La doctrina es la enseñanza de los principios divinos. Las palabras «doctrina» y «enseñanza» son una sola y misma palabra en el texto original.
Cuando la Palabra de Dios habla de la doctrina en singular, se trata casi siempre de la sana doctrina, de la buena doctrina, de la doctrina según la piedad (1 Timoteo 1:10; 4:6; 6:3). El apóstol Juan, en su segunda epístola, habla de la doctrina de Cristo, es decir, de la verdad relativa a la persona de Cristo venido en carne a la tierra: “cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo —dice—, no tiene a Dios (v. 9).
Cuando habla en plural, siempre es cuestión de falsas doctrinas: “doctrinas diversas y extrañas” (Hebreos 13:9), “doctrinas de demonios” (1 Timoteo 4:1), por las cuales no debemos dejarnos seducir.
Nos es dicho de los creyentes de la primera hora, ante todo, que “perseveraban en la doctrina de los apóstoles”, es decir, en la enseñanza que proporcionaban los apóstoles en relación con la nueva época —el cristianismo— y luego “en la comunión… en el partimiento del pan y en la oración” (Hechos 2:42).
En los distintos aspectos del ministerio de la Palabra de Dios, la enseñanza doctrinal constituye el aspecto fundamental. Es presentado por medio de aquellos a quienes Dios ha dado a la Asamblea como “maestros”, es decir, los que enseñan (1 Corintios 12:28; Efesios 4:11). Sobre la base de esta sana enseñanza —que un día los hombres no sufrirán (2 Timoteo 4:3)— son presentadas las exhortaciones y las advertencias “para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error” (Efesios 4:14).