Simón Pedro /4

Lucas 22:31-62 – Juan 13

8. Sacerdocio y comunión (Juan 13)

Lo ocurrido en la cena revela a Pedro un nuevo aspecto del carácter de Cristo y de su obra: su sacerdocio en relación con la comunión. En el monte santo, el discípulo había sido ya introducido en el lugar mismo de la comunión y había oído al Padre expresar la complacencia que su Hijo le producía, pero Pedro tenía que aprender lo que necesitaba para tener esta comunión, o para mantenerla, o para ser reintegrado a ella si la había perdido. Nosotros, como el discípulo en el capítulo 17 de Mateo, podemos gozar en alguna medida de nuestras relaciones con Dios, sin tener una real comunión con él. La comunión es tener un mismo pensamiento y un mismo sentir con el Padre y el Hijo. El Señor lo expresa en nuestro capítulo cuando le dice a Pedro: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (v. 8). ¿Participamos sin reserva de las apreciaciones, pensamientos y afectos de Cristo? ¿Compartimos con Dios un mismo juicio acerca del hombre, del mundo, del pecado, un mismo pensamiento en cuanto a la obra de Cristo y al valor de su sangre; sentimos el mismo afecto que el Hijo por el Padre y que el Padre por el Hijo; experimentamos un gozo común acerca de la perfección de Cristo; tenemos un pensamiento común con el Hijo en cuanto al Padre para glorificarle, agradarle, hacer su voluntad, confiarnos a él, gozar plenamente de su presencia?

¡Desgraciadamente, cuando se trata de cumplir estas cosas, tenemos la necesidad de confesar que apenas si conocemos esta comunión! En verdad, los instantes en que gozamos de la comunión divina están como sumergidos por el conjunto de nuestra vida cristiana. Y, no obstante, nada nos falta para tenerla siempre, pues poseemos la vida eterna que nos introduce en ella (1 Juan 1). Pero si la comunión nos es tan poco familiar, no nos contentemos con esa medida y, por otra parte, no nos desanimemos. Dios ha proveído a todo lo que reclamaba nuestra incapacidad y nuestras faltas por medio del sacerdocio de Cristo.

Este sacerdocio tiene como base el amor, manifestado una vez en la cruz, pero no agotado, pues sigue y seguirá siendo el mismo hasta el final: “Jesús... como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Juan 13:1). Al Señor no le bastó salvarnos; su amor quiere salvarnos hasta el fin, y a ello se dedica como sacerdote. “Tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente (hasta la perfección) a los que por él se acercan a Dios” (Hebreos 7:24-25). Nada puede detener y ni siquiera trabar este servicio sacerdotal en favor de los suyos. En el mismo momento de la traición de Judas (Juan 13:2) se ciñe para lavar los pies de sus discípulos. La posesión de todas las cosas, su propia dignidad como quien viene de Dios y está para ir a Dios, tampoco lo alejan de este empleo servil; muy por el contrario, se sirve de su gran poder para ponerlo, humillándose, para servir a sus amados (v. 3-4). Tal es el amor manifestado en el sacerdocio.

El sacerdocio de Cristo tiene múltiples funciones. Sin hablar de su necesidad “para hacer propiciación” (Hebreos 2:17, V.M.), la vemos en ejercicio “para socorrer a los que son tentados” (2:18) y para hacernos capaces de acercarnos “al trono de la gracia” (4:16). La vemos en actividad para que podamos tener comunión con el Señor ahí donde él está (Juan 13) y, finalmente, para hacernos volver a encontrar esta comunión cuando el pecado nos la ha hecho perder (1 Juan 2:1). Al ser ejercido a nuestro favor, este sacerdocio presenta dos caras: una del lado de Dios y otra del nuestro. Ante Dios está por nosotros, es nuestro intercesor, pero nos socorre de su parte.

Desde el punto de vista de la comunión, encontramos en nuestro capítulo el lado compasivo del sacerdocio. Cuando Jesús dice más tarde a Pedro: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:32), ello constituye la actividad del sacerdocio ante Dios para la restauración de su discípulo. Aquí vemos al Señor poniéndonos en contacto con la Palabra (el agua de purificación), la que él mismo aplica a nuestras conciencias y a nuestro andar, con el fin de darnos una parte actual —no futura— con él: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (Juan 13:8). Es lo que vemos con muy preciosos detalles en el tipo de la vaca alazana, en el capítulo 19 del libro de Números.

Pero, acerca de este sacerdocio de Cristo que así le era presentado, Pedro nada comprendía todavía y no podía entrar ahí donde Él quería introducirlo. Para ello le faltaban dos cosas, expresadas en estas dos frases: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después” (v. 7) y: “A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después” (v. 36). Estas dos cosas son el conocimiento y el poder.

Pedro sentía un verdadero afecto por el Señor, pero este sentimiento no lo pudo preservar de la más grave caída. Le faltaba algo indispensable: el conocimiento, cuya ausencia hasta ese momento la podemos comprobar en los hechos más significativos de su vida. Cuando decía: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (Mateo 16:22), era su afecto el que hablaba así, y, no obstante, en ese mismo momento, Pedro era un Satanás que, no conociendo el corazón de Cristo, osaba pensar que el Dios de amor consentiría en ser un egoísta. Cuando, en el monte, él decía: “Hagamos aquí tres enramadas: una para ti, otra para Moisés, y otra para Elías” (Mateo 17:4), también ello era expresión de su afecto por Jesús, pero el conocimiento de la gloria de esta persona le faltaba por completo, aunque sus ojos viesen la manifestación de ella. Ponía la gracia divina a un mismo nivel con la ley que “por medio de Moisés fue dada” (Juan 1:17) para condenar, y con la profecía que anunciaba el juicio. En la escena de las dracmas, el “sí” con que Pedro responde a la pregunta: “¿Vuestro Maestro no paga las dos dracmas?” (Mateo 17:24-25) también denota el afecto por su Maestro, a quien él pensaba honrar ante sus compatriotas, pero sin ningún conocimiento de la dignidad de aquel que era Dios, Creador, Señor del templo, Hijo del soberano sobre su trono. En un sentido, el conocimiento precede al afecto, porque, en el fondo, no es otra cosa que la comprensión, por medio del Espíritu Santo, de la obra, del amor y de la persona de Cristo; pero también aquél va detrás, porque el afecto por Cristo es el medio más excelente para conocerlo mejor. En este capítulo 13 de Juan, estas palabras de Pedro: “No me lavarás los pies jamás” denotan de nuevo su afecto, unido al sentimiento de la dignidad de Cristo, pero revelan ignorancia acerca del sacerdocio del Salvador y de un amor que encontraba su satisfacción en la abnegación del servicio. Luego, cuando el Señor le dice: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo” (v. 8), él pide que le lave no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza. Ciertamente, ese pedido era inspirado por su afecto hacia Cristo, porque estimaba como algo muy precioso tener parte con Él, pero ese afecto estaba acompañado por una ignorancia completa acerca de la obra que había cumplido la purificación una vez para siempre.1

En este conocimiento de la obra y del amor de Cristo se encuentra también el secreto de todas nuestras relaciones con nuestros hermanos. Como el Señor les había amado, los discípulos debían amarse unos a otros (Juan 13:34); como él les había lavado los pies, ellos también debían lavarse los pies unos a otros (v. 14). Al respecto, observemos de paso que, cuando nosotros mismos tenemos necesidad de ser restaurados por medio del sacerdocio, no es el momento indicado para que lo ejerzamos en favor de nuestros hermanos. En el tiempo de la ley, para hacer aspersión con el agua de la purificación sobre aquel que se había manchado con un muerto hacía falta un hombre puro que no se hubiese manchado a sí mismo (Números 19:11-20). Si carecemos de vigilancia en nuestro andar, perdemos —junto con la comunión, que es la consecuencia de aquélla— el gran privilegio de ejercer el servicio sacerdotal en favor de los demás.

Como ya lo hemos dicho, lo que le faltaba a Pedro en segundo lugar era el poder. Humanamente, lo caracterizaba una energía que le hacía afrontar las dificultades, pero, siendo ella una energía de la carne, no le hacía capaz de superarlas. “Aunque todos se escandalicen, yo no” (Marcos 14:29). “Mi vida pondré por ti” (Juan 13:37). “No te negaré” (Mateo 26:35). Tal es su lenguaje habitual. Siempre le guiaba el afecto, pero sin el poder divino; y este afecto no impide que el discípulo niegue a su Señor. El poder que le falta es el del Espíritu Santo, el que, además de ser exactamente lo opuesto al de la carne, únicamente se desarrolla en la medida en que la carne es juzgada. Hace falta, para que este poder se manifieste plenamente, que el hombre tenga conciencia de su completa impotencia.

Pedro no podía tener este conocimiento, ni este poder, antes de la muerte y la resurrección de Cristo, ni antes del don del Espíritu Santo, pero las experiencias que hizo, cuando todavía no poseía estas dos cosas, le fueron provechosas y lo son y lo serán para otros. En los Hechos, todo ha cambiado en el camino de Pedro. Se encuentra a cada paso conocimiento de Cristo, poder, olvido de sí mismo, acción bendita sobre los demás. Las cosas viejas pasaron; es el camino nuevo de un nuevo hombre.

9. Pedro entra en tentación (Lucas 22:31-62)

Pedro había aprendido, en la escena del lavamiento de los pies, lo que era necesario para estar en comunión con el Señor. Si se repasan las bendiciones desarrolladas ante él desde el principio de su carrera, parece ser que el círculo está completo y que no le queda nada que aprender. Pero le queda algo sin lo cual todas esas bendiciones no tendrían efecto: el conocimiento y el juicio de la carne y de su absoluta incapacidad ante Dios. Lucas 22:31 introduce esta nueva escena: Satanás había pedido que los pobres discípulos le fueran concedidos para zarandearlos como a trigo. Como en el caso de Job, el Enemigo se había presentado ante Dios para acusarlos. Prevaliéndose del momento favorable a sus designios —pues el Señor les sería retirado y estarían sin defensa exterior— él los había pedido para ponerlos en la zaranda, muy seguro de que no quedaría nada que Dios pudiese aceptar. Así, Satanás pensaba arrancárselos a Cristo, pero se equivocaba. Sin duda, como resultado del zarandeo no quedaría nada del hombre, pero lo que Dios había producido en los discípulos debía quedar. En su odio, Satanás ignora que, si bien tiene todo poder sobre la carne, no tiene ninguno sobre Dios y sobre lo que viene de él. Dios acuerda a Satanás su pedido, porque él tiene propósitos de gracia y de amor para con Pedro y los discípulos como en otro tiempo los había tenido para con Job. Simón va a ser abandonado en las manos del Enemigo para que aprenda a conocerse. Hacía falta este medio para bendecirlo; otro fue el adoptado para con Saulo de Tarso. Este último adquirió el conocimiento de sí mismo en su primer encuentro con Cristo, en el camino a Damasco (Hechos 9:3-5). Por penosa que haya sido la experiencia, tuvo la dicha de hacerla con Dios, y no se vio obligado a volver a pasar por ella. Desde el principio pudo decir: “Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 7:18), y también: “Nosotros... no teniendo confianza en la carne” (Filipenses 3:3). Antes de este encuentro, su carácter natural llegado a su total desarrollo, se había manifestado plenamente en sus frutos. Las circunstancias habían demostrado que su carne estaba animada —sin razón y sin causa— de la más terrible enemistad posible contra Cristo. Su conciencia —y él tenía mucha, pues dijo: “Yo ciertamente había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret” (Hechos 26:9)— lo había constituido en encarnizado enemigo de Jesús. Pedro, como lo hemos dicho frecuentemente, tenía mucho amor por el Señor. Si algo era capaz de impedirle que su carne obrara y que en cambio le permitiera tenerla sujeta, por cierto que era eso. ¡Sin embargo, su amor por Cristo no hacía más que infundir confianza a su carne! Incluso en Pablo, quien había aprendido su lección, la carne hubiese querido valerse de la comunión con Dios para enorgullecerse. A Pablo le hizo falta el ángel de Satanás para evitar que cayera y a Pedro le hizo falta la caída y la zaranda de Satanás para abrirle los ojos.

Pero, si bien el Enemigo había desplegado su actividad, Cristo se le adelantó y precedió al momento del zarandeo: “Yo he rogado por ti, que tu fe no falte” (Lucas 22:32). Había intercedido por Pedro incluso antes de que algo pasara en la conciencia del discípulo. La primera función del sacerdocio —la que se dirige a Dios— había tenido lugar sin que Pedro se enterara y con relación a una caída que aún no se había producido; la segunda función comienza después de la caída, cuando “vuelto el Señor, miró a Pedro” (v. 61) y alcanzó su conciencia. Una sola mirada de Cristo fue el punto de partida de todas las bendiciones que seguirían, cuando ella recordase al corazón del discípulo todo el amor que se había empleado para prevenir su caída, dándole seguridad de que este amor inagotable no se había alterado a causa de su infidelidad y finalmente tocara su conciencia para hacerle derramar el llanto amargo del arrepentimiento en presencia de la gracia.

Solamente entonces, Pedro, una vez vuelto, será capaz de fortalecer a sus hermanos (v. 32) y podrá empezar a obrar sobre el corazón y la conciencia de los demás. El servicio no se puede ejercer más que con el juicio de uno mismo. Todo lo que Pedro había aprendido anteriormente no podía calificarlo para desarrollar una acción bendita dirigida a sus hermanos; lo que lo hizo capaz fue el conocimiento de la gracia, cuyo punto de partida fue la experiencia que tuvo que hacer acerca de su absoluta indignidad.

Ahora el Señor deja que Pedro manifieste toda su confianza en sí mismo: “Señor, dispuesto estoy a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte” (v. 33). Dispuesto estoy: ¡por cierto que es la carne! ¡Dispuesto a afrontarlo todo! La carne, incluso advertida, tiene siempre confianza en ella misma. Si solamente tuviese un átomo de fuerza, la tan solemne advertencia del Salvador debería haberle impedido caer. Llega el momento en que Pedro, abandonado a sus propios recursos, acompaña al Señor a Getsemaní. El Maestro es dejado solo; ningún discípulo vela ni una hora con él. “Velad y orad” —les dice— “para que no entréis en tentación” (Mateo 26:41). Velar y orar es lo que hace Jesús. Si Pedro hubiese escuchado (dormía ante la tentación, así como dormía ante la gloria), la tentación lo hubiese encontrado preparado y en la dependencia de Dios, y no habría entrado en ella. Entrar en tentación, para seres carnales, era sucumbir. Sólo Cristo podía entrar en ella y salir divinamente victorioso, y esta victoria sólo la consigue por medio de la dependencia. Habría podido usar su poder para liberarse, pues vemos que ante su sola presencia sus enemigos retrocedían y caían en tierra; habría podido pedir legiones de ángeles, pero se somete, soporta la traición de Judas, abandona todos sus derechos (y ¡qué derechos!) entre las manos de los hombres, mudo como una oveja ante su trasquilador, sin una protesta, sin un murmullo. Pedro ni vela ni ora, entra en tentación y sucumbe enseguida. Impaciente, saca la espada para defenderse, derrama sangre en lugar de acompañar al Señor para ser afligido como él. Le sigue de lejos y entra en el patio del sumo sacerdote: la carne puede llevarle hasta ahí. En ese lugar, ¡toda su fuerza carnal se derrumba y se reduce a polvo ante la palabra de una sirvienta!

 

  • 1Digo «cumplido» porque, desde ese capítulo 13 hasta el final del capítulo 17, el Señor se nos presenta como si estuviera más allá de la cruz, ya que su hora había llegado para que pasase de este mundo al Padre.