Las pruebas

Si hay un libro que hable de gozos y bienaventuranzas, de cantos de triunfo y alegría, es la Biblia. Si hay un libro que hable también de tribulaciones, tristezas e innumerables pruebas, es asimismo la Biblia. Ella no clasifica estas experiencias metódicamente, pues están repartidas en todas partes y se mezclan a toda época y acontecimiento. Ella nos revela, además, que estas penas de los seres humanos son consecuencias del pecado.

Los gozos del comienzo eran frutos de la armonía de las leyes, de los principios y del orden establecido por Dios en la creación. Todo ello lo perturbó el pecado, el cual, al mismo tiempo, arruinó el corazón humano. Los nuevos gozos, espirituales y profundos, que nos proporciona el Evangelio son fruto de la gracia de Dios que obra en nuestro corazón o a nuestro favor. Las penas y los gozos se encuentran, sucediéndose o entremezclándose, desde el Génesis hasta el Apocalipsis bajo los aspectos más diversos. Frecuentemente van juntos cuando se trata de creyentes.

En cuanto a nuestras pruebas, pueden ser públicas o estar ocultas, pueden ser breves o prolongadas, brutales o progresivas y pueden ir desde el simple pinchazo hasta las cosas más graves. Sea por designios misteriosos o con fines evidentes, por medio de abierta intervención o de oculta providencia, Dios tiene en todo una decisiva participación. El Diablo también, pero en forma solapada. El hombre, lamentablemente, con frecuencia participa en el juego con su corazón, su lengua y aun sus manos.

La tierra y el mundo entero son el ámbito de las pruebas. Ellas nos impactan desde la cuna y nos siguen hasta la muerte, cambian mil veces de rostro y de forma y afectan a todos los aspectos de la vida, pero no cesan jamás. Debemos aprender a discernir en ellas el dedo de Dios, “que lo cumple todo por nosotros” (Salmo 57:2, V.M.). Son irritantes cuando provienen de la dura mano del hombre; nos entristecen y nos agotan cuando a nuestros débiles ojos no son sino circunstancias engendradas por nosotros. A veces se mezclan con la angustia y el terror que nos puede infundir el “rey de los espantos” (Job 18:14). Incluso pueden ser ardientes como un horno, profundas como los abismos, terribles como espadas o pérfidas como venenos ocultos.

Y el hombre viene a este mundo para encontrar tales miserias múltiples y temibles, las que a menudo caen sobre él cuando menos las espera.

Felizmente contamos con Dios. Los sufrimientos —como los gozos— tienen un Padre. Dios los dispensa y los regula. Por eso nada es suerte o casualidad para el hombre. Todos somos obra de sus manos. “La aflicción no sale del polvo” (Job 5:6). “¿Quién será aquel que diga que sucedió algo que el Señor no mandó?” (Lamentaciones de Jeremías 3:37). Su Palabra, por ejemplo en el libro de Job, nos lo revela abundantemente. Muestra a los justos las secretas fuentes de sus pruebas, las visibles medidas de éstas, su perfecto control y sus benditas liberaciones; en resumen, nos revela los designios de Dios.

¡Ojalá que los afligidos lean la Biblia con oración y constancia! Ella les instruirá acerca de los caminos de Dios como jamás criatura alguna podría hacerlo, enseñando al espíritu, sondeando el corazón, esclareciendo la conciencia, y todo ello de una manera benévola y provechosa. Ella les mostrará también que sólo Uno puede y quiere —con real sabiduría y útil poder, con entera gracia, sin cansarse ni equivocarse jamás— vigilar atentamente todos los movimientos, todas las escenas del drama que protagonizamos y todos sus efectos sobre nosotros, sus amadas criaturas. La Biblia nos dirá cuánto nos ama Dios y cómo querría instruirnos, advertirnos, santificarnos, liberarnos, enriquecernos y colmarnos. Por eso Dios ha hecho de esta pobre tierra su inmenso colegio. ¿Quién nos dirá el número de las escuelas que lo forman, cuántos profesores emplea, cuántos ejercicios e instrucciones son dados en miles y miles de lecciones? “Bienaventurado el hombre que me escucha, velando a mis puertas cada día” (Proverbios 8:34). Dios se revela allí maravillosamente paciente y, como en todo, en ese sentido su sabiduría no tiene límites. Dulce y humilde de corazón, el Señor fue el Hombre de dolores que recibió, en lo profundo de todas las tribulaciones, lengua de sabios para saber sostener con una palabra oportuna a aquellos que están cansados y agobiados de males (Isaías 50:4). Dios lo hace todo, instruyéndoles. “¿Qué enseñador semejante a él?” (Job 36:22). Él conoce perfectamente el corazón de cada uno y sabe discernir lo que conviene en cada caso y en cada momento.

¡Con qué sabiduría supo Dios atender al ladino Jacob durante toda su vida; a un David, tanto antes como después de su caída; a un Daniel humillado, exiliado, aunque de estirpe noble; a un Job demasiado justo a sus propios ojos; a un José, a un Samuel o a un Jeremías temeroso a causa de profundas sensibilidades; a todos los profetas, a todos los apóstoles, a un Pablo tan débil y poderoso a la vez! Se interesó por sus peregrinos, por sus testigos, por sus siervos, por sus guerreros. Hizo lo propio por sus tribus y por todas las naciones, ignorantes en cuanto a Dios, y rebeldes. Es Él quien “enseña al hombre la ciencia” (Salmo 94:10). Si le aflige, no lo hace por gusto, sino para su bien. ¡Hace falta que el hombre sea verdaderamente estúpido, endurecido y rebelde para no aceptar sus cuidados! El capítulo 1 de los Proverbios nos muestra la triste suerte del insensato que cierra su oído y su corazón, que desprecia el amor divino ¡y así se prepara a sí mismo para el terrible día de la cólera y el juicio!

Volvamos a las pruebas del creyente y consideremos cuán inclinados somos a ver en ellas señales del disfavor de Dios, de su reprobación y a menudo de sus castigos. Podría ser así a veces, aunque no sean ésos los recursos que Dios acostumbra emplear. Él se sirve de las pruebas más bien con el designio de bendecir y de enriquecer a los suyos.

En realidad les santifica, les lava sus pies, les quita sus escorias, les limpia las profundidades de sus almas, pues quiere restaurar todo su ser moral, ya que necesita sarmientos limpios para que puedan llevar mucho fruto. Por tanto, quiere que los suyos sean siempre conformes a la santidad de su Nombre.

Cristo es el Revelador del Dios viviente y conoce todos sus designios; por eso, en la sucesión de las generaciones de la tierra, sabe preparar los elementos de cada una, casi siempre escogidos en los crisoles de la aflicción con una oportunidad y un tacto perfectos.

Tanto sin ley como bajo la ley, el hombre era un “hijo de ira” (Efesios 2:3), motivo por el cual Elías argumentó contra Israel. Pero Dios, quien no se place en la muerte del pecador; quería cumplir las promesas incondicionales hechas a los patriarcas y no podía sino conceder gracia, por lo que el profeta del juicio fue puesto de lado. Entonces fue llamado Eliseo, el profeta de la gracia. Cuando Elías le encontró, trabajaba Eliseo con doce yuntas de bueyes (1 Reyes 19:19). Frente al corazón de Dios, abierto y lleno de gracia, está el corazón del hombre, duro y cerrado. Para abrirlo, es necesario trabajarlo; de ahí la imagen de Eliseo y la expresión del apóstol Pablo: “Vosotros sois labranza de Dios” (1 Corintios 3:9). El Señor, labrador de los vastos campos de Dios, trabaja por toda la tierra. Él también, a su manera, tiene sus doce yuntas de bueyes. ¡Qué sabiduría y qué gracia le son necesarias! (Isaías 28:23-29). En los largos surcos de la aflicción —y tras un tiempo de rastrillaje— El Señor sembrará una simiente de vida que crecerá en una tierra bien preparada, porque también su sol y su lluvia la harán pros­perar.

Dios vigila también en otros ámbitos, pues provee todo lo necesario para el cuidado y la buena marcha de su Casa. Instruye a todos cuantos son admitidos en ella para que cada uno aprenda a conducirse allí y a servirle según la voluntad divina. Vemos también en el Salmo 101 que Él mantiene el bien y quita el mal de su Casa, pues es preciso que sea santificado en aquellos que se acercan a Él, y no es poco lo que para ello tiene que hacer en nuestros corazones.

Luego, siendo justificados sobre el principio de la fe, ¿no es necesario que los justos vivan por fe? (Hebreos 10:38). Jesucristo es el Autor de nuestra salvación (2:10). Él nos proporcionará, pues, circunstancias de naturaleza tal que estemos obligados a aprender a contar sólo con Dios. ¡Muchas veces esto implica pasar por el día de la angustia!

Cristo mismo pasó por este camino y en él se manifestó también como el consumador de la fe en todos los aspectos, bajo todo punto de vista, del principio al fin, de un extremo al otro, hasta las profundidades insondables a las que descendió por nosotros. Y fue hallado perfecto. En medio del sufrimiento por el que tenemos que andar, contamos, pues, con un modelo al que mirar, a fin de que, enseñados y fortalecidos por Él, nunca nos sintamos desalentados.

Y ahora, el Autor de la gran salvación de Dios ha hecho, de aquellos a quienes rescató, un reino de sacerdotes para Dios (Apocalipsis 1:6). Es necesario también instruirlos y formarlos. No todos han llegado al mismo nivel, sea en santidad práctica, sea en inteligencia espiritual, sea en cercanía respecto de Dios, por medio de la comunión o la consagración del corazón. La adoración de los cristianos es rendida —con reverencia y santa magnificencia— en justa retribución de lo que se ha recibido! Ellos, “adoraron” (Apocalipsis 5:14; 11:16). Después viene la presentación, ante Él, de todos los homenajes del entorno, de toda una creación prosternada ante Dios, en la que cada categoría debe traducirlos, a su debido turno, con inteligencia y exactitud.

Es el momento del servicio de las ofrendas que ponen de relieve los diferentes aspectos de las maravillas de la cruz, el momento del servicio de los perfumes ofrecidos en adoraciones inefables o en intercesiones, el momento en que suenan todos los tan variados instrumentos del santuario, de los cuales las arpas son la expresión más elevada y perfecta. Son necesarios cantores con inmensa capacidad de inteligencia y maravillosos acordes. Como el rey David supo preparar cantos y salmos para las solemnidades del antiguo templo, el Sumo Sacerdote, quien dirige todos los conciertos de los cielos y del universo, los prepara por miríadas de miríadas. Incensarios, instrumentos de todas clases, sorprendentes cantores, todo es organizado por Él. ¡Qué obra verdaderamente grandiosa! Y nosotros sabemos por experiencia (el rey David es un notable ejemplo de ello) que el sufrimiento es un medio único para agrandar los horizontes del corazón y enriquecer su sensibilidad.

Siguiendo nuestro tema, sabemos que el Señor Jesús no se ocupa solamente en el servicio de los lugares santísimos. Es también el Señor de todos los servicios. Multitudes innumerables deben estar ante él, quien ha previsto para cada uno su tarea. ¡Y hay que saberla hacer! ¿Quién preparará? Le son necesarios siervos y testigos en número incalculable, ministerios renovados sin cesar merced a los más variados dones. Cada uno debe ser llamado, formado, conducido, fortalecido. Entonces es necesario que sean vaciados de sí mismos para que Cristo pueda llenarlos, que sean quebrantados para que él les fortalezca, que sean conscientes de su nulidad para que él pueda bendecirlos. El apóstol Pablo, por ejemplo, hizo la experiencia de lo que ello puede costar. No todos serán conducidos tan lejos, pero todos serán así preparados, según la importancia de los cargos o de los servicios confiados.

Y ahora, si pensamos en la Iglesia, ¿qué encontramos? Ella es el Cuerpo de Cristo y Él la Cabeza y el Señor de ella. Aquí también cada uno debe crecer para ser un miembro útil, “según la actividad propia de cada miembro” (Efesios 4:16). El amor debe ser activo, mientras que el egoísmo, la vanagloria y el propio valer deben ser excluidos. Luego, el Jefe debe ser conocido por todos, el Señor debe ser temido y cada miembro debe depender de la Cabeza.

Las funciones armoniosas de un cuerpo que goza de buena salud son maravillas de sabiduría, de poder y de amor. Si un cabello es una maravilla, ¡cuánto más un dedo, por no decir una oreja o un ojo... o lo demás! Según las necesidades, es Cristo quien mantiene, quien hace obrar y quien cuida a cada miembro del Cuerpo en esta Iglesia a la que Él ama tiernamente, alimenta y santifica (Efesios 5:25-29). Lo hace con un amor inefable, según el tenor de su llamado, de sus relaciones y de sus destinos. Ello puede exigir el quebrantamiento de la carne. Y Él la doblega o la consume por los medios apropiados a los aspectos en que ella tiende a manifestarse. ¡Qué tiernos y perseverantes cuidados nos dispensa! Ello se ve cuando es necesario reeducar uno de nuestros miembros que ha sufrido, aunque haya sido el pulgar de una mano. Pero el lado fisiológico de esta obra es más importante que el lado patológico. ¡Qué paciente trabajo de educador, qué conocimiento de todas las cosas necesita el gran Maestro para formar un miembro sano y hacerle apto para servir bien! ¡Cuántos ejercicios constantes, continuados, hasta que todo sea perfecto para su obra! (2 Timoteo 3:17).

Cristo es también el único Jefe de sus ejércitos (Joel 2:11; Apocalipsis 19:19): Él forma tropas aguerridas, sean de choque o de combate, con armas de todas clases. El Enemigo cambia de táctica sin cesar y cada época tiene sus batallas campales. Quien haya hecho la guerra, o al menos el servicio militar, sabe un poco lo que esto quiere decir, tanto para el jefe como para el soldado.

En este momento, Dios construye una casa, un edificio, cuyo fundamento es Cristo (1 Corintios 3:9,11); obra grandiosa y de belleza incomparable. Labra los materiales vivientes. Sacados de una cantera de tinieblas y muerte, son llevados a la luz de la vida; y luego, por un tiempo, a sus obras. Éstas son obras estables y sólidas de consecuencias eternas, moradas de amor y lugares de gloria.

Estos trabajos, hechos conforme a planos, son ejecutados con un arte perfecto. Evidentemente los picos, las sierras, las hachas, los martillos, las «herramientas de hierro» han sido necesarios. Las piedras han gemido, e incluso se han estremecido... Pero lo que cuenta es el fin. ¡Y qué fin es este “fin del Señor”! (Santiago 5:11). “Y aunque tu principio haya sido pequeño, tu postrer estado será muy grande” (Job 8:7). Él llevará todo a buen fin. Vea usted: Jacob adora, Job glorifica a Dios por Sus designios, y así ocurrirá con todos sus amados.

El Señor es un Orfebre —el único, el verdadero— para preparar todas las joyas de Dios (1 Pedro 1:7): las perlas de gran precio, todos los vasos finos para su palacio, ya sean de oro o de cristal. Sabe muy bien de qué serán hechos. ¿Quedamos maravillados al ver que nuestros pequeños vasos de barro son hechos de muy extraña y maravillosa manera, todos diferentes, pero todos del más puro estilo? Pequeños o grandes, Él los forma a todos como vasos nobles y perfectos, útiles para todo buen uso, vasos de honra y alabanza (Jeremías 18:4-6). Todos están prestos para días de abundancia de gozo, todos están destinados a contener algo de sus perfumes más puros o de sus tesoros más preciosos (2 Corintios 4:7). Todos forman una inmensa posesión de piedras preciosas, diferentes en color, en naturaleza, en gloria, pero apropiadas para todo, desde los fundamentos de su ciudad hasta las diademas de las coronas, las que finalmente sólo pueden ser echadas a sus pies (Apocalipsis 4:10). Todo es obra del «Maravilloso» artesano, el único escogido para hacer todo lo que debía ser hecho.

Él es también el Hortelano, el Señor de los grandes huertos de Dios (Génesis 13:10; Cantar de los Cantares 6:2-3). El Edén, hecho pálida y pobre memoria, no volverá más. Aproxímese, vea todas estas plantas por Él preparadas, injertadas, formadas y dispuestas. Provienen de todos los climas; sus colores y formas varían hasta el infinito. En estas maravillosas colecciones de plantas con flores, frutos y perfumes o de adorno y esplendor, cada una es pieza única.

Así, en todos los múltiples aspectos de la vida, Él continúa sus divinos trabajos, y otros que sin fin Él produce, como lo vemos en la primera creación.

El Padre ha puesto “todas las cosas” en las manos de su Hijo (Juan 3:35) y le ha establecido como Señor de todo, ingeniero y artesano perfecto para cumplir todo lo que debía ser hecho para gloria del Dios fuerte y para el corazón del Padre, lo mismo que para nuestra propia felicidad.

El Enemigo —llamado también el Destructor— ha estropeado, corrompido y destruido todo cuanto ha tocado, lo mismo que Adán y sus descendientes y muchas veces también nosotros, quienes por gracia somos “nuevas criaturas” (2 Corintios 5:17).

Pero el Señor lo ha hecho todo bien. Para satisfacción del Padre lo ha hecho de manera tal que cada cosa —hasta la más insignificante— está marcada por el misterioso sello de su propia excelencia. Si cada brizna de hierba lleva la firma de su mano, ¿cómo serán los esplendores de la gloria venidera?

¡Ah! para Dios su Padre, Él lo ha hecho todo con total sabiduría, poder, amor, belleza y perfección. Aun en su muerte obró así a fin de que todos supiesen que amaba a su Padre. Entregó su alma a la muerte y adquirió para Dios, con su sangre, a aquellos a los que quiso hacer siervos, reyes y sacerdotes, hijos y adoradores para Él (Apocalipsis 1:5-6). ¡Oh, qué gran amor! Y para nosotros, ¡qué gracia! Pero para realizar todo esto fue necesaria la obra de la cruz, primero para poner las bases, pero luego, para formar y llevar ese todo a la perfección, el sufrimiento fue uno de sus primeros e indispensables auxiliares.

Por eso en las epístolas, en las que vemos la salvación desplegada en todos sus numerosos aspectos, las tristezas de la tierra —y en consecuencia el sufrimiento— ocupan lugar preeminente entre los medios que contribuyen a lograr aquélla y que concurren a nuestro bien (Romanos 8:28). “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22).

Como toda aflicción proviene en definitiva de la presencia del pecado, no cabe duda de que hay en todo sufrimiento un cierto elemento de disciplina, al menos educativa. Pero no parece conforme a las Escrituras, ni al buen sentido, y ni siquiera a la experiencia, que este elemento sea el que predomine en sus designios. ¿No era en eso en lo que erraban los queridos amigos de Job?

Dios recurre a la disciplina si es necesario, pero es para Él obra extraña y desacostumbrada que entristece su corazón (Isaías 28:21). Su agrado y su gloria están en las obras positivas: salva, justifica, alimenta, consuela, edifica, enriquece.

Sí, somos los elementos variados y vivientes de una nueva creación, de la cual la primera no es más que el andamiaje y la obra preparatoria. Cada elemento, adquirido por Él a muy gran precio, está ahora dejado a su cuidado para su adecuada formación. Él asegura su crecimiento, su educación, su instrucción; lo talla o lo adorna y valoriza, y sus tribulaciones producen en rica medida, para gloria de Dios, un eterno peso de gloria (2 Corintios 4:17).

Él limita el peso y duración de aquéllas tribulaciones según nuestras débiles posibilidades humanas. Nos consuela mientras las atravesamos y nos multiplica sus cuidados particulares (2 Corintios 1:4). Por medio de una comunión constante y una vida íntima con Él, tengamos aún paciencia hasta el «resultado» total y maravilloso de sus designios acerca de cada uno de nosotros.

Al considerar tales verdades, alguien pudo decir: «Lo único temible sería una vida sin pruebas». Pero Aquel cuyo nombre es Admirable (Isaías 9:6) está ahí, en el comienzo de todas estas pruebas, en el fondo de todas ellas, durante su desarrollo (tan corto, después de todo); finalmente, está allí a su término y Él mismo ha fijado el magnífico propósito de ellas. Por eso, hasta entonces, consolémonos el uno al otro con las palabras de su amor.