Solamente recibimos una real bendición de la lectura de la Palabra cuando sentimos que ella nos habla directamente. ¿No es verdad que cada uno de nosotros puede poner su nombre delante de estas palabras del Señor: “Una cosa tengo que decirte” y que cada cual puede responder: “Di, Maestro”? Si lo hacemos, nos será de provecho y sumo bien para nuestras almas.
El Señor Jesús ansía nuestro amor y lo espera de nosotros. Cuando medimos nuestro amor hacia él, su corazón lo siente muy bien.
¡Qué riqueza encontramos en estos versículos de Lucas 7:36-50! Después de haber hablado del acreedor que había perdonado toda la deuda a sus deudores, el Señor pregunta a Simón: “Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más?” (v. 42). Tomemos la cuestión para nosotros personalmente. “Entré en tu casa” (v. 44). Jesús puede decir esto a cada uno. Vino a este mundo sin ser atraído por lo que pudiera hallar en nosotros. Y ¿cómo hemos recibido a este huésped maravilloso? Tal vez tú digas: «Lo recibí, creí en él, en sus palabras, conozco lo que hizo por mí». Está bien, mi amigo, pero, cuando entró en tu casa, no se prepararon refrigerios ni hubo una bienvenida cordial. “No me diste agua para mis pies... no me diste beso” (v. 44-45). Sin embargo, Él busca estas dos cosas en los que declaran ser suyos.
Pero continuemos y veamos lo que tiene todavía que decirnos, porque hay otras cosas por hacer. “No ungiste mi cabeza con aceite” (v. 46). ¿Lo sirves y adoras en la potencia del Espíritu Santo, representado por el aceite? ¿Derramas, por así decirlo, tu servicio a los pies de Cristo? No es la actividad lo que falta en nuestros días, pero lo importante es que todo sea hecho para él. Nuestros actos sólo tienen verdadero valor cuando son hechos delante de él, cuando son realizados para él. ¿Puedes decir: «Lo que hago es muy poco, pero lo hago para él, en la potencia del Espíritu de Dios y en su dependencia?». ¿Es éste realmente el caso? ¡Cuán necesario es formularse esta pregunta con toda seriedad!
¡De qué manera hermosa resalta en esta historia el amor personal y la devoción de esta mujer pecadora! (v. 37-38). Todo lo que ella hizo, lo hizo para su Salvador. Un solo motivo la impelía a obrar: Él solo y nada más que él era el blanco de su corazón y la preocupación de sus pensamientos. ¡Cuán bella es la dependencia de este amor! No toma consejos de nadie, no imita lo que otros hicieron, trae a los pies de Jesús todo lo que tiene. Ella sabía cómo era menester recibirle, cómo podía reconfortar su corazón, sabía darle el beso de bienvenida, el agua para lavar los pies de aquel que había venido hasta ella, y honrarle con su servicio.
Y ahora, ¿dónde busca Él la comprensión de sus pensamientos para su regocijo y confortación? “Entré en tu casa”, nos dice. ¿Está realmente en tu casa y en la mía, amado lector?
Pronto entraremos en la Casa celestial y ¿cuál será entonces nuestra bienvenida, nuestra confortación, nuestra dicha? ¿Nos dejará faltar alguna de esas cosas? Sabemos que nada nos faltará, aunque ahora nuestros corazones perezosos y tan fríos tengan dificultad para ofrecer al Señor lo que le pertenece. Pero en ese día bienaventurado, cuando seamos manifestados en la gloria, será el deleite de su corazón hacernos disfrutar de la plenitud de su amor. ¿Qué hará cuando lleguemos a la Casa de su Padre, para probarnos que somos los bienvenidos y los deseados? ¡Qué día maravilloso nos espera, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestras imperfecciones! Día que él aguarda para su propio gozo, cuando estemos con él y él con nosotros. ¿Amamos su aparición? ¿Laten nuestros corazones con más fuerza al pensar en nuestra próxima reunión con él? ¡Ojalá que este pensamiento provoque en nuestra vida práctica mayor devoción verdadera hacia él!
¡Qué maravillosa condescendencia oírle decir: “Entré en tu casa”! ¡Que su gran amor, el cual entenderemos entonces perfectamente, nos constriña a darle, en nuestro corazón, el refrigerio y la acogida que Él es tan feliz de recibir de nuestra parte! “Una cosa tengo que decirte”. Reflexionemos en lo que encierran estas palabras, meditemos en su deseo de que nuestro amor responda a su amor. ¡Que podamos escuchar su voz y obedecerle!