“El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia (o longanimidad, V.M.),
benignidad, bondad, fe (o fidelidad, V.M.), mansedumbre, templanza.”
(Gálatas 5:22-23)
Para los creyentes que están casados, la esfera de las relaciones de pareja es la primera en la cual debe manifestarse el fruto del Espíritu, este resultado práctico de la vida divina en los que están guiados por el Espíritu (véase 5:18). Cuanto más un marido y su esposa progresen en la realización de este fruto, tanto más sólida y hermosa será su unión.
El amor
Dios no amó al mundo con vista a recibir amor a cambio. Si testimoniamos amor con la idea de recibir algo, no es verdaderamente amor. En todo caso no es el amor con el cual Dios nos amó. Los dos problemas en el matrimonio más frecuentes son el egoísmo y la indiferencia. El primero aparece cuando el marido o la mujer se ama sobre todo a sí mismo, y el segundo cuando los esposos se preocupan poco el uno del otro.
Marido cristiano, ¿amas a tu mujer? ¿La amas con dedicación, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella? (véase Efesios 5:25). ¿Estás dispuesto a renunciar a una parte de tu propio tiempo, a algunas de tus ocupaciones preferidas, y tal vez a algunos de tus amigos, para llenar de alegría a tu esposa? ¿Ya te preocupaste por descubrir lo que la hace feliz? Si sabes que a tu esposa no le gustan algunas de tus actividades, tómalo en cuenta y acepta dejar algo de lado. Y tú, esposa cristiana ¿amas a tu marido?
Tal vez se objetará: ¿Cómo puede estar bien nuestro matrimonio si soy el único que coopera? Quizá deberías estar más atento para ver los pequeños testimonios de amor de tu cónyuge y dejar ver tu agradecimiento por esto. Y aún si tienes la impresión que recibes poco a cambio, te queda el gran privilegio de amar y de dar como Cristo lo hizo. Murió por nosotros, siendo nosotros aún “impíos”, “pecadores”, y sus “enemigos” (Romanos 5:6-10).
Amados hermanos, amadas hermanas, “no nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gálatas 6:9).
El gozo, la paz
Si tanto el marido como su mujer conocen “el gozo de Jehová”, el cual es la fuerza de los creyentes (Nehemías 8:10), y si “la paz de Dios” gobierna en sus corazones (Colosenses 3:15), no les será difícil vivir juntos en la intimidad y la confianza en todos los aspectos de su vida. Cada uno se sentirá bien cuando esté cerca del otro. Tendrá la libertad de compartir sus pensamientos y sus sentimientos íntimos, sin tener miedo de entrar en contradicciones, humillado, sermoneado o burlado.
¡Que los esposos cristianos tomen tiempo para leer la Palabra de Dios y orar juntos! Esto llevó muchos matrimonios a experimentar una notable mejora en sus relaciones. De esta manera se hallan mejores caminos para resolver las dificultades o los conflictos. Quizás también se pongan a servir al Señor juntos más de lo que lo hacían antes. Cultivar una vida espiritual común seguramente llevará a una vida matrimonial en el gozo y en la paz.
Si, en cada decisión que se ha de tomar, introducimos al Señor y buscamos juntos su voluntad, evitaremos discusiones inútiles. En vez de hacer prevalecer nuestro propio punto de vista, nos esforzaremos de hallar juntos lo que el Señor desea para nosotros.
La paciencia (o longanimidad, V.M.)
Esta palabra expresa la paciencia para soportar los sufrimientos. En la vida de matrimonio, se trata de aceptar pacientemente las particularidades y las costumbres de su cónyuge, sin buscar cambiarlo conforme a su propio ideal. Si hay cosas que soportar, más vale orar al Señor por esto en vez de moralizar sin fin.
La fidelidad
El Antiguo Testamento coloca frente a nosotros numerosas advertencias contra la infidelidad conyugal, a la cual estamos expuestos por naturaleza. El Señor Jesús incrementa, por decirlo así, la enseñanza de la ley: “Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (Mateo 5:28). Y en los versículos siguientes, nos da un medio de salvaguardia: “Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti… Y si tu mano derecha te es ocasión de caer, córtala, y échala de ti” (v. 29-30). Hay situaciones en las cuales la tentación es extrema y la salvación está en huir, así como nos lo enseña la historia de José (Génesis 39:7-12). Está también el peligro pérfido y permanente de las “pasiones desordenadas” que la Palabra nos presenta como “lo terrenal en nosotros”, lo del viejo hombre que hemos de hacer morir (Colosenses 3:5).
La mansedumbre
La mansedumbre es el carácter del que no insiste en sus derechos. Esto incluye también la disposición a no pagar a nadie mal por mal (véase Romanos 12:17; 1 Tesalonicenses 5:15). La vida en común trae innumerables ocasiones de fricción que nuestro comportamiento puede agravar o suavizar. La acción del Espíritu en los esposos cristianos lleva a resolver ante el Señor, en amor y paz, los problemas que puedan surgir.
Aquel que está caracterizado por la mansedumbre también está dispuesto a reconocer sus culpas. La disposición a reconocer las palabras inapropiadas que se nos escaparon, o los comportamientos ofensivos que hemos podido tener, es un elemento decisivo para la dicha matrimonial.
Cuando uno está cansado, estresado, irritado por tal o tal cosa o ¡ay! de mal humor, puede suceder que diga o haga algo que no es sabio, y que le cause daño a su cónyuge y le ofenda. Demasiado seguido se toma esto a la ligera pensando: él (o ella) me conoce, él (o ella) muy bien sabe cómo soy. En vez de lamentar su mal comportamiento, se lo transfiere a su cónyuge por un intercambio de palabras poco amables hasta llegar a una situación de conflicto. Y si se encierran en el silencio, puede que sea aún peor. En tales situaciones —que ciertamente no glorifican a Dios— es imprescindible que cada uno reconozca sus faltas. Hay que estar conscientes de que son pecados de los cuales somos culpables ante Dios y ante una persona que hemos ofendido. Reconocer sus propias faltas no es decir: disculpa si lo que te dije te ha ofendido. Tales palabras no son una verdadera confesión. Solo echan la falta sobre el otro, porque tomó a mal lo que se dijo.
La templanza (o el autodominio)
El miembro de nuestro cuerpo que más nos cuesta controlar es nuestra lengua (véase Santiago 3:2-11). Las ofensas hechas con la lengua a menudo son más dolorosas y duraderas que las heridas corporales. “Hay hombres cuyas palabras son como golpes de espada” (Proverbios 12:18). Pero el libro de la sabiduría nos dice también: “La blanda respuesta quita la ira; mas la palabra áspera hace subir el furor” (15:1). Las palabras ofensivas y las humillaciones repetidas son un motivo frecuente de desunión en el matrimonio. Como el salmista, pidámosle a Dios su socorro para dominar nuestras palabras: “Pon guarda a mi boca, oh Jehová; guarda la puerta de mis labios” (Salmo 141:3). ¡Que Dios nos dé, en todos nuestros contactos fraternales, y en primer lugar en nuestra vida conyugal, la palabra “que sea buena para la necesaria edificación” (Efesios 4:29)! “Manzana de oro con figuras de plata es la palabra dicha como conviene” (Proverbios 25:11).