¿Acaso sería bueno si nuestra vida cristiana transcurriera completamente sin pruebas? Por cierto que no. Vivimos tiempos de prueba y, en éstos, todas las cosas ayudan a bien (Romanos 8:28).
El Señor dijo a sus discípulos poco antes de su partida: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Según estas palabras, la tribulación no ha de extrañarnos, sino que debemos recordar lo que nos dice Romanos 8:35: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución...?”. Es algo precioso saber que también en los momentos de tribulación somos objetos del amor de su corazón. Pero, desgraciadamente, parece que lo olvidamos muchas veces y miramos sólo a las circunstancias. Nos fijamos únicamente en todo aquello que quiere desanimarnos y quitarnos la paz, en vez de considerar a Aquel que nos quiere hablar, consolar y dar ánimos. Pues, como dice el poeta:
Él conoce tus pasos,
Lleva tu carga
Y te guía con brazos poderosos.
Cuando nos encontremos frente a situaciones de tribulación o angustia, hagamos como el salmista, quien iba en busca del Señor. Las miradas del Señor están dirigidas hacia nosotros. Él nos espera siempre y nos quiere bendecir; pues cerca de él encontraremos la paz y recibiremos instrucciones que nos harán confiar plenamente, sin poner condición alguna. No hay cosa que para él pueda ser demasiado pequeña o demasiado grande. Hasta la medida del tiempo tiene en su poder.
Todo aquello que nos atribula, nos conduce a estar más cerca del Señor si verdaderamente contamos en todo momento con él. Y, de esta manera, podemos afirmar que aun las más grandes pruebas significan un beneficio para nuestras almas, pues él ha sido engrandecido y magnificado en nosotros.