“Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos.
Ellos perecerán, mas tú permaneces; y todos ellos se envejecerán como una vestidura,
y como un vestido los envolverás, y serán mudados; pero tú eres el mismo, y tus años no acabarán.”
(Hebreos 1:10-12)
“Porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré; de manera que podemos decir confiadamente:
El Señor es mi ayudador; no temeré lo que me pueda hacer el hombre.”
(Hebreos 13:5-6)
“Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.”
(Hebreos 13:8)
Estamos en un mundo en el cual vemos envejecer y desaparecer todo. Y encima de todo está la sombra de la muerte, que tarde o temprano afecta a la familia más feliz y pone fin a muchas alegrías temporales. Realizamos cuán verdadero es que “el mundo pasa” (1 Juan 2:17). Pero desviemos nuestras miradas de este horizonte y fijémoslas en los cielos. Allí, por la fe, podemos hacer como Esteban que, “puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios” (Hechos 7:55). Felizmente, nuestro corazón puede decir al Señor: “Tú permaneces”.
Nuestros seres queridos parten, pero Él permanece. Es una bendición para todos los creyentes, y en toda circunstancia, tener la seguridad que Él permanece. Pero esta certeza es particularmente preciosa cuando estamos en el dolor del duelo. Cuando la muerte destruye una familia y vemos que las esperanzas terrenales desaparecen, entonces, levantemos los ojos hacia el Señor y digámosle: “Mas tú permaneces”. Y Él, mirando con compasión nuestros corazones quebrantados, nos responde: “No te desampararé, ni te dejaré”.
El primer creyente a quien se le dirigieron estas consoladoras y fortificantes palabras estaba en vísperas de un gran viaje (Génesis 28). Por la historia detallada que poseemos de su largo viaje, sabemos cuántos caminos difíciles implicaba, cuántos dolores y pruebas que traería, como también los momentos de gozo y las lecciones saludables que resultarían. Pero, en su gracia, Dios no advirtió a Jacob —porque de él se trata— para informarlo de los detalles del camino que tendría que seguir. Le dice: “He aquí, yo estoy contigo, y te guardaré por dondequiera que fueres, y volveré a traerte a esta tierra; porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho” (v. 15).
Jacob sabía la meta gloriosa de este viaje, porque Dios le había dicho: “...volveré a traerte a esta tierra”. Sabía que todas las familias de la tierra serían benditas en él y en su descendencia (v. 14). Sabía que, desde el principio de ese viaje hasta el último paso que lo volvería a traer al país prometido, no sería jamás abandonado.
Es también así para el creyente hoy. Y hasta, de una manera más profunda y un sentido más provechoso podemos apropiarnos de estas palabras consoladoras. Sabemos cuál es el punto de partida de nuestro viaje: nos hemos puesto de camino por la gracia de Dios que nos trajo la salvación. Y conocemos cuál es su meta: lo que la gracia comenzó se terminará en la gloria. La gracia nos abre el camino hacia la gloria, una gloria en la que seremos semejantes a Cristo, y estaremos por la eternidad junto a Él. Pero, entre el punto de partida —la gracia— y el punto de llegada —la gloria— se despliega todo nuestro camino de peregrinos a través de un mundo enemigo, caracterizado por el pecado y el sufrimiento. No sabemos lo que encontraremos en ese camino, pero sabemos una cosa: el Señor dijo: “No te desampararé, ni te dejaré” (Hebreos 13:5).
El Señor mismo —y no algún mensajero— nos dirige estas palabras de aliento. Él quiere estar cerca de los corazones tristes o ansiosos. Ningún otro puede acercarse a nosotros y decirnos con tanta dulzura: “No te desampararé, ni te dejaré”. Sus manos “vendan a los quebrantados de corazón” (Isaías 61:1), sus manos que fueron traspasadas sobre la cruz por amor a nosotros. La fe, que discierne lo que el Señor dijo, puede elevarse sobre este mundo caracterizado por el pecado, el sufrimiento y la muerte, diciendo confiadamente: “El Señor es mi ayudador; no temeré” (Hebreos 13:6).
Aquel que nos hace oír esta palabra de consuelo, que prometió estar con nosotros a cada paso de nuestro viaje, ya lo recorrió antes que nosotros. Alcanzó su meta gloriosa, “el cielo mismo para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Hebreos 9:24). En cierto modo dijo a los suyos afligidos: He seguido ese camino antes que ustedes como un extranjero en el mundo, como un viajero, como un “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:3). Conozco cada curva de la carretera. Conozco los lugares montañosos y las llanuras. Hay montañas que escalar, valles sombríos que pasar, ríos que atravesar, pero lo conozco todo. Subí las montañas, seguí las valles y pasé por las aguas. También atravesé el último valle, el de la sombra de muerte y alcancé la morada de la gloria. Ahora estoy sentado a la diestra de Dios y, desde mi trono de gloria, les sostendré, les ayudaré e intercederé por ustedes tanto como dure su viaje. Al final, vendré a buscarlos y les tomaré junto a mí “para que donde yo estoy, vosotros también estéis” (Juan 14:3). “Porque no te dejaré hasta que haya hecho lo que te he dicho” (Génesis 28:15).
Sin embargo, para los corazones enlutados, hay aún otra consolación en el Señor. No solamente podemos decirle: “Tú permaneces” sino agregar también: “Pero tú eres el mismo” (Hebreos 1:11-12).
Cuando miramos el pasado, vemos el rostro de varios que hemos conocido y amado, que ya no están y esto nos llena de tristeza. Pero nuestras almas se elevan más allá de la tristeza cuando levantamos los ojos y vemos a Aquel que no nos dejará nunca y que no cambiará jamás.
La expresión del primer capítulo: “Pero tú eres el mismo” encuentra una confirmación y un complemento en el último capítulo. Allí leemos: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (13:8). No solamente Jesús es el mismo, sino que hoy en el cielo es el mismo que ayer sobre la tierra.
Sin embargo sus circunstancias cambiaron completamente. Ayer era el pobre, aquel que no poseía nada, el hombre sin patria, el que no tenía donde “recostar la cabeza” (Lucas 9:58). Hoy tiene la majestad y la realeza en la gloria celestial. Se quitó para siempre los vestidos de su humillación y se revistió del vestido glorioso que conviene a su lugar en la gloria.
Pero si sus circunstancias cambiaron, su corazón no cambió. Múltiples coronas le son debidas y nos gozamos verle coronado como Señor de todo. Pero ninguna de las coronas que adornarán su cabeza cambiará jamás su corazón. Aquel que podía llorar con Marta y María (Juan 11:33-36) no cambió en absoluto. El corazón que estaba lleno de simpatía por la viuda de Naín (Lucas 7:11-15) está siempre lleno de compasión por los creyentes en el duelo. El tierno amor que consolaba el corazón quebrantado de Jairo dice todavía hoy al creyente en la pena: “No temas; cree solamente” (8:50).