Un librepensador preguntó cierto día a una niña que amaba al Señor:
— Tu Dios ¿es un pequeño o un gran Dios?
La niña, sin advertir que su interlocutor quería ponerla a prueba, lo miró cándidamente de frente, y le respondió:
— Mi Dios es un pequeño y gran Dios.
— ¿Qué quieres decir? —replicó el incrédulo.
— ¡Oh! —dijo ella— Él es tan grande que los cielos de los cielos no pueden contenerlo (1 Reyes 8:27) y, al mismo tiempo, es tan pequeño que puede habitar aquí, en mi corazón (Isaías 57:15).
Esta respuesta sorprendió al ateo, quien luego reconoció que tal lección había sido más persuasiva que muchos libros escritos para defender al cristianismo contra los ataques de la incredulidad.
“De la boca de los niños... perfeccionaste la alabanza” (Mateo 21:16).
“Lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte” (1 Corintios 1:27).