Los padres cristianos tenemos la seria responsabilidad de educar y enseñar fiel y cuidadosamente a nuestros hijos desde los primeros momentos de sus vidas. Es cierto que no podemos hacerlos cristianos, y mucho menos tratar de hacerlos cristianos formalistas e hipócritas. ¿Somos siquiera llamados a hacer que sean algo determinado? No, sencillamente somos exhortados a cumplir nuestro deber acerca de ellos, y el resto encomendárselo a Dios. Debemos criarlos “en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4).
Creemos que toda la enseñanza cristiana puede resumirse en dos proposiciones:
- Cuenta con Dios para educar a tus hijos.
- Edúcalos para Dios.
Proponerse la primera sin realizar la segunda es ligereza, y tratar de realizar la segunda sin la primera es impiedad; ambas juntas, por el contrario, resumen un cristianismo sano y práctico. Es un precioso privilegio de todos los padres cristianos poder contar con Dios con absoluta confianza. No obstante, es preciso tener presente que este privilegio va ligado a la responsabilidad.
Es imposible formular determinadas reglas para la educación de nuestros hijos. ¿Quién estaría en condiciones de explicitar normas completas sobre el contenido de la frase: “Criadlos en la disciplina y amonestación del Señor”? En estas breves palabras tenemos, de hecho, una regla de oro que lo abarca todo, desde la infancia hasta la edad adulta. Decimos «desde la infancia» porque estamos convencidos de que la verdadera formación cristiana debe comenzar en los primeros días de vida del niño. Se piensa poco en lo pronto que el niño comienza a observar y a asimilar todo lo que ve a su alrededor, en qué gran medida es receptivo de la atmósfera que le rodea. Nuestros hijos deben respirar diariamente el aire del amor, de la paz, de la pureza y de la justicia práctica. Si ven a sus padres andar en amor y en concordia, si ven que se relacionan con los demás de forma afectuosa, que tienen un corazón abierto para los necesitados y para los que sufren, recibirán imperceptiblemente el efecto asombroso que todo ello tiene en la formación de su carácter. ¡Qué efecto negativo debe producir en un niño el descubrimiento de miradas iracundas entre su padre y su madre y escuchar palabras hirientes! Y si esto persiste, si el padre contradice a la madre, si la madre rebaja al padre, ¿cómo podrá el niño prosperar en semejante atmósfera?
Inculcar en nuestros hijos la obligación de obedecer en forma incondicional es de fundamental importancia. Esto no soló no afectará el orden y la paz de nuestro hogar, sino que –lo cual es mucho más importante– está en directa relación con la honra debida a Dios y la realización práctica de su verdad. La Palabra dice: “Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres, porque esto es justo” (Efesios 6:1). Y más adelante: “Hijos obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor” (Colosenses 3:20).
Desde los primeros momentos de su vida el niño debe aprender a obedecer. Debe ser guiado para que se someta a la autoridad establecida por Dios y, de hecho, “en todo”. Si esto no ocurre desde el comienzo, experimentaremos más tarde que ello se hace casi imposible. Si se cede una vez a la voluntad del niño, ésta se desarrolla con asombrosa rapidez y, cuanto más se desarrolla, más difícil es doblegarla. Por lo tanto, nosotros padres cristianos, desde el principio debemos hacer valer nuestra autoridad con firmeza y determinación.
Sin perjuicio de ello, al mismo tiempo debemos manifestar a nuestros hijos toda la ternura y afabilidad de un corazón amante. Dureza y brusquedad no solamente son innecesarias, sino que con frecuencia dan prueba de una inadecuada forma de educar y de un mal carácter. Dios ha puesto la rienda y la vara de la autoridad en manos de los padres, pero es incomprensible y constituye una señal de flaqueza si continuamente estamos tirando de la rienda y blandiendo la vara. Si alguien está constantemente hablando de su autoridad, ello revela que su situación a ese respecto deja mucho que desear. La verdadera fuerza moral va siempre acompañada de tal dignidad que nunca puede ser mal interpretada.
El modo en que tratamos a nuestros hijos debería infundir en éstos la convicción de que así procuramos su propio bien, y que, si algo les denegamos o prohibimos es con aquel propósito únicamente y no con la intención de poner barreras a su alegría.
Cada hogar cristiano debería reflejar el carácter de Dios. Un espíritu celestial tendría que imperar en él. Pero ¿cómo? Sencillamente disponiendo lo necesario para que todo siga tras las pisadas de Jesús y procure manifestar su Espíritu.
Dios dice: “Pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma, y las ataréis como señal en vuestra mano, y serán por frontales entre vuestros ojos. Y las enseñaréis a vuestros hijos, hablando de ellas cuando te sientes en tu casa, cuando andes por el camino, cuando te acuestes, y cuando te levantes” (Deuteronomio 11:18-19).