Historia de un incrédulo

Mis relaciones con el hombre que constituye el tema de este relato databan de muchos años. Estaba dotado de una inteligencia notable y, por las cosas que veía en el catolicismo, había abandonado esta religión, tornándose librepensador. Padre de seis hijos, con reveses de fortuna, sólo su trabajo subvenía al mantenimiento de su numerosa familia. Su mujer era una hija de Dios y un testigo fiel del Señor, a pesar de las burlas de su esposo.

En medio de las circunstancias ya difíciles, la enfermedad se apoderó de este hombre, enfermedad inexorable, acompañada de dolores atroces, la que en poco tiempo lo incapacitó para cualquier trabajo. A los dolores físicos se agregaron las inquietudes de una pobreza siempre creciente, de modo que ningún sufrimiento le era evitado.

En mi primera visita lo vi tendido sobre su cama, la que no abandonó durante largos años. La fortaleza de su carácter era extraordinaria. Jamás lo oí lamentarse acerca de su suerte. Su sostén y el de sus hijos estaba ahora al cuidado de su esposa, cuya confianza en Dios no se desmentía. Y creo que él apreciaba a su valiente compañera; por lo menos, nunca se quejaba de ella.

Una sola cosa llegaba a exasperarlo, era la «cuestión religiosa», o cualquier alusión directa sobre el estado de su alma. Recuerdo nuestra primera conversación, cuando declaró abiertamente su menosprecio hacia los cristianos y las verdades divinas. Sin embargo, no era ateo, pues, según entiendo, la única cosa que su inteligencia admitía era la existencia de Dios.

Mis visitas se sucedieron a intervalos espaciados. En los últimos años odiaba a los cristianos que se interesaban por él, tratando de llevarle algún consuelo. No obstante, este impugnador fue víctima de varios cambios morales en su familia. Su segundo hijo, víctima de una enfermedad grave, durmió en el Señor, convertido de una manera notable algunos días antes de su fin.

Cierta noche, mientras su madre lo cuidaba, lo oyó suspirar varias veces como si se librara de un peso. Ella presintió que algo serio pasaba en su alma, tanto más que lo llevaba continuamente a Dios en oración.

— Hijo mío, le dijo, ¿dónde están tus pecados?

— Fueron quitados, y nunca más serán encontrados, repuso el enfermo.

Mi última entrevista con este hombre tuvo lugar poco después de la muerte de su hijo. Llegado a esa localidad para una reunión de evangelización, naturalmente deseaba verlo.

— ¡Imposible! me respondió su cuñado, a quien me dirigí. Está más intratable, más hostil que nunca. No hay cosa que lo exaspere más que la visita de un cristiano.

Sin embargo, me sentí impulsado a entrar para presentar mi pedido a su esposa.

— ¡Imposible! me replicó asimismo. Me ha prohibido que deje entrar a cualquier persona.

— Bueno, le contesté, hágale este pedido de mi parte; tal vez me reciba.

Con gran sorpresa de la pobre esposa, su marido le dijo:

— Gustoso, que pase.

El cuñado y la esposa del enfermo aguardaban el resultado de mi visita en la pieza contigua. Lo reconocí apenas; su mal lo había desfigurado completamente. Me miró fijamente, rogándome que me sentara e, interrumpiendo mis palabras de simpatía, se expresó en estos términos:

— Sé el motivo de su visita y debo manifestarle que todos los discursos que usted quiera hacerme serán enteramente vanos. Rechazo por absurdo lo que usted pretenda que es la verdad. ¿Qué puede decirme? ¿Me ha visto alguna vez impaciente en mis sufrimientos? No, ¿no es así? Los soporto estoicamente. No ignoro que la muerte me acecha, pero no sería un hombre inteligente si le temiera. Es una necesidad a la cual me someto. Lo que necesito es la convicción de haberme portado con honradez, de haber obrado con justicia hacia mis semejantes. No pretendo, como usted, saber lo que hallaré en el más allá, pero estoy perfectamente tranquilo y (alzando la voz) tengo el derecho de exigir que nadie intente hacer vacilar mis convicciones. En cuanto a sus ideas, he reflexionado demasiado en mi vida para no estar seguro de su vaciedad y locura. Por lo demás, no siento ningún deseo de quitarle a usted tales pensamientos, pero le ruego que me deje con mis teorías. Tengo motivos para estar satisfecho, y no me negará que mi filosofía es de valor en medio de tantos sufrimientos aptos para abatir al más fuerte.

Su voz se había alzado de más en más hacia el final de su discurso, en tanto que yo escuchaba silenciosamente, sentado a los pies de su cama. Él se calló.

— Lejos de contradecirlo, repuse, acepto sus pensamientos sobre su persona como muy justos bajo su punto de vista. Una pregunta solamente: ¿Cree usted en Dios?

— Sí.

— ¿Podría decirme lo que Dios piensa de usted?

— No lo sé.

— Pues bien, yo lo sé, porque creo que la Biblia es la Palabra de Dios, la revelación de sus pensamientos. Permítame que le lea algunas porciones. Gesto negativo de su parte. — ¡Oh, no necesitaré más que dos minutos! Asintió con un encogimiento de hombros.

— Aquí está lo que Dios piensa de usted, de mí, de todos los hombres. Abrí mi Testamento en el capítulo 3 de la epístola a los Romanos: “No hay justo, ni aun uno; no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles; no hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno... No hay temor de Dios delante de sus ojos” (v. 10-18).

Me detuve; la lectura no había durado un minuto. Un largo silencio reinó de ambas partes. Yo permanecía sentado, con los ojos llenos de compasión fijos en ese pobre rostro desfigurado, en esa mirada inmóvil. El versículo siguiente al pasaje leído, tuvo su cumplimiento; “para que toda boca se cierre” (v. 19). Este silencio duró como un cuarto de hora.

Me levanté, despidiéndome en voz baja, con algunas palabras de simpatía. Él contestó apenas a mi apretón de manos.

En la pieza contigua, su esposa y su cuñado estaban llenos de ansiedad. Habían oído sus gritos, luego algunas palabras por las cuales creían reconocer lo que yo leía, después... un silencio sepulcral. Cuando aparecí iban a abrir la puerta para ver lo que ocurría.

— Sucedió algo importante, les dije, Dios le habló.

En efecto, Dios le había hablado, convenciéndose él de pecado, pero nada más. ¡Ay! los “muertos” se convencerán también delante del trono del juicio, pero no estarán menos perdidos eternamente.

Poco después de esta entrevista, el hijo mayor halló el perdón de sus pecados en un país extranjero, pues, al no conocer el idioma, solamente tenía su Biblia para hacerse entender. La alegría expresada en las cartas que escribía a su familia no ejercía influencia alguna en el corazón de su padre. Los demás hijos se pusieron serios, y no dudo que el Señor hizo su obra en sus corazones.

¿Fueron estos sucesos o el redoblamiento de sus sufrimientos los que agravaron la irritación de este hombre? No lo sé; el hecho es que se puso todavía más hostil, acentuándose más que nunca su menosprecio hacia Cristo. Su pobre esposa tuvo que sufrir mucho. Hasta entonces oraba con instancia por la conversión de su compañero, mas, al no recibir ninguna respuesta, perdió aliento, y dijo: — ¿De qué vale? Ella pensaba con amargura en lo que sus hijos dirían sobre la ineficacia de sus oraciones. Indudablemente, se preocupaba más por los resultados de su actividad que por lo que Dios quería hacer. Ahora era ella quien necesitaba una enseñanza. Y Dios, en su gracia, se la dio. He aquí cómo:

Al día siguiente de la conversión memorable de su primer hijo, un amado siervo del Señor fue a verla. Ella le contó lo que le había acontecido, en contraste con la incredulidad obstinada de su marido, y no le ocultó su completo desaliento ante ese corazón endurecido. Su visitante le contestó: — “Si crees, verás la gloria de Dios”, haciendo alusión a la muerte de Lázaro, en Juan 11:39-40.

Estas palabras no las entendió en seguida. Necesitó todavía muchos meses para comprender que su fe era pequeña. Entonces se acordó de la mujer sirofenicia, a cuya perseverancia el Señor debió atender (Marcos 7:25-30), la que obtuvo este testimonio de su boca: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres” (Mateo 15:28). Pero dejémosla hablar a ella, pues la carta que me escribió vale más que todo lo que podría deciros:

 

Querido hermano:

Usted deseó tener algunas noticias acerca de los últimos momentos de mi marido. Dios sea loado, fue como “un tizón arrebatado del incendio” (Zacarías 3:2). Desde largo tiempo sufría intensamente, empero su mal se había agravado, sobreviniéndole la fiebre; el médico me dijo que no soportaría semejante complicación. Y todavía no quería oír hablar de Jesús.

Cierta noche me dijo: — Siento que avanzo a grandes pasos hacia la muerte.

— ¿Hacia la eternidad y sin Salvador? preg­úntele.

Él contestó: — No lo necesito.

La noche siguiente fue terrible. A las dos de la madrugada creí que era el fin de su vida. Tenía el ronquido de la muerte, y yo lo sostenía en mis brazos. Satanás me asaltaba: «Has creído en vano; has orado en vano». ¿Qué podría decir a mis hijos? ¿Dónde estaban las promesas hechas a la fe? Entonces las palabras del querido hermano V. volvieron a mi memoria: “Si crees, verás la gloria de Dios”.

— Señor, exclamé, no puede morir así. Muéstrale en tu luz cuán pecador es a tus ojos. ¡Sólo tú puedes hacerlo, Señor!

Mientras yo oraba, el pobre moribundo recobró el sentido. De repente abrió los ojos y gritó:

— ¡Estoy perdido, oh, estoy perdido!

— Sí, le dije, pero Jesús, “el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10).

El Señor me dio lo que era menester decirle. A menudo me parecía que él estaba por aceptar estas cosas, pero al momento le volvía la angustia. Cierta vez me preguntó si yo conocía un lugarcito donde él pudiera descansar en paz, y agregó: — Es la paz del corazón lo que quisiera tener. Le hablé todavía y siempre de Jesús quien había padecido por sus pecados.

Recién al anochecer pudo recibir la salvación, aceptarla por fe. ¡Felicidad inefable! ¡Con qué gratitud dimos gracias juntos! Repitió por lo menos veinte veces: — ¡Mi Salvador! Su pobre semblante descompuesto estaba como transfigurado ahora. El fin se aproximaba. Una vez más tomó mi mano, llevándola a sus labios. Ya no hablaba con claridad, pero me comprendió hasta el último momento. Luego cerró los ojos, suspiró dulcemente una o dos veces y se acabó.

Querido hermano, ¡qué gracia maravillosa! Y, sin embargo, ¡cuán triste es pensar que durante esos largos años de padecimientos no quiso aceptar la salvación! ¡Cuán feliz hubiera podido ser! Pero eran los designios de Dios para con él. En los últimos días de su enfermedad, sólo yo podía estar a su lado. Seguramente suponía que si algo le llegaba a faltar, yo estaba allí para orar. Y tenía razón.

En mi débil fe yo creía que Dios lo había abandonado, y a menudo me preguntaba si esa alma no tendría tanto valor para él como cualquier otra.

¡Cuánto agradezco lo que usted hizo por él! ¿No es verdad que de hoy en adelante no debemos ya desesperarnos por la conversión de ningún pecador, porque el peso de la gracia sobrepuja al de nuestros pecados? Dios me enseñó a creer como a la mujer cananea.


Añadiré solamente una palabra a esta historia. Nos muestra el poder de la Palabra en la conciencia de los hombres, pero también en el corazón de los hijos de Dios. Nos alienta a orar sin descanso por la salvación de los pecadores, aun de los más empedernidos. Ella nos enseña que la obra es de Dios, pero que él honra la fe que nos ha dado. Y esta fe únicamente es una fe grande cuando tiene la certidumbre de que el Señor, en su gracia, puede hacer grandes cosas, cosas imposibles para el hombre.