Jacob o la disciplina /4

Génesis 33:17-20 – Génesis 34 – Génesis 35

3. Jacob en el país de Canaán

a) Sucot y Siquem (Génesis 33:17-20)

En lugar de seguir a Esaú hasta Seir, Jacob se dirige a Sucot. Tal vez el ejemplo de su hermano no es ajeno a lo que él hace allí, porque deja allí su tienda y parece querer establecerse en esta región: “Edificó allí casa par sí, e hizo cabañas para su ganado”. Al contrario de Abraham, abandona el disfrute del país de la promesa que puede proporcionarle la fe, por una posesión material; pierde así su carácter de peregrino, si bien quería mantenerlo –pero sin testimonio– separándose de Esaú.

Sin embargo, pronto deja Sucot por Siquem, más allá del Jordán. ¿Experimentaba acaso algún malestar por su nueva posición? Así parecería, porque vuelve a plantar su tienda (v. 19) y acampa delante de la ciudad. Pero no era lugar para un campamento. La ausencia de testimonio delante de Esaú es grave; pero también puede haber en el creyente un testimonio desafortunado y fuera de lugar que resulta de la falta de comunión. Es lo que aquí le sucede a Jacob, pero no por mucho tiempo. El abandono del camino del testimonio provoca el error de Sucot, y, como Jehová no le reprende por la falta cometida allí, volverá a caer en un error análogo. Le vemos comprar “una parte del campo, donde plantó su tienda”. También en esto dista de Abraham, quien había adquirido un campo en Hebrón para tener allí un sepulcro (cap. 23), pero Jacob lo compra en Siquem para tener una posesión. Vive en el país en calidad de extranjero, al abrigo de una tienda, y adquiere el terreno en el cual levanta su tienda. ¡Qué triste contradicción entre su palabra y su conducta! Lamentablemente ¡cuán a menudo nos acontece lo mismo!

No obstante, erige allí un altar (33:20). El altar se vincula siempre con la tienda, el culto con nuestro estado de viajeros. Pero nuestro culto se resiente asimismo por el estado de nuestra alma y el grado de realidad de nuestra vida espiritual. Jacob llama al altar: El-Elohe-Israel (Dios, el Dios de Israel), es decir, de Jacob, porque Dios le había dado ese nombre de Israel. Un culto que sólo es personal resulta, en resumen, un culto de un nivel poco elevado. Cuando nos presentamos ante Dios como adoradores, ¿le daremos tan sólo las gracias por las liberaciones recibidas personalmente? Después de la experiencia de Siquem, Jacob hallará el verdadero culto en Bet-el; allí adorará al Dios de Bet-el que significa «el Dios de la Casa de Dios» (35:7; 28:29).

b) La disciplina de Siquem (Génesis 34)

En Siquem, Jacob está en el país de la promesa, y es allí donde Dios lo quiere tener. Pero no basta encontrarse exteriormente en el lugar preparado por Dios. Habría sido necesario que el estado moral de Jacob correspondiese a esta bendición. Desdichadamente no ocurre así, pese a la experiencia decisiva hecha en Peniel.

Allí había aprendido que su fuerza no era en suma sino una lucha contra Jehová y que debía ser reducida a la nada –como proveniente de una voluntad enemiga de Dios– y reemplazada por la energía de la fe, la que había hecho de él un Israel, un «vencedor de Dios».

Pero la lección sólo le había sido provechosa en parte. Su carácter engañoso había reaparecido otra vez por falta de confianza en Dios. No olvidemos que toda la vida de Cristo hombre se resumió en una sola palabra: confianza. “Yo confiaré en él” (Hebreos 2:13). De esta confianza nace la dependencia: “Guárdame, oh Dios, porque en ti he confiado” (Salmo 16:1). La dependencia misma se traduce en oración: “A ti clamé; sálvame” (Salmo 119:146). Así fue la vida de Jesús; así también, aunque muy lejos del divino modelo, la de varones de fe: David, Samuel, Elías, Ezequías.

Esta verdad parecía letra muerta para Jacob. Las paradas en Sucot y Siquem son prueba de ello. ¿Había consultado a Jehová para instalarse en esos lugares? Tal vez se dirá: Dios no le había hablado. Sin duda, pero le hizo después de Siquem, cuando le dijo: “Levántate y sube a Bet-el” (Génesis 35:1), y más tarde: “No temas de descender a Egipto” (46:3), lo que torna a su silencio en las paradas precedentes en un hecho tanto más significativo. Si Dios no hablaba, Jacob sólo tenía que esperar, como lo hizo uno mucho más grande que él en ocasión de la muerte de Lázaro. Pero Jacob debe aprender una lección, y Dios le deja seguir su camino. Luego le habla, una vez que hubo recogido los amargos frutos de la codicia, él, el extranjero que había creído hallar un domicilio y una posesión en el mundo.

La terrible consecuencia de todo ello no se hace esperar. “Salió Dina... a ver a las hijas del país” (34:1), a realizar una simple «visita de cortesía». ¡Ah! cuán a menudo esas visitas de cortesía nos hacen participar –sin darnos cuenta– de los caminos del mundo. Es la ruina de Dian, quien se convierte en indefensa presa del enemigo y, humillada primeramente contra su voluntad, ve luego envuelto su corazón (v. 3) en lo que constituía una vergüenza para una hija de Israel. ¡Pobre Jacob! ¡Qué desenlace de un asunto en apariencia insignificante al principio, pero en el cual no se había dado intervención a Dios! ¡Un solo acto de independencia cuánta miseria puede acarrearnos!

Pero Jacob es un hombre de fe. Se humilla bajo la poderosa mano de Dios. Hace lo que corresponde a un hombre humillado: ¡calla! Sólo habla más tarde, en el seno de la familia, y eso porque no puede evitarlo. No será por boca suya que sus hijos se enterarán de la catástrofe. Las palabras “calló Jacob” (v. 5) explican muchas cosas. Al final de su vida, al declarar la profecía del capítulo 49, se ve que él había sido totalmente ajeno al resentimiento de sus hijos (49: 5-7); sin embargo, aquí no le vemos a la altura de ese juicio definitivo, pues, en el versículo 30, juzga las represalias de sus hijos desde el punto de vista del daño que le es hecho a él y no del que le es hecho a Dios: “Me habéis turbado con hacerme abominable a los moradores de esta tierra, el cananeo y el ferezeo; y teniendo yo pocos hombres, se juntarán contra mí y me atacarán, y seré destruido yo y mi casa”. Jacob no es el único en juzgar de tal modo. Cuando el mal se ha introducido entre nosotros, en la iglesia, ese “me habéis turbado” es frecuentemente nuestro primero y único pensamiento. Censuramos el mal porque nos alcanza, y con ese espíritu medimos su gravedad. Un juicio tan mísero no podría tener lugar en la comunión con el Señor. En su comunión, al contrario, juzgamos el mal como hecho por nosotros: “Hemos pecado, hemos cometido iniquidad” (Daniel 9:5), y además, como hecho contra Él: “Contra ti, contra ti solo he pecado” (Salmo 51:4).

En estos acontecimientos, Siquem –el mundo enteramente ignorante de los pensamientos de Dios– es menos culpable que los hijos de Jacob. Con las mejores intenciones, Siquem y su padre proponen a la familia de Jacob una alianza y posesiones con ellos (Génesis 34:9-10). Eso no podía ser, pues, por medio de la primera, Israel habría negado su carácter de separación para Dios, y por medio de las segundas, su carácter de extranjero y peregrino. El testimonio dado por Jacob a Siquem podía, en cierta medida, autorizar tales proposiciones. Pero Hamor obra según su ignorancia de los pensamientos de Jehová; ignora la dignidad de la familia de Dios y cree hacer un sacrificio al ofrecer a esta última una participación y un intercambio: “Aumentad a cargo mío mucha dote y dones”, agrega (v. 12). Todo ello da prueba de una singular nobleza de proceder, así como el discurso de los hombres de su ciudad demuestra una singular confianza: “Estos varones son pacíficos con nosotros... consentirán estos hombres en habitar con nosotros” (v. 21-22). Ellos respetan a la familia de Dios, y, sin sospechar la trampa que les tienden los hijos de Jacob, tienen fe en la palabra de éstos: “Que se circuncide entre vosotros todo varón... y seremos un pueblo” (v. 15-16). Pero sufrirán un cruel desengaño. El corazón sangra al pensar que los hijos de Israel deshonorarán a tal punto el nombre del Dios al cual declaran pertenecer. ¡Qué testimonio es el suyo! En un tiempo en el cual no había “llegado a su colmo la maldad del amorreo” (15:16), cuando la gran paciencia de Dios se mostraba todavía hacia ese pueblo, Simeón y Leví toman la espada vengadora y matan a hombres a quienes ellos habían puesto en condiciones de indefensión. Acción abominable, infamia mucho peor que la “vileza” de Siquem (34:7), porque los hijos de Jacob menosprecian y huellan el nombre del Dios de Jacob, el carácter de aquel cuya gloria es ser un Dios de gracia, en tanto no esté obligado a asumir el carácter de juez.

“Maldito su furor”, dirá Jacob más tarde (Génesis 49:7). ¡Miserables! ¡Cómo juzgan severamente la corrupción ajena (“¿Había él de tratar a nuestra hermana como a una ramera?”, 34:31) para disculpar su propia violencia! Lo mismo ocurre con el hombre pecador: condena los vicios del prójimo, pero excusa los propios.

¡Ah! pronto la vileza que tanto censuraron y contra la cual estaban tan indignados, surgirá entre ellos, en su familia (35:22), mil veces más infame que la de Siquem, y que “ni aun se nombra entre los gentiles” (1 Corintios 5:1). ¿Entonces dónde estará su celo para purificarse de ella?

¡Cómo habla todo esto a nuestra conciencia! Un juicio amargo sobre el estado del mundo puede aliarse al desorden, al deshonor hecho a Cristo entre la familia de Dios.

Jacob, encorvado bajo esa gran disciplina, debe asistir silencioso a esta catástrofe. ¡Un error, insignificante en apariencia, le condujo a tanta ruina! ¡Cuántas faltas cometidas en su vida pasada Dios las había retribuido menos severamente que ésta! ¿Por qué? Es que el alma de Jacob había sido librada en Peniel (Génesis 32:31) y, para un creyente liberado, un solo pecado pesa más en la balanza del santuario que todos los pecados del tiempo de su servidumbre, porque entonces no los podía evitar, mientras que ahora puede y debe evitarlos.

c) La comunión en Bet-el (Génesis 35:1-5, 9-15)

Hasta aquí hemos señalado varios caracteres de la disciplina de Dios para con sus hijos. Cuando Jacob, después de haber engañado a su hermano y a su padre, se ve obligado a huir, como proscripto, a causa de la ira de Esaú, la disciplina del Señor recae sobre él como castigo, pues Dios “azota a todo el que recibe por hijo” (Hebreos 12:6). Sí, castigándole, lo acepta: en Bet-el le muestra en sueños que lo ama, cuida de él y ya no lo abandonará; pero la prueba se prolonga durante veinte años de esclavitud en la casa de Labán. Al llegar a Peniel, Dios mismo lucha con él, para hacerle palpar la inutilidad de sus esfuerzos y la impotencia de su voluntad carnal.

Peniel es, pues, también la disciplina, no ya como castigo por un pecado cometido, sino como juicio de la carne. Después de Peniel, Jacob entra en Canaán, edifica una casa en Sucot y adquiere un campo en Siquem. Él, quien durante veinte años había llevado el bordón de peregrino y había vivido siempre en tiendas como extranjero, parecía reacio a toda influencia que intentara hacerle negar ese carácter. Pero sucumbe por falta de vigilancia, porque el enemigo nos ataca siempre por el lado que a nuestro parecer es el menos vulnerable. La consecuencia es una nueva disciplina que le revela los resultados desastrosos de un momento de descuido. Vergüenza, violencia y turbación caen sobre el pobre patriarca. Es la disciplina de Dios sobre su casa, disciplina que alcanza a la familia de Jacob más que a él mismo, cuando falta la santidad que conviene a la casa de Dios.

Ahora tiene lugar un cambio notable: “Dijo Dios a Jacob: Levántate y sube a Bet-el, y quédate allí; y haz allí un altar al Dios que te apareció cuando huías de tu hermano Esaú” (Génesis 35:1). De repente, Jacob es llamado a presentarse delante de Dios como adorador. Va a encontrarse con él no ya en juicio, sino en gracia, tal como se le había revelado cuando huía de Esaú (v. 7), con el Dios que le había respondido en el día de su angustia y que había estado con él en el camino (v. 3). Era, pues, al Dios de gracia al que debía erigirle un altar en Bet-el.

El efecto de esta revelación en el alma de Jacob es inmediato: “Dijo a su familia y a todos los que con él estaban: Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos” (v. 2). Tenía conocimiento de los falsos dioses que había a su alrededor, puesto que ordena sacarlos, pero no había reparado en ellos hasta entonces. Ahora su carácter y el de su familia deben responder a la santidad del Dios de gracia que le llamaba, porque es preciso purificarse para allegarse a Dios como adorador.

Esa limpieza debía ser completa: purificación de asociaciones, purificación personal o del corazón, purificación del andar. No vemos nada semejante en Siquem, donde Jacob había levantado un altar, testigo de su culto por los cuidados individuales que Dios le había prodigado. La asociación con el mundo y sus principios no permite que nuestro culto sobrepase ese nivel. Al erigir un altar, Jacob llama a ese lugar: “El-bet-el» (v. 7), el Dios de la Casa de Dios.

Cristianos, nosotros adoramos a Dios el Padre, según su revelación en Cristo, allí donde él habita, en la Casa del Padre; lo adoramos, como Jacob en Bet-el, no sólo por lo que Él es para con nosotros, sino por lo que Él es en sí mismo.

Dios aparece entonces a Jacob y le revela su nombre. ¡Acontecimiento capital en la historia del patriarca! “En Bet-el le halló –nos dice Oseas 12:4– y allí habló con nosotros”. El futuro Israel, el pueblo entero, está incluido en ese culto de Bet-el. En Peniel no hubo ninguna revelación de Dios: “¿Por qué me preguntas por mi nombre?” (Génesis 32:29). Aquí, “el Dios omnipotente”, él de los patriarcas, se da a conocer a Jacob (35:11). Era una bendición nueva para él. En relación con ese nombre recibe el de Israel (v. 10) y da asimismo a ese lugar el nombre de Bet-el (v. 15; compárese 28:16-19). Ya no era para él un lugar de temor, ni de terror; sin embargo, era el mismo paraje; el mismo Dios de gracia que le había hablado otras veces. Indudablemente, pero Jacob era otro hombre, capaz de entrar en relación con Dios. No es más salvo ahora que entonces, pero por la fin ha hallado allí la comunión que le faltaba.

¡Qué escena bendita! Jacob conoce al Dios que se le ha revelado, y adora, no como el Jacob de otrora, sino como el nuevo Israel; adora a Dios en Su propia casa. Dios goza de su obra en Jacob, e Israel –del cual provendrá una multitud de naciones y de cuyos lomos saldrán reyes–, Israel, a quien Dios le dice: “Crece y multiplícate”, se regocija en el Dios de las promesas y celebra el memorial de esta comunión (v. 14), en la cual se conjugaban todos los propósitos de Dios para con él.

Amados lectores cristianos, ¿han comprendido que cuando Dios se revela a ustedes en Cristo, tiene por finalidad introducirles en su comunión? “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida... eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros; y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:1-3). Cultivemos esta comunión bendita; no permitamos nunca que las míseras preocupaciones del mundo, o el pecado que nos rodea tan fácilmente, nos la quiten. Este tesoro es más grande que todos los demás. Tener comunión con el Padre y con el Hijo es experimentar en pequeña medida lo que será el gozo eterno de nuestras almas en la Casa del Padre.

d) Nueva disciplina (Génesis 35:6-8, 16-29)

El alma de Jacob está ahora en regla con Dios. Al parecer, amanecen para él días serenos, exentos de contrariedades y pesares; pero no: nuevos dolores lo atacan y lo abaten; una disciplina inesperada cae sobre él. Por todas partes la muerte llama a su puerta lo cubre con su velo luctuoso y hiere sus más caros afectos.

En medio del regocijo de Bet-el, en el preciso instante en que el patriarca ejercita su fidelidad mediante el abandono de los ídolos, muere Débora, la nodriza de su madre (35:8). El último recuerdo vívido de su madre –a la que no había vuelto a ver– desaparece a su vez. Jacob halla a Alón-bacut, la encina del llanto, en el mismo camino a Bet-el. La muerte de Débora recuerda necesariamente al patriarca la amargura de la disciplina merecida, haciéndole repasar su vida entera.

Después de Bet-el, “en el camino de Efrata, la cual es Belén”, muere Raquel, la amada (v. 19). Con ella se acaban todas las alegrías de la vida del patriarca. Porque dirá más tarde, conmovido aún por ese dolor: “Cuando yo venía de Padan-aram, se me murió Raquel en la tierra de Canaán, en el camino, como media legua de tierra viniendo a Efrata; y la sepulté allí en el camino de Efrata, que es Belén” (48:7). Muere dando a luz a Benoni, «el hijo de su tristeza», al que su padre llama Benjamín, «el hijo de la mano derecha». Llega al mundo en Belén, donde nacerá más tarde uno más grande que él, el Hijo de la diestra de Dios, el Cristo que vendrá con poder en medio de Israel. Aparentemente, Jacob lo perdió todo; su vida es quebrantada, pero lo es como lo había sido el seno de Raquel, para que, con el resplandor de su gloria futura, saliera el hijo de la diestra de su padre.

Más tarde, Jacob deplora amargamente la corrupción de su hijo Rubén, el “principio de su vigor” (49:3), salido de sus entrañas. “Lo cual llegó a saber Israel”, nos dice la Palabra sin otro comentario (35:22). El hombre de fe no murmura, pero el capítulo 49:3-4 nos muestra cómo juzgó él esa ofensa.

En los versículos 27-29 Jacob encuentra nuevamente a su padre en Hebrón, el lugar de la muerte, y sus relaciones con Esaú, su hermano según la carne, terminan en el sepulcro de Isaac.

Esta nueva disciplina destroza el corazón de Jacob, pero Dios lo quiere así en su solicitud para con su siervo. Es menester que éste aprenda a conocer el mundo bajo su verdadero aspecto, como una escena dominada por las tinieblas de la muerte y manchada por la espantosa corrupción del pecado; pero esta disciplina no tiene en manera alguna el carácter de las precedentes. Es preventiva y tiene por objeto formar a Jacob para el testimonio que Dios le confiará a continuación.

Esa misma forma de disciplina le fue también necesaria a Pablo, el gran apóstol de los gentiles, que seguía tan de cerca las pisadas de su Maestro. Cuando un ángel de Satanás hundía el aguijón en su carne abofeteándole, Dios prevenía el orgullo que podía surgir a causa de “la grandeza de las revelaciones” (2 Corintios 12:7). Cuando cada día moría, era a fin de que la muerte que actuaba en él pudiese obrar la vida en los demás (1 Corintios 15:31; 2 Corintios 4:12).

Jacob no se había atraído esta disciplina, sino que la gracia labraba así el instrumento del cual quería valerse. En cambio, Dios le dio tres cosas para ayudarle a soportar la prueba sin desmayo: la comunión con el Dios omnipotente, la posición de adorador en la Casa de Dios y el conocimiento (en figura) de un Cristo glorioso en la persona de Benjamín. Los sufrimientos actuales ¿son dignos de ser comparados don tales bendiciones? (Romanos 8:18).