Eliseo, el varón de Dios /2

2 Reyes 2:1-18

2. La formación del siervo (2 Reyes 2:1-14)

No oímos nada acerca de Eliseo desde el momento de su llamamiento hasta el día que Elías fue arrebatado al cielo. Podemos comprenderlo, puesto que Eliseo fue ungido para ser profeta en el lugar de Elías. Los dos ministerios no podían coexistir. Pero al final del peregrinaje de Elías, Eliseo llega al primer plano como el compañero de su último viaje y el testigo de su arrebatamiento. Cuando seguimos a estos dos hombres de Dios en estas escenas místicas, ¿no queda claro que las circunstancias relacionadas con el traslado de Elías al cielo son determinantes en la preparación de Eliseo para su ministerio en la tierra?

¡Cuántas veces podemos ver en la Escritura que Dios forma en secreto a los que él se propone emplear en público! José es secretamente formado por Dios en la cárcel antes de poder ser un testigo público para Dios en el palacio. Durante cuarenta años Moisés cuidó el rebaño de Jetro en el desierto, antes de llegar a ser el conductor del rebaño de Dios a través del desierto. A escondidas de todos, David vence al león y al oso antes de entrar públicamente en conflicto con el gigante. Así también Eliseo debe ser formado como siervo y compañero de Elías antes de poder tomar su lugar como profeta de Dios y testigo de la gracia. Solo así será un instrumento útil para el servicio del Señor y dispuesto para toda buena obra.

En este último viaje, hay lugares que visitar, pruebas que sufrir y lecciones que aprender. Los lugares visitados, tan célebres en la historia de Israel, deben haber tenido un significado profundo para Eliseo, como ciertamente para todos los que quieren servir al Señor.

Gilgal, el punto de partida de su viaje, fue el lugar del primer campamento de Israel en el país, después de haber pasado el Jordán. Ahí el pueblo fue circuncidado y ahí Dios pudo decirle a Josué: “Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto” (Josué 4:19; 5:2-9). A la luz del cristianismo, tenemos el privilegio de entender el significado espiritual de la circuncisión. Por la epístola a los Colosenses, comprendemos que ese rito representa el juicio del “cuerpo pecaminoso carnal” en la muerte de Cristo, y dar muerte práctica a la carne del creyente (Colosenses 2:11; 3:5). Dios no solo se ocupó de los pecados del creyente sino que, en la cruz, se ocupó del viejo hombre que producía los pecados. El aborrecimiento de Dios por el pecado, su juicio sobre la carne y la sentencia de muerte pronunciada contra ella, alcanzó su máxima expresión en la cruz, donde Cristo lo soportó todo. Así el creyente puede decir: “Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente” con Cristo (Romanos 6:6). Sobre la base de lo que Dios ha obrado por medio de Cristo, se exhorta al creyente a “hacer morir” toda forma en que la carne busque manifestarse. Debemos tratar cualquier manifestación de la carne como un miembro de ese “viejo hombre” sobre quien se ha ejecutado la pena de muerte. Si la carne es así juzgada, el oprobio de Egipto será quitado de nosotros. Ya no será más visible que en otro tiempo hayamos pertenecido al mundo; el estilo de vida que teníamos cuando estábamos en el mundo ya no será tolerado ni visto. ¡Cuán importante es para nosotros aprender y poner en práctica esta primera gran lección, si hoy de alguna manera hemos de estar en el lugar del Hombre glorioso que subió al cielo!

Bet-el era la segunda etapa del viaje, lugar célebre en la historia del patriarca Jacob (Génesis 28:15-19). Ahí Dios apareció al pobre y extraviado Jacob en el triste lugar adonde su pecado lo había llevado y donde, en su soberana gracia, lo bendijo incondicionalmente. Durante veinte años, Jacob iba a ser un vagabundo en un país extranjero; pero se le aseguró que Dios estaría con él, que lo guardaría, que volvería a traerlo al país y sería fiel a su palabra. A Eliseo también, al comienzo de su ministerio, se le prometió, como a Jacob en otro tiempo, que sería bendecido por la soberana gracia de un Dios fiel, de quien se convertiría en su testigo. ¡Qué bendición, también para nosotros, si emprendemos nuestra peregrinación con la bendita seguridad de que Dios está con nosotros, que nos sostendrá y nos llevará finalmente a reconocer que lo que su amor se propuso para nosotros es lo único por lo que vale la pena vivir!

Jericó es el siguiente punto de parada en este notable viaje. Cerca de Jericó se presentó a Josué el “Príncipe del ejército de Jehová”, con la espada desenvainada en su mano. También en Jericó el pueblo se encontró por primera vez con el enemigo que impedía su entrada al país, y allí aprendió que el Príncipe del ejército de Jehová era más fuerte que todo el poder del enemigo (Josué 5:13-15; 6). Es bueno que el hombre que irá a testificar ante reyes y enfrentar su odio asesino, recuerde que al pelear las batallas de Jehová, será sostenido por el ejército de Jehová conducido por el Príncipe del ejército. Y así, años después, Eliseo, cuando se encontró sitiado en Dotán por un ejército con gente de a caballo y carros, experimentó que el poder que estaba con él era mayor que el ejército de los sirios que lo asediaban, porque, “el monte estaba lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego” (2 Reyes 6:13-17). En nuestra época del cristianismo, todavía es nuestro privilegio emprender nuestro viaje a la gloria y enfrentar a cualquier enemigo que dispute nuestra posesión presente y el goce del propósito de Dios para nosotros, bajo la conducción del Autor de nuestra salvación (Hebreos 2:10).

La última etapa de este notable viaje acaba en el Jordán, el río que es una figura tan constante de la muerte efectiva por la cual son rotos todos los lazos con el mundo. Es cierto que tanto Elías como Eliseo lo cruzaron sin mojarse los pies; pero, en figura, pasaron por la muerte, uno para ascender a las escenas celestiales, y el otro para dar testimonio de la gracia celestial en un mundo al cual él, en espíritu, está muerto.

Bien podemos decir, pues, que a Eliseo se lo recuerda por su paso a través de esos memorables lugares, y debemos aprender, en Gilgal, la santidad de Dios que demanda el juicio de la carne; en Bet-el, la gracia inmutable de Dios que nos bendice, nos guarda y nos garantiza la meta de nuestro viaje; en Jericó, el gran poder de Dios por el cual somos sostenidos; y en el Jordán, la separación del mundo, a fin de que podamos entrar en el terreno celestial y convertirnos en testigos de una vida celestial que, manifestando la gracia de Dios, puede decir: “¿Es tiempo de tomar plata, y de tomar vestidos, olivares, viñas, ovejas, bueyes, siervos y siervas?” (2 Reyes 5:26).

Además, no solo se le recuerdan a Eliseo grandes verdades en las diferentes etapas de este último viaje, sino que sus afectos son puestos a prueba por estas palabras de Elías, tres veces repetidas: “Quédate ahora aquí”. Las instrucciones para ir a esos diferentes lugares le habían sido dadas a Elías. No se le había dado ninguna orden a Eliseo para que lo acompañara. Si él sigue a Elías, es solo por una cuestión de afecto. Y la prueba pone en evidencia su afecto, porque Eliseo responde tres veces: “Vive Jehová, y vive tu alma, que no te dejaré”.

¿No habla esto a los creyentes de nuestros días? ¿No es el afecto a Cristo lo que nos mueve a aprender las lecciones puestas ante nosotros en las diferentes etapas de este notable viaje? La doctrina del juicio de Dios sobre la carne debe aprenderse primero como el punto de partida de nuestra identificación con Cristo; porque ¿quién puede andar con Cristo con la carne no juzgada? Pero ¿puede aprenderse la lección de otra manera que no sea por un corazón unido a Cristo? Asimismo, la verdad de la casa de Dios, representada por Bet-el, que nos revela el propósito de Dios, solo puede aprenderla un corazón que anhela conocer el pensamiento de Cristo. Además, el juicio de Dios sobre el sistema del mundo, representado por Jericó, solo pueden comprenderlo aquellos cuyas mentes y corazones están puestos en otro mundo. Por último, la lección del Jordán —la renuncia al orden terrenal y su rechazo en favor de un presente orden de cosas celestial—, requiere un amor que pueda desprenderse de la tierra que fluye leche y miel, cuando es fijado en el Hombre, que se ha ido al cielo.

Además, hubo quienes recordaron a Eliseo dos veces que Dios iba a quitarle a su maestro. Estos hijos de los profetas, con más conocimiento que corazón, no harán más que impedir la comunión de Eliseo con su maestro, ocupándolo consigo mismo y con la pérdida que iba a sufrir. Eliseo reduce a silencio estas injerencias en la comunión de su alma diciendo: “Sí, yo lo sé; callad”. Dice, de alguna manera: «¿Por qué no habría de ir yo con mi señor Elías y aprender lo que significa estar en su compañía en Gilgal? ¿Por qué no habría de aprender con él la lección de Bet-el? ¿Por qué debería separarme de él al pasar Jericó? ¿Por qué no me identificaría con él en su paso a través del Jordán, incluso si eso significa dejar atrás las bendiciones terrenales del país, para ser hallado con él “fuera del campamento”, en el lugar de rechazo y vituperio (léase Hebreos 13:9-14)? Porque más allá del lugar de oprobio, hay otra escena, una escena celestial, y mi corazón es ganado por aquel ante quien se abre esta nueva escena».

Llegamos así a la última etapa del viaje. Los inoportunos han sido silenciados, los afectos han sido despertados, llevando a Eliseo a unirse a su maestro a través de todas estas cambiantes escenas. El momento de la separación ha llegado; Elías va a ser llevado al cielo; Eliseo, privado de su maestro, va a ser dejado atrás, en medio de una nación religiosa y apóstata, que en otro tiempo era el pueblo de Dios. En ese solemne momento, Elías pronuncia sus últimas palabras: “Pide lo que quieras que haga por ti, antes que yo sea quitado de ti”. Esta oferta, ¿se podría haber hecho antes? ¿No es, por decirlo así, la prueba suprema para Eliseo? La respuesta va a manifestar si Eliseo entró en el espíritu de su llamamiento, si se benefició de la compañía de Elías, y si, sobre todo, aprendió las lecciones de Gilgal, de Bet-el, de Jericó y del Jordán. Va a manifestar si el corazón de Eliseo se siente atraído por una ganancia terrenal, ambiciones carnales y poder mundano, o bien si su único propósito, de ahora en adelante, es estar en el lugar del profeta y testificar de la gracia soberana de Dios como el representante de un hombre que ha subido al cielo. La respuesta de Eliseo revela su sincera consagración. No pide larga vida, ni riquezas terrenales, ni fama en este mundo. No codicia ninguna de las cosas que el hombre natural aprecia, sino más bien lo que el hombre espiritual necesita, porque dice: “Te ruego que una doble porción de tu espíritu sea sobre mí”. Esto no implica de ninguna manera que pida dos veces más del don o poder que tenía Elías. La palabra hebrea significa la doble porción del hijo mayor (Deuteronomio 21:17). Eliseo no pide una doble porción de riquezas materiales, sino una doble porción de poder espiritual. Otros profetas tendrán necesidad de poder espiritual, pero Eliseo fue ungido para remplazar a Elías —para estar en su lugar— y efectivamente necesitará el doble de poder espiritual que el de cualquier otro profeta.

Elías responde: “Cosa difícil has pedido”. Adquirir riquezas, gloria y poder terrenal, puede implicar duro trabajo y aflicción de espíritu, pero no son cosas «difíciles», porque los hombres del mundo pueden obtener estas ventajas materiales. Obtener, o conferir, el poder espiritual está absolutamente fuera de las capacidades del hombre natural. No obstante, Elías dice: “Si me vieres cuando fuere quitado de ti, te será hecho así; mas si no, no”. El otorgamiento de su pedido de una doble porción de poder espiritual está ligada a esta condición: hace falta que Eliseo vea a Elías en su nueva posición de hombre en el cielo. La visión de Elías en el cielo será el secreto del poder de Eliseo en la tierra.

Cierto, estos son misterios de los cuales el cristianismo ha revelado el significado espiritual. Pues, ¿no sabemos que la visión por fe de Cristo en la gloria es el secreto del poder para el cristiano en la tierra? ¿Acaso no es sorprendente que el primer mártir cristiano, con los ojos fijos en el cielo, pudiera decir: “He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios” (Hechos 7:56)? En la luz de esta visión, Esteban estaba investido de tal manera de poder de lo alto que, como su Maestro, pudo orar por sus homicidas y, a pesar de las piedras que le arrojaban, pudo entregar tranquilamente su espíritu al Señor Jesús. Así también el apóstol de los gentiles comenzó su carrera cristiana con la visión de Cristo en la gloria y, en la luz de esta visión, anduvo como testigo para Cristo en la tierra durante todos los años de su vida de consagración. ¿No nos dice a nosotros el mismo apóstol: “Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen” (2 Corintios 3:18)? Debemos apoderarnos de la visión del Señor en la gloria si, en cierto sentido, debemos representar en la tierra a este Hombre bendito y perfecto que ha sido elevado a la gloria.

Así, “aconteció que yendo ellos y hablando, he aquí un carro de fuego con caballos de fuego apartó a los dos; y Elías subió al cielo en un torbellino”. Eliseo lo vio y clamó: “¡Padre mío, padre mío, carro de Israel y su gente de a caballo!”

Nada parecido a esta majestuosa escena había tenido lugar en la tierra jamás. Como alguien lo dijo: «Está muy por encima del traslado silencioso de Enoc e infinitamente por debajo de la serena majestad de la ascensión, donde ningún carro de fuego fue necesario para retirar de la tierra el cuerpo resucitado de nuestro Redentor, cuando, “viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos” (Hechos 1:9)».

Pero si bien Eliseo ve a su maestro subir al cielo, también leemos: “Y nunca más le vio”. Lo ve en el cielo adonde ascendió, pero, en la tierra, no lo ve nunca más. ¿No habla esto al cristiano? ¿No dice el apóstol: “De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así” (2 Corintios 5:16)? Palabras que no significan que no debemos considerar a Cristo en su camino por este mundo, y aprender de él, pues nuestras almas encuentran sus delicias en su humilde gracia, su tierno amor y su infinita santidad. Sin embargo, nos dicen claramente que ya no debemos conocerlo en relación con Israel y este mundo. Más bien debemos conocerlo como la Cabeza de una familia celestial y en relaciones celestiales. Discípulos fieles pero ignorantes podían decir: “Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel” (Lucas 24:21). La cristiandad corrompida puede intentar asociar el nombre de Cristo con sus planes para perfeccionar al hombre y mejorar el mundo; pero el cristiano instruido en el pensamiento del Señor tomará su lugar fuera del mundo, a medida que avanza hacia Cristo en la gloria, rehusando unir a Cristo con un mundo que lo clavó en la cruz.

El resultado de conocer así a Cristo en su nueva posición celestial está ilustrado de feliz manera por Eliseo. La visión de Elías que subió al cielo lo conduce a una doble acción. Primero, “tomando sus vestidos, los rompió en dos partes”; acto que implica dejar de lado un primer carácter para que sea manifestado algo enteramente nuevo, puesto que el vestido habla de la justicia práctica de los creyentes y del carácter que manifiestan ante el mundo. Eliseo no puso simplemente sus vestidos de lado para volverlos a tomar en ciertas ocasiones; hizo que no sirvieran más rompiéndolos en dos partes. Segunda acción, “alzó luego el manto de Elías que se le había caído”. De ahora en adelante manifestará el carácter del hombre que ha subido al cielo. Como también el apóstol, después de haber dicho que ya no conocemos a Cristo según la carne, puede continuar diciendo: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura (o creación) es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).

Eliseo actúa inmediatamente con el poder de la nueva vida. Regresa a una nación arruinada, culpable de haber transgredido la ley, mancillada por la idolatría y que ha abandonado a Dios. Y en medio de esta escena de miseria y desolación, presenta la soberanía de Dios que se eleva por encima de todo pecado del hombre y actúa en la supremacía de la gracia para con aquellos que tienen fe para echar mano de la bendición en el terreno de la gracia.

3. Los hijos de los profetas (2 Reyes 2:15-18)

Los benditos efectos de la formación de Eliseo ahora se manifiestan a otros. Se convierte en testigo ante el mundo de aquel que subió al cielo. Los hijos de los profetas advierten su nuevo carácter; porque, mirando a Eliseo, dicen: “El espíritu de Elías reposó sobre Eliseo”. Consideran a un hombre en la tierra y ven el espíritu y el carácter de un hombre en el cielo.

Esto, ¿nada tiene que decirnos, en este período del cristianismo? ¿No ilustra nuestro privilegio y responsabilidad más elevados como cristianos? Porque ¿acaso no somos dejados en la tierra para representar al Hombre en la gloria? Pablo podía decir de los creyentes de Corinto que eran “carta de Cristo” (2 Corintios 3:3), conocida y leída por todos los hombres. El Espíritu había escrito a Cristo en sus corazones y, en la medida que el Espíritu leía a Cristo en sus corazones, el mundo leía Cristo en sus vidas. Lamentablemente ¿no nos parecemos a menudo a los hijos de los profetas que podían apreciar el espíritu de Elías en otro, mientras que en sí mismos manifestaban muy poco de este espíritu? Tenían una medida de conocimiento, puesto que discernían cuándo llegó el momento para que Elías fuese alzado al cielo, pero no tenían sus corazones comprometidos para hacer con él ese último viaje. Miraban “a lo lejos” desde Jericó; vieron al profeta bajar al Jordán; pero no atravesaron el río como Eliseo. De ninguna manera anduvieron o hablaron con Elías más allá del Jordán. No vieron el carro de fuego ni los caballos de fuego, ni tampoco vieron al profeta subir al cielo en un torbellino.

No obstante, reconocen y aprecian en cierta medida los efectos benditos producidos sobre el hombre que ha presenciado estos milagros. Se postran ante él y así manifiestan que ven en Eliseo a alguien que se mueve en un nivel espiritual más elevado que el de ellos. Están dispuestos a tomar el lugar de siervos de aquel a quien reconocen como siervo de Dios.

Nosotros, ¿no somos a menudo como esos hombres? Sabemos que Cristo murió por nosotros, pero somos lentos para aceptar su muerte como nuestra muerte. Sabemos muy poco lo que significa caminar en comunión con Él en el terreno de la resurrección y lo que es verlo como un Hombre que vive en la gloria. Sin embargo, podemos apreciar en otros el efecto de esta intimidad personal con Cristo. Porque no podemos ignorar al hombre caracterizado por el espíritu de Aquel que subió al cielo. El mundo podía reconocer a Pedro y Juan “que habían estado con Jesús”; y mirando a Esteban, los hombres “vieron su rostro como el rostro de un ángel” y “no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba” (Hechos 4:13; 6:10, 15).

Pero los hijos de los profetas no solo eran lentos de corazón, también eran lentos para comprender, y aún peor, estaban marcados por la incredulidad. Y, sin embargo, tenían una gran apariencia de fuerza natural: tenían a sus “cincuenta varones fuertes”. Pero los pensamientos de la naturaleza no pueden elevarse por encima de las montañas y de los valles de la tierra. Solo la mirada penetrante de la fe puede ver al Hombre en el cielo.

Así, la incredulidad es la primera característica de la esfera en la que Eliseo va a ser un testigo; y ella se encuentra en aquellos que hacen profesión religiosa. La naturaleza no es capaz de creer que la gracia de Dios puede elevar a un hombre al cielo, aunque ella esté lista para sugerir que el Espíritu de Dios puede levantar a un hombre para echarlo a la tierra. Sabían, de hecho, que Elías iba a ser llevado; pero evidentemente no creían que iba a ser llevado al cielo. Tenían conocimiento, pero les faltaba fe. Eliseo, avergonzado de su incredulidad, les permite demostrar la vanidad de sus recursos naturales dejando que envíen sus cincuenta hombres en una búsqueda infructuosa de tres días.