarara a Elí. Éste de ninguna manera seguía personalmente la impía y desordenada conducta de sus hijos. Sin embargo, a él se dirigían estas solemnes palabras: “¿Por qué habéis hollado mis sacrificios y mis ofrendas, que yo mandé ofrecer en el tabernáculo; y has honrado a tus hijos más que a mí, engordándoos de lo principal de todas las ofrendas de mi pueblo Israel?” ¡“Has honrado a tus hijos más que a mí”! (v. 29). A pesar de toda su piedad, había algunos hombres, sus hijos, a quienes honraba más que a Dios. Su conducta lo evidenciaba. Dios había tenido paciencia con él hasta entonces; ahora Elí iba a cosechar los frutos amargos de la falta de santidad en su marcha. Pues, la santidad no es otra cosa que la separación del mal con miras a servir a Dios. La casa de Elí, descendiente de Itamar, tocaba a su fin, ya que, en las condiciones en que estaba, no podía andar delante de Dios perpetuamente. Dios había dicho a Elí: “Yo honraré a los que me honran, y los que me desprecian serán tenidos en poco” (v. 30). Este hombre justo menospreciaba pues a Dios, porque “ningún siervo puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro” (Lucas 16:13). Por eso se pronunció un juicio terrible sobre la casa de Elí (1 Samuel 2:31-34). Sin embargo, el Dios de gracia no se limitó a un juicio. Se sirvió de éste para establecer un sacerdocio definitivo delante de sí. Confió el sacerdocio a la descendencia de Eleazar. “Yo me suscitaré un sacerdote fiel, que haga conforme a mi corazón y a mi alma; y yo le edificaré casa firme, y andará delante de mi ungido todos los días” (v. 35). Al mismo tiempo que establecía un sacerdote según su corazón, Dios daba a conocer el cambio de régimen que vendría a continuación. Pero, proféticamente, esto superaba en mucho al sacerdocio de los hijos de Eleazar durante el reinado de David y de Salomón. El Ungido es Cristo. Mientras él esté en lo alto como rey y sumo sacerdote según el orden de Melquisedec, habrá en la tierra, durante el milenio, un sacerdocio fiel de la familia de Sadoc. Todas sus funciones estarán destinadas a glorificar al rey elegido, al Hombre que está a la diestra de Dios (Ezequiel 44:15).
Saquemos provecho del ejemplo de Elí. Atravesamos unos días caracterizados por cierta actividad en el servicio. Esa actividad a menudo nos infunde respeto a nosotros mismos y a otros, porque tiene la apariencia de un gran celo por el Señor y su obra. Puede, incluso, ir acompañada de dones eminentes; pero los dones y la actividad son poca cosa si el carácter moral no está de acuerdo con ellos. Lamentablemente, este carácter moral estaba ausente en Elí. Sin él no puede haber verdadero servicio según Dios.
Samuel presenta en todo un contraste notable con este estado de cosas. Podemos seguir en él el desarrollo ininterrumpido de una vida de santidad, a pesar de tener más de una debilidad, puesto que la perfección sólo se encuentra en Cristo.
Cuando aún no era más que un niñito, se dice de él: “Y adoró allí a Jehová” (1 Samuel 1:28). Así es cómo un «recién nacido» en Cristo inmediatamente debe ocupar su sitio de adorador delante de Él.
En el capítulo 2:11 tenemos el segundo acto: “El niño ministraba a Jehová delante del sacerdote Elí”. Esta actitud caracterizará toda la vida de Samuel. Aquí servía bajo la dirección de Elí porque, siendo muy joven todavía, tenía necesidad de aprender, para luego poder enseñar a los demás.
En el tercer acto, Samuel no ministraba delante de Elí, sino, más directamente, “en la presencia de Jehová, vestido de un efod de lino” (2:18). Llevaba un carácter sacerdotal, ya que el efod de lino era por excelencia la vestidura del sacerdote (22:18). Ante la decadencia del sacerdocio, Dios revistió de él a este joven levita. Lo mismo ocurrió más tarde con David, quien llevaba un efod delante del arca (2 Samuel 6:14). En cuanto a los cristianos, el asunto es distinto ya que son, de manera definitiva, reyes y sacerdotes ante Dios el Padre (Apocalipsis 1:5-6).
En el cuarto acto, “el joven Samuel crecía cerca de Jehová (1 Samuel 2:21, V.M.). Se trata aquí de su intimidad con Dios, sin la cual el servicio no puede ser eficaz.
En el quinto acto, “el joven Samuel iba creciendo, y era acepto delante de Dios y delante de los hombres” (2:26). Se podría llamar esto la intimidad de favor. Las relaciones de afecto entre Samuel y Dios hacían que su camino llamara la atención de los hombres como algo agradable. La intimidad con Dios se reflejaba en el rostro de este joven. Se nos dice igual de Juan el Bautista (Lucas 1:80), y con mucho mayor razón de Jesús: “Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres” (2:52). Todo el poder de nuestro testimonio cristiano depende de una vida secreta pasada en la presencia del Señor.
¡Que Dios nos ayude a parecernos, en nuestra conducta, al joven Samuel más que a Elí, por entendido que fuera éste —por su edad y sus funciones públicas— en el conocimiento de los pensamientos de Dios!