Jacob o la disciplina /1

Génesis 25:19-34

Introducción

Reflexiones sobre la historia de Isaac

Como la historia de Isaac ofrece varios puntos de contacto con la de su hijo Jacob, no estará de más decir algunas palabras al respecto antes de considerar la vida de este último.

Al principio del curso de su vida, Isaac es una bella figura del Hijo de Dios, mientras que los comienzos de Jacob, lamentablemente, no son sino una serie de engaños y faltas propias del hombre.

Isaac, verdadera simiente de Abraham y, como tal, heredero de las promesas, nace “contra esperanza” de un padre “como muerto” y de una madre cuyo seno se hallaba en estado de amortecimiento (Romanos 4:18-19). Representa, desde su entrada al mundo, una vida no conforme a la naturaleza y victoriosa sobre la muerte. Es el hijo otorgado a la fe, y esta situación excepcional despierta contra él la enemistad de Ismael, su hermano según la carne. Desde sus primeros pasos, como en toda la primera parte de su historia (Génesis 21 a 24), Isaac es, pues, figura de Cristo.

Un gran hecho predomina en su vida. Él, el hijo único, el amado (22:2), ofrecido en holocausto en el monte de Moriah, resucitó de entre los muertos, porque así Abraham le volvió a recibir en sentido figurado (Hebreos 11:19). Como hombre resucitado, recibe una esposa1  según el designio preordenado por su padre (Génesis 24:1-8). Eliezer, imagen notable del Espíritu Santo, va a buscarla y se la lleva a Isaac a través del desierto.

De acuerdo a la orden de su padre, la esposa de Isaac no podía ser “de las hijas de los cananeos”. Debía pertenecer a la familia de la fe, al país y a la parentela de Abraham (v. 3-4). Pero esta parentela presentaba un espectáculo bastante triste. Nacor, siguiendo de lejos las pisadas de su hermano Abraham, se había instalado —después de éste— en Harán (v. 10; cap. 27:43), sin soñar en seguir, como Abraham, el llamado de Dios hasta el fin. Aunque separado del culto público a los ídolos que se celebraba “al otro lado del río” (Josué 24:14), sus hijos, o él mismo, al tiempo que reconocían a Jehová como su Dios no habían dejado sus dioses domésticos (Génesis 31:19, 53). Por eso, aunque Isaac podía tomar mujer de Harán, debía guardarse de volver allí (24:6). La misma Rebeca, para pertenecer enteramente a su esposo, tenía que “olvidar su pueblo, y la casa de su padre” (Salmo 45:10), a fin de vivir en el país de la promesa en compañía del hombre resucitado. No debía haber en ella mezcla religiosa, ni compromiso alguno.

Rebeca lo había comprendido así, pues, ante las instancias de sus hermanos, una sola expresión sale de su boca: “Sí, iré” (Génesis 24:58). Hermosa expresión, digna del esposo a quien ella ama sin haberlo visto y en quien cree sin conocerlo; expresión de confianza en aquel cuyo valor aprecia; expresión de decisión, porque él es el imán soberano que la atrae; expresión de sumisión, porque al decir Eliezer: “No me detengáis” (v. 56), ella lo sigue a través del desierto, hasta que por fin halla a su señor y le testifica esa sujeción bajando de su montura y cubriéndose con el velo delante de él.

¡Qué gozo para ella cuando ve venir a Isaac, el hombre celestial, del “pozo del Viviente-que-me-ve” (24:62). Allí moraba él antes de su encuentro y allí morará después de su unión con Rebeca (25:11). En otro tiempo Jehová había hallado a Agar junto a ese pozo “que está en el camino de Shur” (16:7), y ella había dicho: “¿No he visto también aquí al que me ve?” (v. 13); aquí Dios se revela. Ni Ismael, nacido de la carne, ni sus hijos aprovecharon ese pozo, porque “habitaron desde Havila hasta Shur” (25:18) sin conocer el pozo de la revelación y sin beber de esa agua que abre los ojos de los miserables. Sólo el hombre espiritual abreva en la revelación divina.

¡Oh, “pozo del Viviente-que-me-ve”, Palabra divina, revelación del Padre y del Hijo, manantial profundo, lugar de delicias para el hombre resucitado, agua refrescante de la que se sacia aquella a la que él ha hecho su esposa; pozo donde se ve al Invisible, donde se conoce su gracia, donde se aprende a disfrutar de Él en la intimidad de su comunión, donde se halla consejo y dirección, el que hace reverdecer los lugares áridos para tornarlos fresco oasis! ¡Brota, oh pozo del desierto, para mí, para todo el pueblo del Señor, y que tu familia, oh Cristo, habite sin cesar alrededor de tu Palabra, junto al pozo del Dios viviente!

En el capítulo 26, que constituye la segunda parte de la historia de Isaac, el patriarca no es ya figura de Cristo, sino la del creyente, llamado a andar en el mundo con su carácter de hombre celestial y resucitado. Como siempre, lamentablemente, vemos aquí al hombre incapaz de mantenerse a la altura de su vocación. En otro tiempo, el hambre había conducido a Abraham a Egipto y es todavía el hambre la que impele a Isaac hacia Gerar. Dios le dice: “No desciendas a Egipto” (v. 2), porque debía morar en Canaán; sin embargo, le permite permanecer en Gerar, ya que ha elegido domicilio allí. La consecuencia no se hace esperar; Isaac niega su relación con su esposa, imagen de la relación de Cristo con la Iglesia. Lo que Abraham había hecho en Egipto, él lo hace en el país de los filisteos.

Egipto representa el mundo; Filistea, el mundo establecido en el territorio del país de la promesa, el mundo enemigo de los creyentes, aunque comparta sus límites con ellos. Este hecho nos enseña que les es tan imposible confesar y mantener abiertamente sus relaciones con la Iglesia en medio del mundo asociado al pueblo de Dios como hacerlo en medio del mundo representado por Egipto. Ni uno ni otro soportan tal testimonio. El creyente que habita en Gerar se deja despojar de su mejor tesoro: la comunión entre el Esposo y la Esposa; sus relaciones y su testimonio se malogran; el mundo se apodera de la esposa y la retiene cautiva. Como Abraham, Isaac hace esta humillante experiencia. Esta falsa posición del hombre de Dios, a primera vista parece brindarle grandes ventajas. Siembra en el país de Gerar para recoger el céntuplo; recibe muchas bendiciones temporales: “se engrandeció hasta hacerse muy poderoso” (26:13); hallará allí, como anteriormente Abraham, mucho ganado y siervos, pero el gozo de la comunión está extinguido, los más íntimos lazos del alma se rompen. La alianza del creyente con el mundo religioso le priva de esos tesoros y le trae disputas, oposición y odio, porque el hijo de Dios, por débil que sea, siempre que no niegue enteramente su carácter celestial, sufrirá la animosidad del mundo contra Cristo. Es lo que encuentra Isaac por haberse establecido en Gerar.

Isaac, figura del hombre celestial, es un «cavador de pozos». El cristiano se le asemeja. Su dicha consiste en buscar las aguas refrescantes, primero para él y luego para compartirlas con otros. “Volvió a abrir Isaac los pozos de agua que habían abierto en los días de Abraham su padre, y que los filisteos habían cegado después de la muerte de Abraham” (v. 18). De este modo, los testigos del Señor vuelven a sacar a la luz verdades antiguas; pero, cuando ellos no se separan del mundo, éste se apodera de las verdades de su testimonio como si provinieran de él y le perteneciesen. Así ocurrió con las grandes enseñanzas reencontradas en la Reforma: la justificación por la fe y la salvación por gracia. El testigo de Dios que permanece entre los filisteos, pierde allí el fruto de su trabajo espiritual.

Isaac cava entonces pozos nuevos, imagen de las verdades nuevas; pero “Esek” y “Sitna” son objeto de disputa y odio (26:20-21); el patriarca se ve obligado a dejarlos en manos del enemigo sin poder utilizarlos. Sólo está a sus anchas cuando se aleja del país de los filisteos; allí cava el pozo de Rehobot” (lugares espaciosos) porque, dice, “ahora Jehová nos ha dado ensanche” (v. 22, V.M.). Cuando somos liberados de todo lazo con el mundo, éste es impotente contra nuestro testimonio. El culto y el verdadero carácter del cristiano sólo se encuentran cuando media separación entre él y el mundo religioso. Isaac hace esta experiencia en Beerseba, en el país de su padre, porque, igual que Abraham al subir de Egipto, sólo en Beerseba edifica altar para invocar en él el nombre de Jehová (21:33) y levanta su tienda. Aquí Isaac entra en su propio dominio y los filisteos se ven obligados a reconocerlo, pese a lo cual no se juzgan a sí mismos.2

Aquí, en Rehobot, tenemos el último pozo de este hombre de fe; simple y apacible testimonio tributado a las verdades eternas, en presencia de un mundo que las ignora, pero que ve claramente que Dios está con nosotros (26:28). Todo esto nos habla de un progreso de Isaac, como hombre de Dios, pero nos muestra también a qué distancia está, en la práctica, de Aquel a quien representaba como figura en la primera parte de su historia. Lamentablemente, en el curso de nuestro relato asistiremos a una verdadera declinación del patriarca. La tercera parte de su vida, por estar íntimamente ligada a la de Jacob, la estudiaremos en sus relaciones con ella a medida que se desarrollen los acontecimientos.

 

1. Jacob en la casa paterna

a) Dos principios y dos razas (Génesis 25:19-26)

Como Sara, Rebeca era estéril. En esto, ambas mujeres son figuras de Israel, del hombre según la carne bajo el antiguo pacto. Raquel, luego la mujer de Manoa y Ana, y más tarde Elisabet, fueron visitadas de la misma manera. Su esterilidad, señal de impotencia, significaba que la carne no tiene ni el derecho ni la fuerza de engendrar seres para la familia de la fe. Sólo la gracia y la potencia divinas nos dan acceso a ese parentesco, porque Dios se reserva el poder de ser el único hacedor de nuestra bendición.

En esta prueba, Sara y Abraham carecieron de inteligencia y de fe. Mediante el artificio de una transacción humana (16:1-3), Sara procura obtener lo que Dios no le había dado aún, pero que se lo había prometido solemnemente a Abraham, diciéndole: “Un hijo tuyo será el que te heredará” (15:4). Isaac tuvo más fe que ella: esperó en Dios y, pendiente únicamente de Él, “oró... a Jehová por su mujer, que era estéril” (25:21). Más tarde Jacob imitó a su abuelo Abraham cuando Raquel le dio su sierva Bilha; en lugar de orar, como Isaac, “se enojó contra Raquel” (30:2). Muy diferente fue Ana cuando, trabajada de espíritu por la magnitud de sus congojas, “oró a Jehová, y lloró abundantemente” y “la petición” fue otorgada por el nacimiento de Samuel (1 Samuel 1:10, 17). Zacarías no tuvo sino una fe mitigada. Él había suplicado acerca de Elisabet (Lucas 1:13), pero dudó cuando el ángel vino a decirle que había sido oído, motivo por el cual estuvo mudo hasta el día del nacimiento de Juan el Bautista, el precursor.

Abraham tuvo dos hijos, uno de la sierva y otro de la libre: Ismael, el hijo según la carne, Isaac, el hijo según el Espíritu. Apenas éste fue destetado, “el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido según el Espíritu” (Gálatas 4:29). La carne, principio que surge de fuera en la persona de Ismael, se alzaba contra lo que era nacido de Dios. Igualmente Jesús, y todos los suyos después de él, han encontrado el oprobio, las burlas y las hostilidades de la carne, ese enemigo de fuera.

“Rebeca concibió de uno, de Isaac” (Romanos 9:10) y tuvo de él dos hijos que “luchaban dentro de ella” (Génesis 25:22). Aquí, los dos principios se hallaban en ella y combatían en ella, según está escrito: “El deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí” (Gálatas 5:17). Pero es necesario que, en el creyente, uno de esos principios se sujete al otro para que no hagamos lo que quisiéramos.

Y fue así que Jacob salió, trabada su mano al calcañar de Esaú. Pero la oposición de las dos naturalezas no se limita al seno de Rebeca, sino que persiste después de nacidos los hijos, según lo que Dios declara: “Dos pueblos serán divididos desde tus entrañas” (Génesis 25:23).

¡Cuántos cristianos que no quieren abandonar el mundo alegan, contra la obligación de separarse, el hecho de que llevamos el mundo en nuestro corazón! Eso no es lo que nos enseña la Palabra. Ella nos muestra, en verdad, que hay en el creyente una necesaria oposición entre la carne y el Espíritu y que la mundanería de su corazón no puede justificarse; pero que la presencia y la oposición de las dos naturalezas en él no debilitan en manera alguna esta otra verdad: que debe existir separación entre lo que es engendrado del Espíritu y lo que es nacido de la carne. Son dos familias distintas que no pueden tener nada en común, ni títulos, ni privilegios, ni bendiciones. “No los que son hijos según la carne son los hijos de Dios, sino que los que son hijos según la promesa son contados como descendientes” (Romanos 9:8).

Tal vez alguien se pregunte: «¿Por qué unos son bendecidos y otros no?». Dios responde que es “para que el propósito de Dios conforme a la elección permaneciese” (Romanos 9:11). La elección de Dios es soberana; no necesita dar cuenta a nadie. Él la pone en contraste con las obras, es decir, con la pretensión del hombre de conseguir, por propia voluntad, las gracias de la elección. Pero, se dirá: «en este caso Dios escoge a unos para bendición y a otros para maldición, y ¿qué podemos hacer contra la voluntad de Dios?» Es ésta una pregunta insensata, porque nunca Dios escoge para perdición. Muestra su libre elección de gracia cuando dice: “El mayor servirá al menor” (Génesis 25:23), pero manifiesta también las consecuencias de la responsabilidad del hombre cuando, después de haber dicho: “Amé a Jacob”, añade: “y a Esaú aborrecí” (Malaquías 1:2-3). ¿Cuándo amó a Jacob? En el primer libro de la Biblia y ya desde el seno de su madre. ¿Cuándo odió a Esaú? En el último libro del Antiguo Testamento, cuando, no obstante la larga paciencia de Dios, Edom (Esaú) demostró ser hasta el fin el implacable enemigo de Jehová y de su pueblo.

De este modo se manifiestan, por un lado, los frutos de la gracia divina y, por el otro, los frutos de la responsabilidad del hombre. Dios no sacrifica nunca uno de esos principios a expensas del otro, ni debilita a uno por el otro, como demasiado a menudo lo pretenden los falsos razonamientos de los hombres.

b) El profano y el suplantador (Génesis 25:27-34)

Los hijos crecen y sus caracteres se definen. “Esaú fue diestro en la caza, hombre del campo”. Representa al hombre de la actividad exterior, de la fuerza corporal que halla en este mundo la esfera propicia para su desarrollo y que pone su habilidad natural al servicio de sus concupiscencias. Nuevo Nimrod (10:8-9), ama la caza y sus energías convergen para satisfacer esta pasión.

Pero “Jacob era varón quieto, que habitaba en tiendas”. Se reconoce aquí a un retoño de la familia de la fe. La sencillez en él no excluye el engaño. Lamentablemente, demasiado veremos a lo largo del curso de su vida qué papel desempeñó el engaño y a qué disciplina tuvo que someterlo Dios para purificarlo de esa astucia. La sencillez de Jacob era la de un hombre que no tiene necesidades, que se contenta con lo que Dios le da, sin ambicionar comodidades o renombre, rasgos de carácter opuestos a los de Esaú. Por ello también “habitaba en tiendas”, verdadero hijo de esos hombres de fe, Abraham e Isaac. De Abraham leemos que moró “en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa” (Hebreos 11:9).

Al comienzo de su vida, Jacob es, pues, un testigo de Dios que vive como extranjero en un mundo en el que no busca una ciudad permanente, porque se aferra a la promesa de Dios y a su heredad. Y estas cosas bastan a su fe.

En este punto del relato principia la tercera parte de la historia de Isaac, desde entonces ligada a la de sus dos hijos. Isaac no es más aquí el hombre de Dios que realiza —aunque sólo parcialmente— su carácter celestial; por el contrario, deja dirigir su conducta por motivos puramente terrenales. “Amó Isaac a Esaú, porque comía de su caza” (Génesis 25:28). Un simple gusto gastronómico, una inclinación por lo que el mundo llama «los placeres de la mesa» era, sin que él lo sospechara, lo que hacía desviar los afectos de Isaac. La carne siempre atrae a la carne.

¿No es doloroso pensar que, por amar la caza, el piadoso Isaac —de haberlo podido— habría hecho del hijo de la carne el heredero de las promesas? “Rebeca amaba a Jacob” (v. 28). ¿Era quizá el afecto de una madre hacia el más débil y menos estimado por su padre? No se nos explica la razón, pero queremos creer que Rebeca —mujer de fe, a pesar de todo— había guardado en su corazón la respuesta de Jehová cuando le había ido a consultar (v. 22-23).

En los versículos 29-34 se define por completo el carácter de los dos hermanos. Esaú es “profano” y, “por una sola comida vendió su primogenitura” (Hebreos 12:16). Cansado, exclama: “He aquí yo me voy a morir: ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?” (Génesis 25:32). El desdichado no comprende que vende no sólo su derecho a ciertas ventajas temporales, sino a bendiciones más elevadas prometidas a Abraham y a su “simiente, la cual es Cristo” (Gálatas 3:16). Sí, vende a Jacob su derecho al linaje del Mesías, privilegio que fue conferido a Jacob, porque leemos: “Abraham engendró a Isaac, Isaac a Jacob”, y sucesivamente hasta “Jesús, llamado el Cristo” (Mateo 1:1-16). Esaú menosprecia el don de Dios; prefiere un guiso de lentejas, miserable satisfacción de una pasajera necesidad de la carne. ¡Qué indiferencia! Pese a poder elegir, abandona deliberadamente su derecho a la bendición. Come, bebe, se levanta y se va... (Génesis 25:34) ¡Ah, cuando luego, queriendo heredar la bendición, la busque con lágrimas, será demasiado tarde... sí, demasiado tarde! ¡“Fue desechado, y no hubo oportunidad para el arrepentimiento”! (Hebreos 12:17).

Este terrible ejemplo sirve para sacudir a los indiferentes. El mundo está lleno de Esaús, de seres que sacrifican un porvenir de bendiciones puestas a su alcance con tal de satisfacer el apetito de un momento, que venden sus almas por un plato de lentejas y, después de haber comido y bebido, se levantan, y se van, insensibles a la enormidad de su acto. ¿Se dan cuenta de que llegará el día en que clamarán “con una muy grande y muy amarga exclamación” y dirán llorando: “Bendíceme también a mí, padre mío” (Génesis 27:34, 38), sin hallar “oportunidad para el arrepentimiento”?

Por cierto, la conducta de Esaú no disculpa en manera alguna la de Jacob. Este último no tiene nada de atractivo. De haber habido alguna nobleza, alguna franqueza natural, habría que buscarla en Esaú.

Jacob acecha las ocasiones y sabe aprovecharlas muy hábilmente para lograr sus fines. Piensa, desde el comienzo de su vida, que no debe desperdiciar los medios humanos para asegurarse las bendiciones prometidas. ¡Error muy común! Se emplea la carne para lograr las cosas de Dios, dejando una parte a la actividad de la fe. Jacob deberá pasar más de veinte años de sufrimientos y disciplina para aprender que la actividad de la carne no sirve sino para crear dificultades al creyente y ponerlo bajo el juicio de Dios, porque, en pocas palabras, ella es un instrumento de derrota y sólo la fe asegura la victoria. Esaú obraba pura y simplemente por medio de la carne; Jacob empleaba su carne —o, si se prefiere, sus aptitudes y su inteligencia natural— en una misma línea con su fe, sin comprender que la una es enemiga de la otra.

Como ya lo dijimos, el mundo está poblado de Esaús, y, con igual justicia, podemos decir que la cristiandad está poblada de Jacobs. ¿Será necesario probarlo con ejemplos? ¿No se sirve ella de la inteligencia natural, los estudios y la voluntad humana que piensa poder consagrarse a Dios para adquirir las cosas que la gracia divina quiere darnos? Cuando Dios prepara para los suyos obras de fe, a fin de que anden en ellas, ¿no se las reemplaza por obras voluntarias que obstaculizan a las de Dios? ¿No se pretende asegurar por medio de preceptos humanos las bendiciones que el Señor concede a su Iglesia? La evangelización, los dones del Espíritu, la edificación de los santos, la oración misma, todo está impregnado de ese vicio. El cristiano sincero, dondequiera que se vuelva descubre el espíritu y los principios de Jacob, hasta en la familia de la fe y entre los que tienen el privilegio de invocar en verdad el nombre del Señor.

Algo consolador es que, a pesar de todo, hay fe en muchos de los que obran así. Jacob, pese a sus procedimientos carnales, daba valor a la promesa. La palabra de Dios, confiada a su madre, estaba grabada en su corazón. Era consciente de la preeminencia a la cual era llamado, y este hombre sencillo, que habitaba en tiendas, tenía visiones de esa gloria futura que le hacían desechar las cosas presentes, mientras que su hermano Esaú menospreciaba las cosas venideras.

  • 1En el Antiguo Testamento, Rebeca es la única figura completa de la Iglesia y de su llamamiento.
  • 2“¿Por qué venís a mí, pues que me habéis aborrecido, y me echasteis de entre vosotros?” les pregunta Isaac. Y ellos responden: “Nosotros no te hemos tocado, y... solamente te hemos hecho bien” (26:27, 29).