En cierto momento de la vida de Pedro, el Señor había dicho a su restaurado discípulo: “Sígueme” (Juan 21:19). Ahora el apóstol nos transmite esa orden a cada uno de nosotros cuando nos dice que sigamos las pisadas del Señor. En la cristiandad, y aun en medio de verdaderos creyentes, esta exhortación es frecuentemente interpretada en un sentido a la vez muy vago y amplio. Aun los inconversos se apropian de estas palabras para dejar suponer que, si los hombres ponen en práctica los preceptos del sermón del monte, serán muy buenos cristianos y, por ende, asegurarán la salvación de sus almas.
Si acudimos al pasaje en el que se encuentra esta exhortación, notaremos por el contexto que ella se dirige a creyentes, es decir, a aquellos de los cuales el apóstol puede decir que han recibido la salvación de sus almas (1 Pedro 1:9). Fuera de la muerte expiatoria de Cristo y de la fe en su preciosa sangre, no puede haber salvación para un pecador. La exhortación a seguir las pisadas del Señor está dirigida, pues, sólo a creyentes y, lo que es más, está utilizada en un sentido muy particular. De modo que podemos discernir en estos versículos cuatro clases de pisadas.
Es evidente que, durante su vida terrenal, el Señor hizo una cantidad de cosas que no se nos exhorta a imitar. Cumplió obras poderosas e incluso resucitó muertos; habló como nunca nadie lo hizo. Y nosotros no somos exhortados a seguir sus huellas en ese aspecto. Por el contrario, las cuatro pisadas en que debemos seguirle se considera que están al alcance de todos los creyentes, del más joven al más viejo.
En primer lugar se nos recuerda que Él “no hizo pecado”(v. 22). Sabemos que fue de lugar en lugar haciendo el bien y, en esta epístola, más de una vez somos exhortados a practicar las buenos obras y a hacer el bien. Aquí, no obstante, la exhortación tiene forma negativa: debemos seguir sus pisadas en cuanto al hecho de que Él no cometió pecado.
Pase lo que pasare, cualesquiera sean los obstáculos que encontremos, los perjuicios que tengamos que soportar, los insultos que debamos sufrir, no tendremos excusa para pecar. Es relativamente fácil hacer el bien como benefactor, yendo en auxilio de las necesidades ajenas, mientras que resistir a las tentaciones no nos proporcionará, por lo general, más que oprobio. Es más difícil no pecar cuando se enfrenta una prueba que hacer el bien en circunstancias fáciles. El Señor fue perfecto en todas las circunstancias y cualesquiera sean las que nosotros debamos atravesar, nuestra primera preocupación debería ser la de seguir sus pisadas. Sí, el ejemplo de José le confirma (véase Génesis 39:7-20): vale más soportar que se nos perjudique que soportar el pecado, vale más perder nuestro vestido y aun nuestra libertad que perder nuestra condición de cristianos.
A continuación leemos: “Ni se halló engaño en su boca”(v. 22). Es la segunda pisada. Si bien Jesucristo fue dolorosamente probado por la maldad de los hombres, jamás hubo pregunta, respuesta o palabra salida de sus labios que fuera manchada por el menor indicio de engaño. Lamentablemente, algunas veces en nosotros la malicia y la envidia pueden esconderse detrás de nuestras palabras más blandas que mantequilla y más suaves que el aceite (Salmo 55:21). En Él, ningún motivo malsano se escondía tras sus bellas palabras.
La astucia estaba disimulada tras la pregunta aparentemente inocente de los religiosos fariseos cuando preguntaban: “¿Es lícito dar tributo a César, o no?”. Porque leemos que ellos maliciosamente procuraban “sorprenderle en alguna palabra” (Mateo 22:15-18). Como tenemos la carne en nosotros, nos es muy fácil engañarnos el uno al otro con lisonjas y cuestiones inocentes en apariencia. Lamentablemente, somos capaces de combatirnos con indirectas, incluso cuando nos dirigimos a Dios en oración pública. Entonces, ¡cuán justificada está la exhortación a seguir los pasos de aquel en cuya boca no se halló engaño!
Como tercera pisada de estas huellas admirables, se nos recuerda que el Señor Jesús fue aquel que “cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba” (v. 23). Ante los insultos y los ataques pérfidos, permanecía silencioso. Cuando fue llevado ante el concilio, “Jesús callaba”. Al ser acusado pro los judíos en presencia de Pilato, “no le respondió ni una palabra”. El burlón Herodes le interrogó largamente, “pero él nada le respondió” (Mateo 26:63; 27:12, 14; Lucas 23:9). ¡Qué provechoso nos será seguir sus pisadas y, en presencia de palabras pérfidas de los hombres –cualquiera fuese su origen– guardar silencio! Según otros pasajes, queda claro que el cristiano puede “rogar”, “exhortar” y aun “reprender” (Efesios 4:1; 2 Timoteo 4:2), pero nunca injuriar ni amenazar.
Finalmente viene la cuarta pisada; vemos que Jesús“encomendaba la causa al que juzga justamente”(v. 23). No pecar, no pronunciar palabras carentes de rectitud, guardar silencio ante palabras pérfidas, todo esto tiene un carácter negativo. Pero la última pisada es positiva. Si guardamos silencio ante los insultos, ello no quiere decir que no haya forma de responder a la maldad y a la perfidia, sino más bien que deberíamos dejar la respuesta en manos de Dios. “Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor” (Romanos 12:19). Y además: “El Señor juzgará a su pueblo” (Hebreos 10:30). Nuestro deber, pues, es seguir las pisadas del Señor Jesús y, ante los insultos, remitirnos al justo Juez. Recordemos también las palabras del profeta: “Bueno es Jehová a los que en él esperan, al alma que le busca. Bueno es esperar en silencio la salvación de Jehová” (Lamentaciones de Jeremías 3:25-26).
Aquí tenemos, pues, las cuatro pisadas impresas perfectamente por el Señor para que las sigamos. Para hacerlo nos es cuestión de ministerio o de cualquier forma de servicio que tenga alguna apariencia en este mundo o que nos ponga en evidencia ante el pueblo de Dios. ¿Estimamos que no hacer el mal, no hablar con malicia, guardar silencio ante las injurias y encomendarnos a Dios no es un programa que enaltezca? Sin embargo, tiene un maravilloso resultado: hace de nosotros hombres y mujeres en quienes Cristo puede ser reconocido. Dios nos guarde de rebajar el verdadero servicio para Cristo, pero no olvidemos que, por importante que éste sea, vale muy poco a los ojos de Dios si faltan las cuatro pisadas precedentes.
Recordemos que podemos hablar al igual que un orador y, sin embargo, no ser nada. Es posible que en el día de las recompensas ciertas bellas meditaciones que nos hayan valido la admiración de nuestros hermanos no sean sino viento, mientras que un reflejo de Cristo en nuestras vidas –quizá completamente olvidado por nosotros– brille con plena belleza y reciba su recompensa. De manera que nuestro andar en las pisadas de Cristo tal vez no atraiga las miradas de los hombres en la actualidad, pero nos procurará una amplia entrada en el reino venidero. Si hay un versículo que deberíamos recordar, es éste: “Pero muchos primeros serán postreros, y los postreros, primeros” (Marcos 10:31).