¡Nuestras palabras! ¡Ojalá que siempre puedan glorificar al Señor, quien nos oye! Ellas manifiestan el verdadero estado del corazón. Es necesario, pues, que ejerzamos una vigilancia constante para que lo que salga de nuestra boca sea verdaderamente para su gloria.
Es de desear que a la hora de la adoración en común, el domingo, nos presentemos ante Dios con la disposición que conviene a su santa presencia, con corazones libres y dichosos cuya alabanza pueda brotar por la acción del Espíritu Santo y ser el fruto de labios que confiesan su nombre (Hebreos 13:15).
Como nuestros nombres están escritos allá arriba, dentro de muy poco tiempo iremos a cumplir ese precioso servicio en la gloria, contemplando en medio del trono al Cordero inmolado. La alabanza, entonces, será perfecta. «En nuestros corazones llenos de gracia, él solo tendrá lugar, para siempre», dice un himno. En cambio, ¿qué pasa actualmente? Por desgracia, en nuestras reuniones de culto a menudo estamos distraídos y nuestros pensamientos vagan.
Ya que tenemos la feliz perspectiva de estar pronto en el cielo, adonde nos dirigimos, pensemos cuán grato es al corazón del Señor ver a los suyos considerándole a él, hablando de él el uno al otro como lo hacían los fieles en los sombríos días de Malaquías (Malaquías 3:16), o como esas almas piadosas que en Jerusalén esperaban la consolación de Israel y la liberación que les traería el Mesías prometido (Lucas 2:25-38). La actitud de ellos ofrece un llamativo contraste con la indiferencia del pueblo y de sus jefes ante el anuncio de los magos en cuanto al nacimiento del rey de los judíos (Mateo 2:1-6). Los escribas, pese a que sabían por la Escritura que el Cristo debía nacer en Belén, no fueron allí para ver al niño Jesús y adorarle. Ellos manifiestan la sequedad de corazón que corresponde a un conocimiento puramente intelectual de la Escritura.
¡Ojalá el Señor, en su gracia, nos dé corazones llenos de su amor y dispuestos así a hablar de él en nuestras casas, con los nuestros, y cuando nos encontramos con creyentes! ¡Está tan próximo el momento de la gran reunión en las nubes con nuestro amado Salvador!
En nuestras diversas actividades y relaciones en el transcurso de la semana ¡cuánta necesidad tenemos de estar atentos en cuanto al carácter de nuestras palabras! Ellas deben ser según verdad (Efesios 4:25) y estar llenas de gracia para con los demás (Efesios 4:29; Colosenses 4:6). En el seno de la familia de Dios, ante todo deben contribuir a la edificación (Judas 20; Romanos 14:19). “La palabra a su tiempo, ¡cuán buena es!“ (Proverbios 15:23). “Manzana de oro con figuras de plata, es la palabra dicha como conviene“ (25:11).
¿Quién de nosotros no siente profundamente la necesidad de ser conducido por el Señor en el servicio en favor de los enfermos, de los afligidos y de numerosas almas inquietas o indiferentes? Consolar y animar, pero también advertir, es nuestro deber de cristianos instruidos por la Palabra en cuanto a las promesas hechas a la fe y en cuanto a la terrible suerte que espera a los rebeldes. ¡Quiera darnos el Señor, para la multitud de afligidos, la palabra que sostiene y consuela, como también la de advertencia para los muchos que se oponen y para los discutidores! ¡El Señor nos ayude a dar un buen testimonio a todos aquellos a quienes él pone en nuestro camino!
El apóstol Santiago, muy práctico en su enseñanza, exhorta a sus amados hermanos a ser prontos para oír, tardos para hablar y tardos para airarse (Santiago 1:19). No olvidemos el efecto desastroso que puede tener una sola palabra irreflexiva, dura o liviana. ¡Estemos en guardia! Procuremos que la sabiduría caracterice cada una de nuestras palabras y cada una de nuestras sendas. En nuestro mundo corrupto, nuestros oídos de creyentes se sienten heridos al escuchar muchas palabras groseras y cargadas de odio y descontento que constituyen ofensas hechas a Dios, Creador y Salvador, quien ama a todos los hombres y quiere su dicha y salvación. Frente a tales palabras, nosotros, sus hijos por gracia, debemos manifestar al contrario un espíritu de agradecimiento, de dulzura y de sumisión que hable a la conciencia de nuestros semejantes.
Es importante también que recordemos que todo está escrito en el libro de Dios, incluso nuestras palabras, y que en su tribunal todo saldrá a la luz. Así, nos será dado un profundo sentimiento de la gracia que él nos habrá dispensado, lo que será un motivo más de la alabanza que le ofreceremos eternamente.
Entre tanto, digamos al Señor, como David, con un sincero deseo de agradarle: “Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Jehová, roca mía, y redentor mío“ (Salmo 19:14).