En la Iglesia primitiva había suficiente poder para sanar todo tipo de enfermedades. Sin embargo, no vemos que ese poder haya sido empleado en favor de los creyentes. Ellos debían conocer cosas más profundas que las señales y los milagros que pueden sorprender a una persona aunque sin introducirla en la comunión con Dios. Los creyentes son colocados en la plena posesión de la vida, y Dios se complace en darles la fuerza para soportar el peso de la enfermedad, o hacer que la enfermedad sea para ellos la ocasión de manifestar su simpatía y su amor hacia quienes pasan por la prueba. Es más valioso aprender a conocer la simpatía de Dios que ser testigo de su poder. Él se regocija cuando ve que sus hijos encuentran refugio y morada en Su corazón.
El apóstol Pablo, como hombre, seguramente se hubiera sentido feliz al ver a Epafrodito restablecido por un milagro. Sin embargo, Pablo y Epafrodito eran alumnos de la misma escuela. Tanto el uno como el otro debían aprender a conocer más los tesoros de la misericordia divina. Dios ve las aflicciones de los suyos, tiene compasión de ellos y les da a conocer no solo su poder, sino también su amor. Dios quiso ejercitar la simpatía de su siervo Pablo por medio de la enfermedad de Epafrodito, y al mismo tiempo manifestar toda su simpatía por Pablo y por Epafrodito.