Principios que permanecen

La verdad de Dios no cambia jamás. El hombre puede dejar de mantenerla, pero la verdad permanece.

En los días más difíciles, la fe puede obrar porque ella se apoya sobre la verdad inalterable de Dios.

Todo lo que necesitamos es un ojo sencillo para glorificar a Dios, un corazón no compartido para honrar el nombre de Cristo, una firme dedicación a la Palabra de Dios y una humilde dependencia del Espíritu Santo.

Que Cristo y su gloria absorban totalmente nuestros corazones y sean el único fin de nuestras vidas.

Los hombres hablan de diferentes «iglesias», pero la Palabra de Dios habla de la Iglesia. En las iglesias de los hombres hay muchos miembros muertos. En la Iglesia que “es su cuerpo” no hay más que miembros que tienen la vida y están unidos a Cristo, la Cabeza viviente en el cielo.

La Iglesia nació el día de Pentecostés. Los santos del Antiguo Testamento, aunque verdaderamente eran hijos de Dios, no estaban unidos a un Cristo glorificado a la diestra de Dios. Cristo, hombre en la gloria celestial, es la Cabeza de la Iglesia, “la cual es su cuerpo”, y la Iglesia aquí en la tierra es “la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo” (Efesios 1:19-23).

Todos los verdaderos cristianos son miembros de esta Iglesia, en la cual no hay nadie que no sea un verdadero cristiano. Aunque los verdaderos cristianos estén ahora divididos y dispersos en las diversas iglesias imaginadas por los hombres, a los ojos de Dios ellos son uno y serán manifestados en gloria como siendo uno. Ellos deberían manifestar esta unidad en la tierra, pero, en su expresión visible, la Iglesia está en ruinas.

Dios no restablece jamás lo que el hombre echa a perder, pero queda un camino para la fe en estos tiempos difíciles y peligrosos. Cristo prometió estar presente allí donde dos o tres estuviesen reunidos en su nombre (Mateo 18:20). El privilegio de aquellos que se reúnen en su nombre es anunciar su muerte “hasta que él venga” (1 Corintios 11:26). El deber de aquellos que se reúnen así es recibir en el nombre del Señor a todos los que son sanos en la fe, que caminan piadosamente y que están separados de toda asociación que no se fundamente plenamente en la Biblia. Al reunirse en el nombre de Cristo, no tienen necesidad de un ministro o un presidente, porque Cristo está en medio de ellos. La adoración y la oración serán una realidad y la edificación tendrá lugar en la medida en que el Espíritu Santo no sea contristado por los individuos así reunidos y tenga libertad para obrar.

La Sagrada Escritura no reconoce otra calidad de miembro que la de miembro del cuerpo de Cristo. Excluir a alguien que es conocido como cristiano y que está separado de lo que deshonra a Cristo, es adoptar una posición sectaria.

Todo intento de restaurar la Iglesia tal como era en Pentecostés, probaría que la conciencia permanece insensible y conduciría a la confusión y la vergüenza. El privilegio de la fe, hasta que el Señor vuelva, consiste en que, pese a la debilidad, guarde la Palabra de Cristo y no niegue su nombre (Apocalipsis 3:8).

Cualesquiera sean las fallas de la Iglesia, ellas jamás deberían privar a los verdaderos creyentes del privilegio de anunciar la muerte del Señor hasta que él vuelva, como así tampoco deberían ser motivo para relevarles de la responsabilidad de hacerlo “en memoria de él” (1 Corintios 11:24).