En toda oración y ruego /4

Filipenses 4:6

5. Lugares para orar

En 1 Timoteo 2:8 leemos: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda”. Según el carácter de esta carta del apóstol Pablo que trata del orden divino en la casa de Dios (1 Timoteo 3:15), esta enseñanza establece que los hombres creyentes son llamados a orar públicamente en todo lugar donde esta casa espiritual exista, donde se reúnan sus caracteres, es decir, allí donde estén dos o tres congregados en el nombre del Señor. Los hombres, aquí, constituyen el contraste con las mujeres, quienes deben guardar silencio en la asamblea.

No obstante, no es menos cierto que, según la exhortación de la Palabra, la cual nos invita a orar sin cesar, la necesidad del socorro divino nos puede impulsar a elevar nuestras almas a Aquel que puede ayudarnos, y esto en los lugares más diversos y en las circunstancias más variadas. Jonás, desde el fondo del mar, en el vientre del pez, clamó a Jehová desde lo más hondo de su angustia (Jonás 2:2-3). Cuando Pedro anduvo sobre las aguas, tuvo miedo y, como se hundía, clamó: “¡Señor, sálvame!” (Mateo 14:30). David, al huir de Saúl, escondido bajo la tierra, en una cueva, clamó a Jehová (Salmos 57 y 142). En la cárcel, a medianoche, Pablo y Silas oraban y cantaban himnos a Dios (Hechos 16:25). El malhechor crucificado, levantado de la tierra, dirigió al Señor estas palabras notables: “Acuérdate de mí” (Lucas 23:42). Tales oraciones, maravillosamente respondidas, sólo constituyen algunos ejemplos entre otros muchos y tienen la virtud de llenar nuestros corazones de confianza, sabiendo que los oídos del Señor siempre están atentos a nuestros clamores. Cuántos ruegos se han elevado de lechos de dolor, de lugares de aflicción y de escenas de angustia.

Sin embargo, en cuanto al ejercicio personal y diario de la oración, y siempre que ello sea posible, es recomendable buscar un lugar tranquilo, apartado de las distracciones. De ello también la Palabra nos presenta numerosos ejemplos. Daniel, ya citado en repetidas oportunidades, entraba en su cámara para orar tres veces al día (Daniel 6:10). Pedro, a mediodía, sube a la azotea para orar (Hechos 10:9). El Señor, modelo perfecto en todo, como no disponía de ningún lugar, se apartaba de la multitud a lugares desiertos para orar (Lucas 5:16). Él mismo nos enseña al respeto, diciéndonos: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto” (Mateo 6:6). Nunca consideraríamos haber recomendado lo suficiente este ejercicio personal indispensable para la vida y el desarrollo espiritual de todo creyente. También sería muy necesario que los jóvenes que tienen el privilegio de vivir en la atmósfera familiar de piedad que debería caracterizar a todo hogar cristiano, sintiesen asimismo el deseo de retirarse a la soledad para orar, si fuera posible en voz alta. En efecto, cuán frecuentemente estos jóvenes vinculados al Señor llegan a una edad responsable sin haber conocido el ejercicio personal de la oración. Al realizar por este medio una comunión individual, podrán exponer necesidades que ellos solos conocen y que no son expresadas por la oración en familia. Si decimos en voz alta, es porque este ejercicio tiene el efecto de eliminar los pensamientos extraños que atraviesan tan fácilmente el espíritu durante la oración para sí y, al mismo tiempo, constituye una preparación muy útil para orar en público.

La oración colectiva puede, igualmente, ejercitarse en diversos lugares (no hablamos de las reuniones de oración, en la asamblea). Es deseable y normal que, cuando algunos creyentes se encuentran juntos, sientan la necesidad de consagrar por lo menos un momento a la lectura de la Palabra y a la oración. Nuestras entrevistas fraternas serían, ciertamente, enriquecidas y benditas por este mutuo ejercicio de la piedad que debe responder a las necesidades de los corazones que tienen el mismo objeto de gozo. Qué lastimoso y deshonroso es que las horas pasadas entre hermanos y hermanas en lo privado manifiesten los mismos caracteres que los encuentros de incrédulos. En las Escrituras, frecuentemente encontramos creyentes en oración, en sus casas e incluso fuera de ellas. Daniel y sus compañeros, en su casa, imploran juntos las compasiones divinas a propósito del decreto del rey (Daniel 2:17-18). Pedro y Juan oran juntos para que los samaritanos, quienes habían recibido la Palabra, recibiesen también el Espíritu Santo (Hechos 8:15). Los creyentes de Tiro —hombres, mujeres e hijos— cuando acompañaron a Pablo hasta el barco se pusieron de rodillas en la playa y oraron (21:5). Qué gozo y qué confortación han experimentado, frecuentemente, cristianos piadosos al unirse en oración cuando se encontraban juntos en lugares o circunstancias ajenos a su voluntad, con frecuencia poco propicios para la vida espiritual (servicio militar, deportación, etc.). Quiera el Señor desarrollar en nuestros corazones afectos siempre más grandes por su Persona, de forma que él sea el tema de nuestras conversaciones fraternas y que así revistamos los caracteres de aquellos que, temiendo a Jehová, hablaban cada uno a su compañero, constituyendo el especial tesoro de Aquel que escuchó sus palabras (Malaquías 3:16-17).

Sin embargo, no podríamos confundir estas oraciones con aquellas expresadas en la asamblea. Precisemos ante todo que una reunión de asamblea es aquella en la cual hermanos y hermanas están congregados en el nombre del Señor y cuentan con él, según Mateo 18:19-20; luego, una reunión de oración tiene ese carácter. La presencia del Señor, la sumisión a la autoridad de la Escritura y la libre acción del Espíritu Santo confieren a aquellos que están así reunidos la capacidad de obrar en Su nombre. El lugar de una reunión semejante responde a lo que encontramos mencionado varias veces en los capítulos 12 y 16 del Deuteronomio: “El lugar que Jehová escogiere”. Solamente en el lugar reconocido como la casa de Jehová, donde se experimentaba su presencia, debían reunirse los israelitas para sacrificar, ofrecer su culto y gustar el gozo en común. Pero, para nosotros, se trata ahora de una “casa espiritual”(1 Pedro 2:5; Efesios 2:22). El local, en sí mismo, no tiene más que una importancia accesoria; lo que sí hace falta, evidentemente, es que la asamblea se reúna como tal, de manera habitual, y que haya sido dirigida por el Señor para hacerlo (comparar Mateo 26:17; Marcos 14:12; Lucas 22:7-9). Es claro que, a diferencia del tabernáculo o del templo, la presencia del Señor no está vinculada al local material, sino a su nombre, que es el que reúne efectivamente a los suyos. ¿Qué valor tiene para nuestros corazones la casa de Dios, la Iglesia del Dios viviente en la que somos introducidos por gracia? Quiera Dios que podamos decir, como el salmista: “La habitación de tu casa he amado, y el lugar de la morada de tu gloria” (Salmo 26:8). Y también: “¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos! Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová”. “Bienaventurados los que habitan en tu casa”. “Porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos. Escogería antes estar a la puerta de la casa de mi Dios, que habitar en las moradas de maldad” (Salmo 84:1-2, 4 y 10). Los santos reunidos tienen allí el privilegio de adorar en espíritu y en verdad, como también de orar de común acuerdo. La perseverancia en la oración en común caracterizaba a los primeros cristianos (Hechos 2:42). ¿Qué podría ser dicho de nosotros actualmente, cuando asistimos al abandono creciente y tan generalizado de las reuniones de oración? Ciertamente, la costumbre de mantenerse aparte sin razones valederas es una manifestación de un bajo estado espiritual. Como alguien lo ha dicho, estos encuentros son el termómetro de la congregación local. La presentación de necesidades personales no son oportunas en las reuniones de oración. Como aquel que ora es la boca de la asamblea, debe, por consiguiente, presentar las peticiones propias de la asamblea, las cuales constituyen un ejercicio común, de manera que no son los hermanos quienes oran, sino la asamblea. Así, el hermano silencioso que ha pronunciado su amén a las súplicas expuestas puede decir: «Hemos orado». A diferencia de la enseñanza —pero al igual que la adoración— la oración no necesita un don, de manera que todo hermano dependiente del Señor y habitualmente ejercitado a propósito de las necesidades del testimonio debería tener plena libertad para orar en la asamblea. Y ahí normalmente empieza todo servicio religioso de carácter público.

No quisiéramos de ninguna manera restringir el valor de las peticiones individuales y la pertinencia de expresar nuestras necesidades personales, pero, en cuanto a la oración en reunión, es de la mayor importancia que seamos conducidos conforme a las enseñanzas divinas relativas a los caracteres escriturarios de las reuniones de oración. No obstante, es muy evidente que, en el ejercicio individual de la oración, nuestras peticiones pueden —e incluso deben— extenderse a la totalidad, como lo hemos visto antes.

Cualquiera sea el lugar donde nuestra oración se exprese y aun cuando podamos usar de insistencia, clamando a él día y noche (Lucas 18:7), incluso a veces con osadía, como Abraham al orar por Sodoma a causa de los justos que podían encontrarse en ella (Génesis 18:23-32), seamos siempre conscientes del profundo respeto que corresponde a tal acto. Nuestro libre acceso al trono de la gracia no debería atentar contra la reverencia debida a la persona divina que lo ocupa. Sirvamos a Dios de una manera que le sea agradable, con reverencia y con temor (Hebreos 12:28).

6. Posturas durante la oración

Si podemos presentar nuestras oraciones en las distintas circunstancias de nuestra vida en la tierra, se desprende necesariamente que aquéllas pueden expresarse en diversas posturas en función del estado y de las necesidades del momento, mientras no sean deliberadamente irrespetuosas. ¡Cuántas oraciones han subido de lechos de dolor, de campos de batalla, de lugares de persecución! Además de esto, la Palabra hace mención de tres posturas precisas:

  • La oración de rodillas es, sin duda, la más frecuentemente señalada en las Escrituras. Esta actitud es la expresión de la dependencia, de la sumisión, incluso de la inferioridad, pues siempre es el inferior quien dobla las rodillas ante el superior. ¿No es en el nombre de Jesús, quien ha sido exaltado hasta lo sumo, que debe doblarse toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra (Filipenses 2:9-10)? Ved en la Biblia la significación típica de «Abrek» pronunciada delante de José (Génesis 41:43). Ésta es, pues, una posición particularmente indicada para la oración y es la que debemos buscar dentro de nuestras posibilidades. Es de desear que, en las reuniones de oración, todas las personas, a quienes el estado físico se lo permita, se pongan de rodillas. Igualmente, adoptemos esta posición para nuestras oraciones individuales así como para aquellas que se hacen en familia. En el momento de la dedicación del templo, Salomón se ar­rodilló para pronunciar su notable oración delante de toda la congregación de Israel (2 Crónicas 6:13). Esteban, de rodillas, intercede por sus perseguidores (Hechos 7:60). Podríamos multiplicar las citas hablando de Esdras, de Daniel, de Pedro, de Pablo y de otros más, acerca de los cuales la Palabra nos dice que se pusieron de rodillas para orar. El propio Señor, de rodillas en el jardín de Getsemaní, sostiene en oración un combate que nosotros no podemos considerar más que “a distancia como de un tiro de piedra” (Lucas 22:41) y con adoración. Allí, su humanidad, su dependencia y su sumisión brillan con un esplendor sin igual. Al presentir en su alma santa lo que implicaba la horrorosa realidad de la separación de Dios y el abandono de Aquel cuyos designios cumplía, pide que, si era posible, esa copa pasase de él. Sin embargo, en su perfecta abnegación, añade: “No sea como yo quiero, sino como tú” (Mateo 26:39). ¿No tenemos motivos para doblar las rodillas cada día ante él, con acción de gracias? Como el apóstol Pablo anhelaba que los efesios comprendiesen mejor los consejos divinos, el propósito eterno establecido en Cristo Jesús, podía escribirles: “Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo... para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces... de conocer el amor de Cristo” (Efesios 3:14-19).
  • La Palabra también menciona oraciones pronunciadas de pie y reconoce que esta actitud es aceptada. Es conveniente levantarse ante una persona digna de honor, y más aun si le dirigimos la palabra. Los ancianos se levantaban ante Job (Job 29:8), mientras que Mardoqueo rehúsa hacerlo ante Amán (Ester 5:9). ¿No es bello ver, en Nehemías 9:3, cómo el pueblo se pone de pie cuando se lee el libro de la ley? Esta posición al orar da testimonio, pues, del respeto, de la deferencia, del homenaje que le corresponden a Dios, como también al Señor. No carece de razón, pues, el hábito de levantarse para orar, particularmente en la asamblea y en colectividad. Leemos: “Y volviendo el rey (Salomón) su rostro, bendijo a toda la congregación de Israel; y toda la congregación de Israel estaba de pie. Y dijo: Bendito sea Jehová, Dios de Israel”, etc. (1 Reyes 8:14-15; véase también v. 55). Igualmente, los levitas... “se levantaron sobre la grada... y clamaron en voz alta a Jehová su Dios” (Nehemías 9:4). En Mateo 6:5, el Señor menciona a los hipócritas que aman el orar de pie en las sinagogas, y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres. Comprendemos que lo reprensible aquí no es la posición en sí misma, sino el orgullo que se encuentra en el corazón de aquel que ora y lo impulsa a tomar esta actitud con el propósito de ser observado. Ahora bien, si nosotros nos levantamos para orar, lo hacemos teniendo conciencia del honor debido a la Persona a la cual nos dirigimos y no para traducir una disposición presuntuosa.
  • La oración presentada en posición de sentado se encuentra en las Escrituras una vez solamente. En 2 Samuel 7:18 leemos: “Y entró el rey David y se puso (se sentó) delante de Jehová, y dijo: Señor Jehová, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí?” (véase también 1 Crónicas 17:16). La posición tomada por este siervo de Dios es la expresión de la comunión y hace falta ver en este acto su significación moral y espiritual, como también su alcance profético. David se sienta delante de Jehová para bendecir y dar gracias al escuchar las declaraciones divinas comunicadas por el profeta Natán, las que hablaban de un largo futuro concerniente a su casa y al pueblo de Israel, pero sobre todo a Cristo. Esta posición, que da testimonio de la confianza del rey, es también una manifestación de estabilidad muy en relación con la naturaleza de los pensamientos de Dios que le son dados a conocer: “Yo fijaré lugar a mi pueblo Israel y lo plantaré, para que habite en su lugar y nunca más sea removido” (2 Samuel 7:10). Durante el reinado de uno más grande que Salomón, Israel se regocijará en su heredad y Jehová callará de amor, alegrándose sobre su pueblo con cánticos (Sofonías 3:17).
  • Encontramos además la mención de diversas actitudes en cuanto a la oración o a la adoración, tales como: inclinarse, postrarse (2 Crónicas 7:3; Nehemías 8:6; Mateo 8:2), postrarse sobre sus rostros (Números 16:22), extender o alzar las manos (Esdras 9:5; Salmo 28:2). Estas manifestaciones exteriores daban testimonio ciertamente del sentimiento de aquel que oraba, ya fuera el rendido homenaje, la humildad experimentada, la espera del socorro, etc. Ellas son particulares de las economías que precedieron a ésta de la gracia. Sin embargo, el apóstol Pablo, en su primera epístola a Timoteo escribe: “Quiero, pues, que los hombres oren en todo lugar, levantando manos santas, sin ira ni contienda” (1 Timoteo 2:8). El acento, ciertamente, no está puesto sobre las manos elevadas, sino sobre la santidad de éstas sin la cual nuestras oraciones no podrían ser aceptadas por un Dios santo. La ira, que el creyente debe dejar (Colosenses 3:8), pues ella no obra la justicia de Dios (Santiago 1:20), así como argumentos que producen la duda y se levantan contra el conocimiento de Dios (2 Corintios 10:5), son incompatibles con la oración, como así también están en contradicción con la pureza, la paz y la fe que la deben caracterizar. Si bien actualmente no se usan estas formas, ellas conservan su trascendencia moral. En cuanto a nosotros mismos, y según las exhortaciones de la Palabra, cuidemos las disposiciones del hombre interior, el interno, el del corazón, en el ornato de un espíritu afable y apacible, de grande estima delante de Dios (1 Pedro 3:4).