En el lugar de siervo

Isaías 50:2-11

Vale la pena detenernos para meditar en este extraordinario capítulo. Nos habla de Jesús en su primera venida a este mundo como Dios manifestado en carne, Jehová Salvador, Aquel de quien está escrito: “He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mateo 1:23; cita de Isaías 7:14).

Sin embargo, “a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11). En el versículo 2 de Isaías 50 dice: “¿Por qué cuando vine, no hallé a nadie, y cuando llamé, nadie respondió?”. Sabemos que los judíos no recibieron a su Mesías. A causa de ello, fueron puestos de lado “hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles” (Romanos 11:25). El Salvador fue “despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:3).

No obstante, como nos lo indican de una manera majestuosa los versículos 2 y 3 del capítulo 50, al ser Dios, podía dominar como quería los elementos de los cielos y de la tierra: “He aquí que con mi reprensión hago secar el mar; convierto los ríos en desierto; sus peces se pudren por falta de agua, y mueren de sed. Visto de oscuridad los cielos, y hago como cilicio su cubierta”. Estamos en presencia del “Dios eterno… Jehová, el cual creó los confines de la tierra”, quien “no desfallece, ni se fatiga con cansancio, y su entendimiento no hay quien lo alcance” (Isaías 40:28).

En el versículo 4, esta Persona gloriosa es vista tomando el lugar de un siervo: “Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios”. Es un lugar de humildad y dependencia. Cada mañana, él escuchaba la voz de Dios, recibiendo cada día las instrucciones para su andar. Es la expresión perfecta de lo que cada hombre debería ser ante Dios en la tierra. Porque está escrito: “Bienaventurado el hombre que me escucha” (Proverbios 8:34).

Este versículo nos muestra igualmente el lugar que tenían en el corazón de nuestro Señor, y que tienen aún hoy, aquellos que estaban cansados y cargados. Él “es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8). Vemos aquí que todo cuanto había en su corazón era exactamente lo que había en el corazón de Dios su Padre. El cuadro de Juan 4 (la historia de una mujer pecadora, la cual Jesús encuentra en el pozo de Sicar y cuyo corazón estaba cargado) nos muestra muy bien esto. Sí, “le era necesario pasar por Samaria” (v. 4). Observemos su devoción hacia Dios y, al mismo tiempo, hacia esa alma perdida. Su gozo era cumplir su servicio de amor. Por eso puede declarar: “Yo tengo una comida que comer, que vosotros no sabéis… Mi comida es que haga la voluntad del que me envió, y que acabe su obra” (Juan 4:32, 34).

Cuando hablaba a sus discípulos de aquello que lo regocijaba, debió decirles: “Una comida… que vosotros no sabéis”. ¡Estas palabras seguramente debieron avergonzarlos! Deberíamos sondear nuestros corazones con respecto a esto. Nosotros tenemos más luz que los discípulos, ¡pero cuán débilmente penetramos en las infinitas compasiones de nuestro Dios Salvador!

Los versículos siguientes no dejan ninguna duda en cuanto a qué persona habla en este capítulo de Isaías 50. “Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás” (v. 5). ¡Esto atrae nuestros corazones hacia él! Él había recibido el mandamiento de continuar su camino hasta la muerte. “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17-18). Y así prosiguió su camino.

En Lucas 12:50, lo escuchamos decir: “De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!”. Estaba preparado para morir. Incluso su corazón no podía encontrar reposo antes de que Dios fuese plenamente glorificado, Satanás completamente derrotado, y el fundamento, por su obra expiatoria, colocado, para que sus amados rescatados puedan ser puestos en una posición de seguridad eterna y de favor ante Dios.

En esto nos introducen los versículos 8 y 9 de Isaías 50. Con la ayuda del Nuevo Testamento, descubrimos aquí de una manera llamativa la posición del cristiano. Es el lugar de Cristo mismo. Lo que Cristo dice aquí, el apóstol, conducido por el Espíritu, lo recuerda en favor del creyente: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica” (Romanos 8:33). El rescatado es identificado con Cristo en su posición ante Dios. ¿Qué podemos decir ante tantas maravillas? Exaltemos su nombre, celebremos su victoria, proclamemos su gloria. Sí, vivamos para aquel que murió y resucitó por nosotros (véase 2 Corintios 5:15).

El versículo 10 está lleno de aliento: “¿Quién hay entre vosotros que teme a Jehová, y oye la voz de su siervo? El que anda en tinieblas y carece de luz, confíe en el nombre de Jehová, y apóyese en su Dios”. Esto no es solo para el remanente creyente en un día futuro, sino también para nosotros los cristianos en esta época de la salvación, mientras el Espíritu Santo está entre nosotros y en nosotros, dando testimonio de Jesús, nuestro sumo sacerdote a la diestra de Dios. Él “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (Hebreos 7:25).

Por otro lado, el versículo 11 testifica acerca de la terrible suerte que corren aquellos que se apoyan en su propia inteligencia, que andan a la luz de su fuego y de las teas que encendieron. Estos serán sepultados en dolor. “Comerán del fruto de su camino” (Proverbios 1:31). Hagamos de la Palabra del Dios vivo la lámpara de nuestros pies y la lumbrera de nuestro camino (Salmo 119:105).