Eliseo, el varón de Dios /5

2 Reyes 5:1-27

11. La curación del leproso (2 Reyes 5:1-19)

Hasta aquí, Eliseo ha sido el ministro de la gracia de Dios en medio de Israel; ahora va a ser un canal de bendición para un extranjero. La gracia se extiende a un hombre de los gentiles.

Toda esta escena parece ser una prefiguración de la actual dispensación en la cual Israel es puesto de lado y el poder gubernamental es dado a los gentiles. Los tiempos de los gentiles son prefigurados por el hecho de que Dios había dado liberación a los sirios —el enemigo declarado de Israel— y de que los israelitas habían sido llevados cautivos. El poder había sido transferido a los gentiles y una muchacha de Israel había sido hecha cautiva. Durante este período, Dios usa de gracia para con el gentil.

En Naamán, vemos al hombre en su mejor estado. Socialmente, “era varón grande”; profesionalmente, era un hombre exitoso; y personalmente, era un hombre valeroso. Tal era Naamán a los ojos del mundo. No obstante, aquel que tiene el favor del rey y aparece como héroe nacional, es declarado leproso por Dios. La lepra es una adecuada figura del pecado bajo dos aspectos. El lado repulsivo de la enfermedad habla del carácter contaminante del pecado, que hace al hombre pecador por naturaleza. La incurabilidad de la enfermedad presenta la irremediable condición a la cual el pecado lo reduce. Como hombres caídos, somos no solamente pecadores por naturaleza, sino también incapaces de cambiar nuestro estado. Para ser bendecidos, dependemos de la gracia de Dios. La Palabra dice: “Por gracia sois salvos por medio de la fe… no por obras” (Efesios 2:8-9).

Así, la enfermedad de Naamán, vinculada a su irremediable condición, lo hacía un objeto propio de la gracia y la misericordia soberanas de Dios. Lo que daba a Naamán un lugar tan elevado ante el mundo no tenía ningún valor a los ojos de Dios. El Señor que, en Lucas 4:27, cita a Naamán como ilustración de la gracia que alcanza a un hombre de las naciones, no dice que en ese tiempo había muchos grandes hombres, hombres honorables ni hombres valerosos. Ninguna de esas cualidades habría hecho de él un objeto adecuado para la gracia; por eso dice: Había “muchos leprosos”.

Además, en esta bella escena, no solo vemos la actividad de la gracia para con el pecador, sino también la forma en la que Dios hace conocer esta gracia. Actúa de una forma tal que muestra la insignificancia de todo nuestro orgullo. “Lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia” (1 Corintios 1:27-29). De acuerdo con estos caminos de Dios, pasamos directamente de un “varón grande” a una “muchacha”, lejos de los suyos, en un país extranjero y en la humilde posición de sierva de la mujer de Naamán. Dios va a bendecir a aquel que, a los ojos del mundo, es un hombre grande, y, por eso, va a servirse en esta obra de gracia de una muchacha. Pero, si bien su posición en el mundo era insignificante, aunque fuera pequeña, su fe era grande. Puesto que puede decir: “Si rogase mi señor al profeta que está en Samaria, él lo sanaría de su lepra”. Este es ciertamente el lenguaje de la fe. Ella no dice que quizá podría aliviarlo y eventualmente curarlo, sino que, con la audacia y la confianza de la fe, dice: “él lo sanaría de su lepra”. Habla como alguien que conoce el poder curativo de la gracia. Naamán, como ya se ha dicho, podía sentir su mal; la muchacha conocía el remedio. Su confianza es tanto más notable por cuanto ella, durante el curso de su existencia, no había podido ver un solo caso de curación de lepra; puesto que el mismo Señor dice que en el tiempo de Eliseo había muchos leprosos pero “ninguno de ellos fue limpiado, sino Naamán el sirio”.

Las palabras de la muchacha producen efecto. Despiertan en el corazón de Naamán el deseo de ser curado. Pero el hombre natural no puede entender los caminos de la gracia. Lleno de sus propios pensamientos, no presta mucha atención a las palabras de la muchacha. Ella, con su conocimiento de la gracia y del poder de Dios, habla del profeta que está en Samaria; él, siguiendo sus pensamientos naturales, se vuelve hacia el rey de Siria, creyendo que la tan deseada bendición puede obtenerse a través de los grandes de la tierra mediante el pago de una gran cantidad de dinero.

El rey de Siria es una imagen del hombre en su autosuficiencia. Está bastante contento de que su siervo Naamán reciba la bendición, pero querría que la obtuviera a través de él. Entonces le dice: “Anda, ve, y yo enviaré cartas al rey de Israel”.

Un rey escribirá a otro rey. Pero Dios no pide el patrocinio de los reyes ni tampoco lo admite. La gracia está a disposición del culpable, ya sea que este culpable esté entre los de alto nivel del país o entre los humildes —un “varón grande” o “una muchacha”—, pero el patrocinio de los reyes no puede asegurarla, como tampoco el oro puede comprarla. Pero Naamán debe hacer la experiencia de que todos los esfuerzos del hombre para obtener la bendición solo llevan a degradar su condición. Va con sus presentes y las cartas del rey de Siria hacia el rey de Israel. Este es consciente de que solo Dios puede obrar en tal caso, pero no conoce al varón de Dios, mediante el cual la gracia de Dios es dispensada. Sin la fe en Dios y sin conocer al varón de Dios, llega a la conclusión de que el rey de Siria busca una ocasión contra él pidiéndole algo que está más allá del poder del hombre. Naamán comprende que es en vano dirigirse a un hombre, pero, aun así, no le viene al pensamiento ir hacia el profeta. Parece, pues, que todo ha terminado y que Naamán no tiene otra cosa que hacer sino volver a Siria en su mancilla y miseria.

Sin embargo, en ese momento Eliseo interviene, y se hace claramente notorio que, si no hubiese hablado, Naamán jamás hubiese venido hacia él, aunque al principio había oído hablar de ese profeta. No es diferente el caso en cuanto al pecador y Cristo. Bien podemos oír hablar de Cristo, pero está escrito: “Ninguno puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere” (Juan 6:44); y aún: “Ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado del Padre” (v. 65).

Después de la intervención de Eliseo, Naamán, que tanto desea la bendición, viene hacia el profeta. Finalmente ha llegado a la fuente correcta; pero no viene de la manera correcta. Todavía no está en condiciones de recibir la bendición. Viene con sus caballos y su carro y se para a las puertas de la casa de Eliseo. Los caballos y el carro nos hablan de la pompa y el orgullo del hombre. Naamán ha descubierto que el poder de los reyes no tiene efecto, que el dinero y los dones de nada sirven; ahora debe aprender que su propia grandeza e importancia no le aseguran la mínima atención de parte de Dios, que no hace acepción de personas. Por eso, aunque él oye el mensaje que, si se lo escucha y lo sigue, le traerá la curación, tal mensaje no hace ninguna mención de su dignidad. Eliseo no lo considera como un varón grande, honorable ni valeroso; lo ve simplemente como un leproso que necesita ser limpiado. No hace ningún caso de toda la pompa y grandeza de Naamán; tampoco busca glorificarse por la visita de este importante personaje. Le envía solamente un mensaje. De hecho, transmitir un mensaje siempre es el servicio del predicador.

Sin embargo, la naturaleza se rebela contra este trato. El orgullo del hombre quisiera recibir alguna consideración. Pero, si Naamán ha de recibir la bendición, eso solo es posible en el terreno de la gracia, y la gracia no reconoce ningún mérito en aquel que la recibe, sino no sería gracia. Por eso la soberana gracia es tan ofensiva para el hombre natural. “Naamán se fue enojado”, y el verdadero obstáculo para que reciba la bendición resultó ser la alta estima que tenía de sí mismo. “Yo decía para mí…” ¡he aquí el mal! Se decía que solamente debía quedarse sentado en el carro y que Eliseo saldría y estando en pie añadiría esplendor a la escena invocando el nombre de Jehová su Dios, mientras que tocaba con su mano alzada el lugar enfermo, y que así su lepra sanaría.

Además, a Naamán le repugna lavarse en el Jordán. Si es cuestión de lavarse en un río, con certeza que los grandes ríos de su propio país —el Abana y el Farfar— son mejores que todos los ríos de Israel. Igualmente hoy, más de un pecador admite la necesidad de un cambio moral en su vida, pero no un nuevo nacimiento. Los hombres se someterán a una reforma efectuada por medios humanos, pero no están dispuestos a ser dejados de lado en la muerte de Cristo. Naamán esperaba alguna escena teatral —que su curación sea efectuada con pompa— y he aquí que este príncipe entre los hombres es despedido con un mensaje breve y seco. Se le ordena, como habría sido dicho a cualquier desdichado, ir a lavarse siete veces en el Jordán que estaba abierto a todos. Era tratar al poderoso Naamán de una manera descomedida. El mensaje ignoraba toda su grandeza; y le proponía una cura accesible a cualquiera. Eliseo no habría podido tratar al individuo más insignificante del país con menos consideración. Este tratamiento y este mensaje eran intolerables para el gran general. “Y se volvió, y se fue enojado”.

¡Pues bien! De irse, más valía que se fuese furioso, porque al menos eso demostraba que estaba profundamente conmovido. Más valía responder de esa manera que declinar cortésmente la invitación de Dios con un “Te ruego que me excuses” (Lucas 14:18-19). Para estos últimos no hay esperanza; Dios los excusa y todo se termina para el hombre que se excusa ante Dios. Para el hombre que se va furioso, hay esperanza de que vuelva con mejor ánimo, porque al menos actúa en serio.

Naamán esperaba un gran alarde; a la naturaleza le gusta la pompa, lo sensacionalista y el sentimentalismo; pero Naamán debe aprender, como cualquier pecador, que el gran poder del Evangelio no estaba “en el terremoto”, ni en “el fuego”, sino en “un silbo apacible y delicado” (1 Reyes 19:11-12) de la palabra de Dios hablando a la consciencia.

Afortunadamente Naamán estaba rodeado de compañeros que pudieron razonar con él y convencerlo de su locura. La muchacha había dado su testimonio; el profeta había dado su mensaje, tan claro y preciso; ahora “sus criados se le acercaron” e hicieron valer la simplicidad del mensaje. Hay aquellos, hoy, que hacen la obra de la muchacha: invitan a que vengan a oír. Hay aquellos que dan el mensaje: los predicadores del Evangelio. Hay aquellos que intervienen delante de las almas individualmente a fin de que las dificultades y los obstáculos puedan ser quitados para que reciban el Evangelio. Así, con un interés lleno de afecto, los siervos intercedieron ante su amo. “Padre mío”, le dijeron, “si el profeta te mandara alguna gran cosa, ¿no la harías? ¿Cuánto más, diciéndote: Lávate, y serás limpio?” ¡Cuán bien estos siervos conocían a su amo! Era un varón grande y, durante su vida, había realizado grandes proezas. Había conseguido una elevada posición en los reinos de los hombres; pero, si quería entrar en el reino de los cielos, debía convertirse y hacerse como un niño. Y fue lo que sucedió; los argumentos de los siervos prevalecieron, puesto que leemos: “Él entonces descendió”. Su orgullo, su grandeza, su valor, todo lo que era como hombre natural fue abandonado como medio para obtener la bendición. Los reyes y los ricos presentes fueron abandonados; el Abana y el Farfar fueron olvidados y, en la obediencia de la fe, descendió y se zambulló siete veces en el Jordán, “conforme a la palabra del varón de Dios”. A los ojos del mundo este acto puede parecer el colmo de la locura, como lo es la predicación de la cruz para los sabios de este mundo. El Jordán significa la muerte, y en esta escena tipifica la muerte de Cristo que satisface las demandas de la santidad de Dios. Si el pecador debe ser limpiado de su culpabilidad, puede serlo solo sobre la base de la muerte de Cristo. Como figura, Naamán lo reconoció perfectamente, sin reserva, zambulléndose siete veces en el Jordán. Reconoció que había purificación solamente mediante las aguas de la muerte en las que fue llevado por la obediencia de la fe.

Lo mismo es con el pecador hoy día. La bendición solo puede llegarnos como gracia por la muerte y la resurrección de Cristo, y estamos bajo la eficacia de esta muerte por la fe en Cristo. El israelita, como también Naamán, era en su origen “un arameo a punto de perecer” (Deuteronomio 26:5) y, para él, el Jordán significaba el final de un período de su vida (la vida en el desierto), y la introducción en una nueva esfera. El Jordán demarcaba la frontera del territorio sirio. La muerte ponía fin al lazo con Siria. Zambulléndose en el Jordán, Naamán, en figura, ponía fin a su vida anterior y comenzaba una vida totalmente nueva; su carne se volvió como la de un niño. Su antiguo estado de leproso, en el que la corrupción y la muerte operaban, no convenía en absoluto delante de Dios, y lo excluía de su presencia. Eso fue resuelto por las aguas de la muerte. Una mala naturaleza no puede ser perdonada; se le debe poner fin con la muerte. Igualmente, para el creyente, la vieja naturaleza es condenada y puesta de lado en la muerte de Cristo. El alma que, en obediencia a la fe, se somete al medio de liberación de Dios, entra en una nueva vida.

El profeta enfatizó la importancia de esta lección prescribiendo lavarse siete veces, mostrando cuánta necesidad tenemos de aprender a fondo la lección de nuestra muerte con Cristo, que pone fin al estado en el que vivíamos para nosotros mismos, para que en vida nueva vivamos para Dios.

Para Naamán, el resultado fue que su carne se volvió como la carne de “un niño”. ¡Qué maravilloso cambio! El hombre que, al principio del relato, es descrito como un “varón grande”, llega a ser al final como “un niño”. Además, un nuevo espíritu lo poseía. El orgullo de un varón grande había cedido lugar a la humildad de un niño; puesto que leemos: “Y volvió al varón de Dios, él y toda su compañía, y se puso delante de él”. Ya no es un personaje importante sentado en su carro, sino un hombre humilde que se pone ante el profeta. Sin embargo, eso no es todo. Ha creído en su corazón, ahora debe hacer confesión con su boca: “He aquí ahora conozco que no hay Dios en toda la tierra, sino en Israel”. No solo está purificado, sino que es conducido a conocer a Dios. “Ahora conozco”, puede decir. El Evangelio que responde a nuestras necesidades, revela a Dios en nuestras almas.

Luego, quiso expresar su gratitud a aquel mediante el cual había sido tan ricamente bendecido. Eliseo rechaza el presente, temiendo que de alguna manera parezca falsificar la gracia de Dios a los ojos de este gentil que había recibido la bendición sin dinero y sin precio. Naamán, poseedor de grandes riquezas, sin duda tenía la costumbre de que todo podía ser comprado por el poder del dinero. Debe aprender, igual que el pecador hoy, que hay bendiciones más allá de cualquier bendición terrenal, y gozos que superan todo gozo terrenal. Recibe la vida que es eterna, la que todas las riquezas de este mundo no pueden comprar, aunque, lamentablemente, estas riquezas puedan cerrar el camino que conduce a la vida y a la bendición.

Además, el corazón de Naamán prorrumpió en alabanzas a Dios. Dice: “De aquí en adelante tu siervo no sacrificará holocausto ni ofrecerá sacrificio a otros dioses, sino a Jehová”.

Por último, el cambio operado en su vida se manifiesta por su conciencia ejercitada y delicada. De inmediato percibe que adorar a Dios era absolutamente incompatible con el hecho de inclinarse ante un ídolo en el templo de Rimón. No obstante, su posición oficial lo obligaría quizá a entrar en el templo del ídolo. Como respuesta a esta dificultad, la palabra de Eliseo es: “Ve en paz”. De ninguna manera esto significa que Eliseo aprobaba el hecho de que Naamán se prosternara ante el ídolo en el templo de Rimón. Veía que Naamán estaba ejercitado ante Dios, y, sin anticipar la dificultad, sabía que podía dejar con seguridad a Naamán con Dios. Bien podemos pensar que Naamán jamás entró en el templo de Rimón.

12. El criado del profeta (2 Reyes 5:20-27)

Muchas veces la Escritura pone ante nosotros a gente que mienten y engañan; pero no hay mentiroso más descarado que Giezi. Al igual que para Ananías y Safira, la codicia era para Giezi la raíz de la mentira.

La riqueza de Naamán —diez talentos de plata, y seis mil piezas de oro, y diez mudas de vestidos— había despertado la codicia no juzgada del corazón de Giezi. La necesidad de Naamán había hecho obrar la gracia de Dios en el profeta; la riqueza de Naamán despertó la codicia del criado de Eliseo. La gracia había traído la bendición a Naamán; la codicia de Giezi quiere desmentir esta gracia. Un hombre rico, bien dispuesto a hacer un donativo generoso, era una oportunidad demasiado buena como para que un hombre codicioso la dejara escapar.

Para satisfacer esta codicia, Giezi no retrocede ante ningún engaño. Sigue a Naamán y dice: “Mi señor me envía”; primera mentira. Luego, inventa la historia de los dos jóvenes de Efraín; segunda mentira. Una vez que recibió dos talentos de plata y dos vestidos nuevos, se vuelve con dos de los criados de Naamán para que le ayuden a llevar el don hasta un lugar secreto. Ir más lejos lo habría puesto en evidencia ante la casa de Eliseo; por eso se detiene en aquel lugar y manda a los hombres que se vayan. Después de haber escondido los bienes en la casa, “entró, y se puso delante de su señor”, hipócritamente como si nada hubiese pasado. Cuando Eliseo le pregunta de dónde venía, intenta esconder sus primeras mentiras con otra: “Tu siervo no ha ido a ninguna parte”. Una mentira trae consigo otras.

Su engaño es solemnemente desenmascarado. No solo el terrible pecado, con todos sus detalles, fue dado a conocer al profeta, sino también el motivo que lo inspiró. En el fondo del corazón de Giezi, estaba el deseo de alcanzar una posición social como propietario de olivares, viñas, ovejas, bueyes, siervos y siervas.

Al final, caída la máscara, el castigo sigue al juicio. Si Giezi había tomado riquezas de Naamán, también debe tomar su enfermedad. Había obtenido dos vestidos nuevos mediante la mentira y el engaño; también su piel es cambiada por el juicio de Dios. Y la lepra que recibe, la llevará consigo todos los días de su vida. La riqueza que obtuvo se gastará rápidamente; la lepra quedará. Las aguas del Jordán no purificarán a Giezi.

Vino ante su señor como un mentiroso; salió de delante de él leproso, blanco como la nieve. Apoderándose de las riquezas de Naamán, hereda su enfermedad y pierde su lugar de criado del profeta. Aparece una vez más en la corte del rey, pero ya no como criado de Eliseo.

Al ocuparse del pecado de Giezi, el profeta primero lo considera en relación con Dios y su gracia. ¿Qué efecto tendrá su acto en el testimonio de Dios? Ve que el pecado de Giezi da una visión totalmente falsa de la gracia de Dios. Eliseo tuvo cuidado de rechazar los presentes de Naamán, por temor a que este gentil pensara que las bendiciones de Dios podían obtenerse con dones. El pecado de Giezi tendía a hacer nulo este testimonio a la verdadera gracia de Dios. No era “tiempo” de tomar presentes. ¿No hay en esta escena tan solemne una advertencia para nosotros? Si permitimos en nuestro corazón un mal deseo o una codicia no juzgados, estaremos listos para caer en la tentación cuando se presente en nuestro camino. Además, un pecado conduce a otro. No podemos detenernos según nuestra conveniencia en el camino del pecado. Como alguien lo dijo: «Un hombre no puede detener su lancha a su antojo en los rápidos del río Niágara, antes de las famosas cataratas, pero sí podía haberlos evitado por completo».

Además, es evidente que una posición religiosa privilegiada no puede de por sí proteger a nadie contra un pecado grave. ¿Quién habría podido tener mayores ventajas que Giezi? Vivía en compañía de uno de los mayores profetas que el mundo ha conocido —alguien que muchas veces es llamado varón de Dios— y, sin embargo, Giezi cayó. “Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).

Finalmente, aprendemos que la práctica del pecado destruye todo sentido de la presencia y del poder de Dios. Giezi debió haber sido a menudo testigo del poder que el varón de Dios tenía de leer el corazón de los hombres y discernir el motivo de sus acciones. Nadie mejor que Giezi conocía esta capacidad que Dios había dado al profeta. Sin embargo, mientras Giezi buscaba satisfacer su codicia, tan oscurecido quedó su corazón bajo el dominio de esta pasión que, en el momento, perdió todo sentido de la presencia del Dios omnisciente.

Así pues, Giezi salió de la presencia del profeta bajo el juicio de Dios, tal como, más tarde, un pecador mucho mayor saldría de la presencia del Señor de noche (Juan 13:30) y Ananías y Safira caerían muertos bajo el juicio del Espíritu Santo.