Santificado para el Señor

“Conságrame todo primogénito... mío es” (Éxodo 13:2). Cuando Dios hizo perecer a manos del ángel destructor a todos los primogénitos de los egipcios (los herederos de todo el país de Egipto), excluyó a los primogénitos de los hijos de Israel, haciendo así diferencia entre los egipcios y los israelitas (Éxodo 11:7). No es que hubiera diferencia entre los dos pueblos, en cuanto a su estado natural, porque ambos estaban igualmente corrompidos y eran pecadores delante de Dios. Fue la gracia de Dios la que hizo diferencia, la gracia que reina por la justicia (Romanos 5:21). Dios no puede usar la gracia a expensas de su justicia. Por ello instituyó un sacrificio, un cordero sin defecto que debía morir en lugar de los primogénitos de Israel y cuya sangre debía ser rociada sobre los dos postes y el dintel de sus puertas, en las casas en que comerían la pascua (Éxodo 12). Allí donde se encontraba esa sangre, el juicio había hecho su obra (de manera prefigurada); un sacrificio puro, un sustituto había muerto, el juicio contra el pecado había sido ejecutado y Dios podía, al considerar la sangre, relevar de su juicio a las casas israelitas.

Este principio divino, a saber, que sólo la gracia puede hacer diferencia —y ello únicamente sobre el fundamento de la sangre expiatoria del Cordero— fue igualmente mantenido en las prescripciones ulteriores: “También redimirás al primogénito de tus hijos” (13:13). Con tal concepto, los primogénitos de los hijos de Israel eran colocados en un mismo pie de igualdad con el primogénito de un asno, animal impuro según la ley. ¡Es éste un hecho profundamente humillante, pero revelador de toda la grandeza de la gracia de Dios! Impuros por naturaleza, corrompidos, enteramente perdidos, los primogénitos de los israelitas fueron separados, santificados para Dios mediante la sangre del cordero. Son suyos.

La fiesta de los panes sin levadura estaba directamente vinculada al sacrificio del cordero pascual. Durante siete días no se debía ver nada leudado, ni levadura en todo el territorio de Israel (13:7). La levadura, figura del mal, del pecado en acción, no puede ser tolerada por el pueblo rescatado por el Señor. No puede haber nada en común entre un rescatado por el Señor —alguien santificado para Él— y el pecado. Durante siete días (siete es la cifra que expresa perfección en las cosas espirituales) o, dicho de otra manera, durante toda mi vida, debo caminar apartado de todo mal del que yo tenga conciencia, juzgando seriamente delante de Dios la raíz y la rama, el origen y el producto del mal (levadura y pan leudado).

“Y lo contarás en aquel día a tu hijo, diciendo: Se hace esto con motivo de lo que Jehová hizo conmigo cuando me sacó de Egipto” (13:8; compárese v. 14-16; 10:2; Deuteronomio 6:20-24). Esta prescripción es, a la vez, dulce y solemne; habla de un alto privilegio y de una santa responsabilidad. El creyente ha sido hecho una nueva criatura y no se pertenece más a sí mismo, sino a Aquel que le compró a muy elevado precio (1 Corintios 6:19-20). Ello debe ser evidente para nuestros allegados y para todos los que nos observan. El comportamiento del creyente debería llevar a esas almas a reflexionar profundamente y a darse cuenta de que el creyente tiene algo que ellas no poseen.

La responsabilidad de los padres cristianos frente a sus hijos es particularmente importante. Conocemos muy bien la influencia de nuestra conducta sobre nuestros hijos. Si un padre es negligente, superficial, mundano, no debe sorprenderse de que sus hijos se aparten del Señor y se vayan al mundo. ¿Cómo estamos obrando? ¿Les instruimos convenientemente acerca de las grandes cosas que Dios ha hecho a nuestro favor? ¿Advierten ellos todo esto como una señal sobre nuestra mano y como un memorial delante de nuestros ojos? (Éxodo 13:9). En otras palabras: los fines que perseguimos, los caminos por los que andamos, los objetos de nuestras miradas, la obra de nuestras manos, ¿está todo ello en armonía con nuestras declaraciones? Nuestra vida entera ¿es un andar apartado del mal y una consagración silenciosa a Aquel que nos ha santificado para sí mismo?