La separación del pueblo de Dios
Cuando el muro de la santa ciudad hubo sido completamente restaurado y las puertas sólidamente reconstruidas, Jerusalén quedó nuevamente separada de las naciones idólatras que la rodeaban. Desde entonces, esta separación del pueblo de Dios debía mantenerse con medidas de vigilancia tomadas para alejar al enemigo. También era preciso que cada habitante de la ciudad —cuyo nombre es el del Eterno y sobre la cual sus ojos están continuamente fijos— estuviera en condiciones de reclamar su derecho a permanecer en ella. Por lo tanto debía restablecerse en ella un orden según Dios, y el pueblo, cuyos privilegios habían sido recuperados, tenía que estar consciente de su responsabilidad.
Estos hechos hablan claramente a nuestros corazones y conciencias en el tiempo presente, tan parecido, en muchos aspectos, al de Nehemías. En el actual desorden de la Iglesia es importante mantener el orden y la disciplina entre los dos o tres reunidos al nombre del Señor y adherirse firmemente a las enseñanzas de la Palabra para juzgar el mal en la Iglesia, porque “la santidad conviene a tu casa, oh Jehová, por los siglos y para siempre” (Salmo 93:5).
Tres oficios
Había tres clases de personas cuyos oficios fueron cuidadosamente establecidos por Nehemías: los porteros, los cantores y los levitas (v. 1).
1. Los porteros
Los porteros eran quienes vigilaban las puertas de la ciudad. Debían ejercer una constante vigilancia para que no entrase ningún elemento enemigo, contagioso o criminal. Estaban encargados de cerrar las puertas durante la noche y de no abrirlas hasta que calentase el sol (v. 3), es decir, hasta que las tinieblas hubiesen sido completamente disipadas. Satanás ama las tinieblas a favor de las cuales cumple su obra destructora. Por ello debemos velar y orar sin cesar en la noche que nos rodea. No somos de las tinieblas sino, al contrario, “hijos de la luz e hijos del día” (1 Tesalonicenses 5:5). Pertenecemos al día glorioso que nacerá cuando el sol de justicia difunda sus rayos sobre este mundo. Entonces la noche se habrá disipado y dará lugar a la gloriosa manifestación de Aquel a quien esperamos del cielo. “Por tanto, no durmamos como los demás, sino velemos y seamos sobrios” (1 Tesalonicenses 5:6). Imitemos a los sesenta valientes que rodeaban el lecho de Salomón, todos los cuales tenían espada y eran diestros en la guerra, llevando cada uno su espada ceñida sobre el muslo, a causa de los terrores de la noche (Cantar de los Cantares 3:7-8). Hasta que el Rey aparezca con gloria y poder, debemos defender sus derechos y su verdad, atacados durante la noche de su ausencia. Para ello tenemos necesidad de desechar las obras de las tinieblas y vestirnos las armas de la luz (Romanos 13:12).
Las puertas tenían que estar cerradas con barras para resistir los asaltos del enemigo. Una puerta insuficientemente acerrojada o desprovista de barras no es obstáculo para la entrada de ladrones. Éstos vienen “para hurtar y matar y destruir” (Juan 10:10). Por eso debemos vigilar las diversas puertas por las cuales tanto el adversario como el mundo pueden penetrar en nuestros corazones y en la Iglesia. Puede ser que, cuando fuimos llevados al conocimiento del Señor, hayamos juzgado al mundo en su conjunto y que, poco a poco, éste vuelva a influir en nosotros mediante los miles de vanidades que ofrece a nuestros corazones y que a menudo nos parecen inocentes e inofensivas para nosotros. Por eso dice el apóstol Juan: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo” (1 Juan 2:15).
Tanto en los tiempos de Nehemías como en los actuales, es de suma importancia el oficio de los porteros. Es preciso que aquellos a quienes Dios ha dotado para ser vigilantes (o sobreveedores) en la Iglesia guíen cuidadosamente al rebaño y velen particularmente por que los principios del mundo no se introduzcan entre los santos, tanto por medio de la recepción anticipada a la mesa del Señor de personas que no pertenecen a ella como por la invasión del mal moral o doctrinal (Hechos 9:26-27; 20:28-29).
Cada centinela debía estar en su puesto y cada uno “delante de su casa” (Nehemías 7:3). Todos los moradores de la ciudad, cualquiera fuese el servicio particular al que habían sido llamados, debían vigilar delante de sus casas. Es muy importante que todos los creyentes comprendan hoy su responsabilidad a este respecto. No sólo somos exhortados a no olvidar nuestros deberes para con la Iglesia —objeto de la constante solicitud del Señor— sino que debemos ejercer una vigilancia especial sobre nuestras casas, para que el mal y la mundanería no las invadan. No bastaba que Jerusalén estuviese rodeada por un muro; se necesitaba también una constante vigilancia de parte de cada uno de sus habitantes para no dejarse sorprender por el enemigo. Por importante que sea la posición de separación con cuanto esté en desacuerdo con la gloria del Señor —separación que nos es mandada por la Palabra—, ella no basta para llevar una conducta fiel en medio de la ruina. Se requiere, de parte de todos cuantos invocan su nombre, una separación interior de todo mal: “No os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones” (1 Pedro 3:14-15). Para ello, debemos juzgar todo el mal que anide allí, porque el Señor no puede asociarse a él, y, para librarnos del mismo, “padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18).
En contraste con las medidas de vigilancia ordenadas por el fiel Nehemías para guardar la ciudad, notemos que las puertas de la ciudad santa no estarán cerradas ni de día ni de noche (Apocalipsis 21:25), por ser perfecta la seguridad de la mansión celestial de los bienaventurados redimidos y por cuanto ya no podrá ser turbada por ningún enemigo ni comprometida por mancha alguna.
Al mando de quienes vigilaban las puertas de la ciudad se hallaban dos varones de Dios, escogidos por Nehemías para desempeñar tan importante cargo. Con la autoridad de la cual estaba investido por la confianza del rey y la sabiduría —fruto de su conducta fiel y piadosa para con Dios—, confiere este alto cargo a siervos calificados para cumplirlo. Así vemos también a Pablo tomar dos compañeros de servicio, Timoteo y Tito, a quienes, en virtud de su autoridad apostólica, les confiere el derecho de nombrar ancianos en las iglesias de los gentiles (1 Timoteo 3:2-7; Tito 1:5-9).
Hanani había demostrado su interés y solicitud por el pueblo al llevarle a su hermano Nehemías —quien en ese momento se hallaba en Susa— noticias de los que habían escapado del cautiverio y que estaban pasando por gran miseria y oprobio (Nehemías 1:1-2). Semejante afecto por este pobre residuo caro al corazón de Dios a pesar de su ruina, calificaba a Hanani para el elevado servicio que ahora le era confiado. Por haber sido fiel en la esfera de su administración, había adquirido “un grado honroso” (1 Timoteo 3:13). Tal es hoy también el caso de aquellos que se consagran a la tarea que les es confiada en la Casa de Dios.
El segundo de estos hombres puestos a la cabeza de la ciudad era Hananías, jefe de la fortaleza. ¡Cuán precioso es el testimonio que le rinde el Espíritu de Dios! “Era varón de verdad y temeroso de Dios, más que muchos” (Nehemías 7:2). En una reducida esfera, había tenido la oportunidad de manifestar su apego a aquel a quien deseaba servir fielmente. Por lo tanto, se le puede conceder un cargo más importante, al igual que a Hanani. ¡Qué honor para ese fiel testigo haber andado en tal senda con la aprobación de su Maestro!
2. Los cantores
Además de los porteros, Nehemías había establecido cantores. Si las puertas están bien vigiladas y el mal es mantenido a distancia, éstos pueden cumplir su servicio, el que consiste en alabar al Señor. Es sabido que, hoy en día, le corresponde llenar esta función a toda la Iglesia. Somos un sacerdocio santo, apartados “para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5). Si estamos separados y purificados del mal podremos, con corazones jubilosos y llenos de gratitud, ofrecer sin cesar, por medio de Cristo, a Dios nuestro Padre, un “sacrificio de alabanza” (Hebreos 13:15), fruto de nuestros labios que bendicen su nombre.
En una época de avivamiento y de retorno al orden por parte del pueblo de Dios, Nehemías restablece en sus funciones a los cantores dedicados, bajo el reinado de David, a alabar a Jehová en su Casa (1 Crónicas 25). Tras la larga noche de alejamiento y dispersión, durante la cual las arpas del pueblo cautivo habían quedado colgadas de los sauces de Babilonia, convenía a los que Jehová había salvado de mano de sus enemigos (Nehemías 9:27) y reunido alrededor de su santuario, celebrar su bondad que permanece para siempre.
Nos ocurre lo mismo hoy día. Ya que hemos sido arrancados de las tinieblas y de la confusión de una profesión sin vida, ¿no hemos de loar sin cesar a aquel que nos ha traído a su luz admirable? Los cantores, tomados de entre los levitas, quedaban “exentos de otros servicios, porque de día y de noche estaban en aquella obra” (1 Crónicas 9:33). En el glorioso día del reinado milenario, toda la creación participará del gozo del pueblo redimido.
¿Por qué hay hoy tan pocas acciones de gracias en nuestras iglesias? ¿Por qué en las casas de los redimidos no se oyen resonar cánticos para gloria de aquel que nos ama? ¿No se debe, en gran parte, a nuestra falta de vigilancia para mantener cerradas al enemigo las puertas de nuestras casas y de la Iglesia?
Bajo el reinado de Ezequías, cuando la Palabra de Dios había recobrado su autoridad en Israel y el pueblo, despertado de su sopor, se había reunido en Jerusalén para celebrar la Pascua y la fiesta de los panes sin levadura, por tres veces leemos que hubo gozo para quienes respondieron al llamamiento de Dios (2 Crónicas 30:21, 23 y 26).
3. Los levitas
El tercer servicio restablecido por Nehemías era el de los levitas, apartados para el tabernáculo, “hasta que Salomón edificó la casa de Jehová en Jerusalén” (1 Crónicas 6:32). Por disposición de David habían sido llamados a su ministerio a partir de los veinte años (23:27). Ya no tenían que llevar el tabernáculo como lo habían hecho en el desierto, por cuanto Jehová había “dado paz a su pueblo” (23:25). Su servicio era esencialmente el de la alabanza, como lo será el de todos los santos cuando hayamos alcanzado la perfección, al terminar el viaje de la Iglesia a través del desierto: “Bienaventurados los que habitan en tu casa; perpetuamente te alabarán” (Salmo 84:4). Mientras tanto, como los levitas, tenemos el privilegio de servir al Señor en esta tierra. “El que por mí entrare, será salvo; y entrará, y saldrá, y hallará pastos” (Juan 10:9). Como hemos recibido la salvación, al oír la voz del buen Pastor, tenemos la libertad de entrar en la presencia de Dios para adorarle y de salir al mundo para cumplir el servicio al cual Él nos llama. El Espíritu de Dios es el poder de nuestro culto, es en nosotros cual fuente que salta para vida eterna (Juan 4:14).
Así se tratara de cantores o de levitas, su actividad sólo podía ser bendecida si la de los porteros se cumplía con vigilancia. Repitamos que el servicio de la alabanza y cualquier otra clase de actividad para el Señor en esta tierra sólo pueden realizarse para su gloria si las puertas de nuestros corazones y las de la Iglesia están bien cerradas para el enemigo. Entonces el poder del Espíritu de Dios obrará sin trabas para gloria del Señor y bendición de las almas: “El que sacrifica alabanza me honrará; y al que ordenare su camino, le mostraré la salvación de Dios” (Salmo 50:23).
Salir fuera del campamento
Espaciosa era la ciudad, pero las casas edificadas y habitadas eran pocas (Nehemías 7:4). Dos motivos contribuían a ese penoso y humillante estado de cosas, adecuadas para ejercitar la fe de los dirigentes del pueblo. Muchos israelitas preferían sus comodidades en medio de las naciones gentiles al camino de renunciamiento por el cual les llevaba el llamamiento de Dios, quien habría tenido que inducirles a dejar la tierra del exilio para volver al país de Canaán. Luego, entre los que habían respondido a la proclama de Ciro y habían regresado a Judá, había pocos que sintieran bastante afecto por la ciudad santa como para abandonar sus campos y viñas y venir a morar en ella con el fin de engrosar las filas de sus defensores. Para eso era necesaria la comprensión de los pensamientos de Dios y el apego a sus intereses y a su testimonio que no todos tenían. Veremos más adelante que, por gracia especial, cierto número de israelitas se levantaron y consintieron en sacrificar sus comodidades para ocupar su sitio entre los guardas de la ciudad tan cara al corazón de Dios (Nehemías 11:1-2).
También hoy día hay bendición en el testimonio del Señor, pero un gran número de creyentes prefieren permanecer asociados al mundo religioso; para escapar al oprobio de Cristo, se rehúsan a salir fuera del campamento, privándose así del gozo de su aprobación íntima. Toda vez que estamos en vísperas del día en que veremos cara a cara a nuestro glorioso Señor, ojalá podamos discernir su voluntad y alistarnos bajo su bandera con corazones íntegros. Cuando David iba a ocupar el trono, los valientes de Isacar “sabían lo que Israel debía hacer” (1 Crónicas 12:32). ¿Qué convenía, a quienes penetraban en los pensamientos de Dios, sino colocarse al lado de su ungido despreciado y defender su causa?
Probar su genealogía
Ahora se llama la atención de Nehemías sobre otro asunto. Siente la necesidad de hacer buscar la genealogía de cada miembro de la congregación. Dice: “Entonces puso Dios en mi corazón que reuniese a los nobles y oficiales y al pueblo” (Nehemías 7:5). Sentía el efecto de su relación con Dios merced a una íntima comunión con Él. El Dios a quien pertenecía, con quien andaba y cuya voz oía, le indicaba el camino que tenía que seguir. Más tarde, Pablo podía decir en la prisión: “Mi Dios, pues, suplirá todo lo que os falta conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús” (Filipenses 4:19).
Es notable ver cómo todos los varones de Dios se han caracterizado por una estrecha dependencia de Él, en el camino de la fe. Podemos así conocer la piedad de Nehemías y el secreto de su energía. Quería asegurarse de que todos los moradores de Jerusalén eran realmente descendientes de Abraham y que tenían, por consiguiente, derecho de ciudadanos en la ciudad sobre la cual era invocado el nombre de Dios y en la cual había sido restaurado su testimonio.
El avivamiento producido por el Espíritu de Dios en el siglo pasado produjo resultados semejantes a los que vemos aquí y en el libro de Esdras. Los fieles a quienes Dios había separado para ir al encuentro del Esposo sentían la necesidad de asegurarse de que todos cuantos deseaban unirse a ellos para participar de los privilegios de la Iglesia podían probar su descendencia, es decir, su condición de hijos de Dios por haber confesado el nombre del Señor Jesús.
Conoce el Señor a los que son suyos
La poderosa acción del Espíritu de Dios tuvo por efecto recordar a los santos su llamamiento celestial y separarlos del mundo. Entendieron que sólo quienes comparten su común fe podían reconocerse como parte de la Iglesia de Dios en esta tierra y ser recibidos a la mesa del Señor. Como en tiempos de Esdras, los hubo que no pudieron probar su genealogía y que no pudieron participar del sacerdocio (Esdras 2:62). Conoce el Señor a los que son suyos y, en su venida, ningún miembro del cuerpo, del cual Él es la Cabeza glorificada, será dejado atrás. Todos serán introducidos en el gozo de su presencia. Sin embargo, para su testimonio en esta tierra, es indispensable que los frutos de la vida divina se manifiesten claramente en quienes participan de él y que así su genealogía, es decir, su condición de hijos de Dios, no pueda ser puesta en duda. “Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace justicia es nacido de él”. “Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida, en que amamos a los hermanos” (1 Juan 2:29; 3:14). Agreguemos aún que, si bien a menudo somos incapaces de distinguir entre los creyentes y el mundo, el Señor no se engaña respecto de quiénes son los que le pertenecen. Cuida de todos ellos y sabrá librarlos de las ligaduras que les retienen y llevarlos a una perfecta conformidad con Él en gloria.
Apreciación divina
La lista detallada de cuantos regresaron del cautiverio babilónico que nos da el Espíritu de Dios en este capítulo podría parecer fastidiosa e inútil. Pero, al contrario, nos enseña preciosas lecciones. Los anales de este mundo nos presentan los nombres de quienes realizaron hazañas y brillaron entre sus semejantes. Para figurar en el divino registro es necesario llenar otros requisitos distintos de aquéllos. Quienes habían sido avivados por el llamamiento del Todopoderoso y desearon volver al país de la promesa eran los únicos que merecían figurar en esta lista genealógica, reveladora del interés y de la solicitud de los cuales eran objeto de parte de Dios.
Hay en dicha lista siete categorías de personas: 1) los hombres del pueblo de Israel (v. 2); 2) los sacerdotes (v. 36); 3) los levitas (v. 40); 4) los cantores (v. 41); 5) los porteros (v. 42); 6) los sirvientes del templo (v. 43; netineos, V.M.); 7) los hijos de los siervos de Salomón (v. 55). Los netineos —cuyo nombre significa dados o consagrados— eran siervos de los levitas y ocupaban un lugar subalterno. Ese grupo estaba integrado por los gabaonitas, quienes eran “leñadores como aguadores para la casa de mi Dios” (Josué 9:23, V.M.), y por parte de los madianitas que habían sido librados del juicio (Números 31:3, 27, 47). A su vez, los siervos de Salomón eran descendientes de las naciones cananeas de quienes “hizo… la leva para los trabajos serviles hasta el día de hoy” (1 Reyes 9:21, V.M.). Resulta conmovedor que estas dos clases de personas asociadas al pueblo de Dios en un día de avivamiento y de poder, fueran extrañas a la raza de Abraham. A estos objetos de la soberana gracia de Dios los hallamos con otros monumentos de sus compasiones —de los cuales nos cuenta el Antiguo Testamento— en el recinto de la bendición que les estaba vedado por la ley. Vemos así cómo Dios, desde el principio de sus designios respecto del hombre culpable y perdido, muestra que “la misericordia triunfa sobre el juicio” (Santiago 2:13).
Si por una parte, Nehemías debía vigilar que la separación entre el pueblo de Dios y los gentiles fuese rigurosamente mantenida, por otra parte reconocía los derechos de la gracia que podía llamar a extranjeros para que formaran parte del conjunto de aquellos a quienes Dios había apartado para bendecirlos. Tal fue el caso de Rahab, la ramera de Jericó; de Rut, la moabita, y de tantos otros tizones arrebatados del fuego quienes un día exaltarán a aquel que les lavó en su sangre.
En cuanto a los que no hallaron su inscripción genealógica, fueron excluidos del sacerdocio (v. 64). Les dijo el gobernador que no comiesen de las cosas santas hasta que se levantase sacerdote de los de Urim y Tumim (v. 65). Nehemías entendía que, por profundo que fuese el interés que Dios tenía en la restauración de su pueblo, no podía identificarse públicamente con él restableciendo la gloria y el orden del reino. Era una obra incompleta, caracterizada por la imperfección; por lo tanto, el jefe del pueblo no quería resolver la dificultad relativa a aquellos cuya descendencia era incierta. Dejaba su solución para el día en que sería suscitado el glorioso sacerdote que tuviera la luz (Urim) y las perfecciones (Tumim) divinas. En aquel día que se acerca velozmente, la realeza y el sacerdocio serán reunidos en una sola Persona: el Hombre en otro tiempo humillado. Pondrá el universo entero bajo su cetro y tendrá dominio sobre todas las cosas, como verdadero Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, Rey de justicia y Rey de paz.
La Palabra de Dios, única guía de la fe
En espera de esa mañana sin nubes, seamos como ese residuo pobre y afligido que no pretendía restablecer un orden de cosas arruinado, sino que se aferraba a la Palabra de Dios, única guía de la fe en todas las edades, y llevaba a cabo una separación absoluta respecto de las naciones hundidas en las tinieblas. Imitemos a esos humildes siervos del santuario, los cuales —aunque indignos de tal privilegio— se habían adherido de corazón a los intereses de aquel que les había asociado a su morada y que se alegraban de tomar el camino del combate y el sufrimiento con los hijos de Israel vueltos del cautiverio babilónico. “Si alguno me sirve, sígame; y donde yo estuviere, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirviere, mi Padre le honrará” (Juan 12:26).