Cómo Dios nos da la victoria

Una carta y su respuesta

La carta citada más abajo, escrita por un joven creyente, es típica de la experiencia que hacen muchos nuevos convertidos. Por eso reproducimos un extracto de ella con nuestra respuesta, teniendo confianza en que el Señor podrá utilizarla para ayudar a otros que pasan por iguales luchas.

 

  • Querido hermano:

«La lucha del Espíritu contra la carne es muy violenta en mi corazón y me hace desdichado. Me habían dicho que debía cesar de mirarme a mí mismo para mirar al Señor. Eso es lo que hago, pero, sin embargo, tengo la impresión de que sin cesar vuelvo a caer en mi estado precedente. Oro pidiendo ayuda y todo va bien durante cierto tiempo hasta que todo vuelve a empezar. Sé que el Señor me está enseñando cuán malo es mi corazón, pero yo quisiera que esto terminara, pues detesto disgustarlo. Sin embargo, me parece maravilloso que él me ame siempre, a pesar de todo. Se me ocurre que, desde que soy salvo, mi corazón es más malo que antes. Yo quisiera amar al Señor mucho más y permanecer siempre en la luz de su amor. Entonces, ¿debo alentar la esperanza de ser mejor o de que ningún mal aparezca en mí? Yo sé que él perdona mis pecados cuando se los confieso, pero mi deseo es no pecar más. Deseo servirle siempre con gozo y siempre agradarle».

 

  • Querido amigo:

Todos sus deseos de agradar al Señor y de servirle gozosamente son buenos y provienen del Espíritu de Dios. Pero usted dice: «Se me ocurre que mi corazón es más malo que antes» y pregunta: «¿Debo alentar la esperanza de ser mejor o de que ningún mal aparezca en mí?».

La primera lección —difícil de aprender— es ésta: su vieja naturaleza jamás será mejor. Ella no puede ser mejorada ni Dios intenta mejorarla. Lo que Dios ha hecho es condenarla y crucificarla. Cuando Cristo estaba en la cruz, estaba allí como su substituto. Dios le vio a usted allí, vio toda su vida y no solamente las cosas que usted dijo o hizo, sino todo lo que usted es en su naturaleza caída, recibida de Adán. Él entonces le condenó a muerte y ejecutó esta sentencia en la persona de Cristo, su substituto. De manera que su historia, tal como usted la vive actualmente, día tras día, es —por así decirlo— algo ya pasado para Dios; ella ha terminado para Dios con una sentencia de muerte y su ejecución. Por consiguiente, ya no hay más ninguna condenación para usted. “Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús” (Romanos 8:1). ¡Es la gran realidad del Evangelio de Dios! Dios no solamente juzgó sus pecados cuando Cristo los llevó en la cruz, sino que le juzgó, a usted mismo, como un ser por naturaleza tan pecador que nada bueno podía encontrar en usted. Todos esos descubrimientos que hace usted día tras día acerca de su naturaleza pecadora, Dios ya los hizo. Él les aplicó la muerte y terminó con eso para siempre. A partir de entonces nada de ello aparece ante Él como motivo de condenación, puesto que ya lo condenó en Cristo.

Veamos ahora otro lado de la cuestión. Dios le dio a usted una nueva naturaleza, una nueva vida, y también le dio su Espíritu Santo para que habite en su corazón. La nueva naturaleza ama lo que Dios ama; ella se deleita en hacer la voluntad de Dios y odia al pecado. Esta naturaleza jamás peca. Solamente la vieja naturaleza peca. Antes de ser salvo, usted estaba cegado por el pecado y por Satanás y, aunque su conciencia le haya condenado a causa de los pecados que cometía, usted jamás había experimentado que fuera congénitamente pecador por naturaleza. Pero ahora sus ojos están abiertos y usted tiene esta nueva naturaleza que ama a Dios y odia al pecado, experimenta, como nunca lo había hecho antes, cuán pecadora es su vieja naturaleza. Pero usted debe aprender que no hay ninguna esperanza de mejoramiento para esta vieja naturaleza. Aquí abajo usted jamás llegará a un estado tal que impida que algún mal surja en usted si no se mantiene en constante vigilancia.

Finalmente, el tercer punto es que Dios le ha creado a usted como criatura moral responsable, poseedora de una voluntad, de manera que en todo lo que usted dice o hace se somete a la nueva o a la vieja naturaleza. O más bien, usted somete su voluntad para cumplir los deseos de la vieja naturaleza (lo que implica siempre y sencillamente el pecado), o se somete usted a Dios para cumplir su voluntad en su nueva naturaleza por medio del poder del Espíritu Santo. Si sucumbe usted a la vieja naturaleza, se convierte en esclavo de esos pecados que odia, lo cual le hace desdichado y además determina que su comunión con Dios se vea interrumpida.

Pero recuerde usted que la vieja naturaleza ya ha sido juzgada y la cuestión del pecado completamente solucionada cuando Cristo estuvo en la cruz por usted; por lo tanto, ella no lo puede exponer más a la condenación de Dios. Él lo ve siempre en Cristo con su nueva naturaleza, perfectamente eximido de toda inculpación que pudiera hacérsele a causa de su vieja naturaleza. De modo que lo que usted pierde cuando sucumbe a la vieja naturaleza no es su salvación, ni su justificación, ni su perfecta posición ante Dios en gracia, todo lo cual le pertenece para siempre en virtud del sacrificio de Cristo, hecho una sola vez y para siempre, como lo dice Hebreos 10:14. Pero usted pierde el gozo de la comunión con Dios y con su Salvador y eso lo hace desdichado, porque cayó bajo el poder de la vieja naturaleza, a la cual la nueva naturaleza detesta. Además, el Espíritu Santo que habita en usted está entristecido y, por consiguiente, no puede llenar su alma del gozo de la salvación.

Lo que usted aun desea saber —puesto que su vieja naturaleza no puede ser cambiada en absoluto mientras esté en este cuerpo— es cómo puede ser liberado de su poder. Cuando dejemos este cuerpo para estar con el Señor, o seamos cambiados a su venida si estamos vivos en ese momento, todo rastro de la naturaleza de pecado desaparecerá para siempre, pero, mientras tanto, ella permanece en nuestros cuerpos mortales y quiere reinar en ellos. No obstante, no somos más sus deudores. No debemos obedecerle. Podemos reclamar nuestros derechos como rescatados de su esclavitud por Cristo.

Ilustremos eso: Un esclavo ha sido rescatado por alguien que lo amaba, quien ha pagado el precio de su rescate. Pero al día siguiente su antiguo amo viene a decirle: «Ve y trabaja hoy en mi campo». Si el esclavo obedece, prácticamente sigue siendo esclavo de su antiguo amo. Pero, si reivindica sus derechos como rescatado, dirá a su antiguo amo: «No, he terminado con usted, ya no tiene nada que ordenarme». Y eso es exactamente lo que nosotros tenemos que hacer cuando nuestra vieja naturaleza de pecado —nuestro antiguo amo— nos sugiera que hagamos esto o aquello.

Pero usted responde: «Es justamente lo que quiero hacer, pero descubro que no tengo la fuerza necesaria». Pues bien, ésa es la razón por la cual Dios le ha dado su Espíritu Santo, el que puede comunicarle tal poder. Las inclinaciones a pecar que tiene su vieja naturaleza son como la gravedad, la que atrae constantemente un pedazo de hierro hacia abajo. Pero el poder del Espíritu es como el magnetismo, el que siempre atrae el pedazo de hierro hacia el imán situado encima de él; la gravedad que atrae hacia abajo es anulada y obra el poder superior del imán. Las malas inclinaciones de nuestra vieja naturaleza son llamadas en Romanos 8:2 “la ley del pecado” (véase también 7:21). Como la ley de la gravedad, ella nos atrae continuamente hacia el pecado, pero el Espíritu de Dios es como el imán. Su poder destruye al poder del pecado cuando nos sometemos a Dios para hacer su voluntad. Esta potestad del Espíritu es llamada “la ley del Espíritu” en Romanos 8:2: “Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte”. Esto no significa que se esté exento de la presencia de la naturaleza de pecado, pero sí de su poder sobre nosotros.

En este ejemplo del hierro liberado de la gravedad por medio de la superior fuerza del magnetismo, aquélla actúa permanentemente. Ella atrae siempre al hierro hacia abajo, pero la fuerza superior del imán mantiene al hierro arriba. En el momento en que el poder del imán es interrumpido, el hierro vuelve a caer bajo el efecto de la gravedad. El hierro no tiene voluntad propia para resistir a una u otra de esas fuerzas, pero nosotros tenemos voluntad y podemos resistir al Espíritu de Dios. El Espíritu jamás obligará a nuestra voluntad, de manera, pues, que podemos resistirle. Por el contrario, debemos someternos a Dios, al igual que a la influencia del Espíritu Santo. Entonces él podrá trabajar y lo hará con poder para mantenernos por encima de las malas inclinaciones de nuestra vieja naturaleza. Es una cuestión de cada instante. La continua actitud de nuestros corazones debería ser de sumisión a la voluntad de Dios y a la influencia de su Espíritu. Si fracasamos en eso, la vieja naturaleza vuelve a aparecer y se impone.

¿Qué hacer entonces? ¿Lamentarnos continuamente de nuestras faltas y estar pendientes de ellas? No, jamás, porque cuando estamos pendientes de nosotros —es decir, del mal y de las faltas que vemos en nosotros— la vieja naturaleza se impone mucho más todavía, porque tales ocupaciones nos desconectan de la fuente de nuestro poder. Más bien deberíamos confesarabiertamente nuestra falta a Dios y ponernos de su lado contra nuestra vieja naturaleza, sin olvidar de darle gracias porque todo lo que nos ha turbado fue ya solucionado por él hace mucho tiempo, en la cruz. Entonces dejamos enteramente de ocuparnos en nosotros mismos para estar pendientes de Dios, de Cristo, de su Palabra, de su voluntad, de sus intereses, con un corazón sumiso, y entonces su Espíritu nos dará la fuerza necesaria para proseguir nuestro camino.

Si estamos ocupados en cosas en las que la vieja naturaleza se complace, ella descollará y tomará el lugar que le pertenece a la nueva naturaleza. Por eso, tenga usted cuidado con lo que lee y con el alimento que da a su espíritu. Si usted está ocupado en cosas en las que la nueva naturaleza se goza, ella será alimentada y usted afirmado. Tome el tiempo de leer la Palabra de Dios, de meditarla y de orar. Dedíquese a sus ocupaciones diarias con el pensamiento de agradar al Señor, cuyos ojos están constantemente puestos en usted. “Todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él”. “Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres” (Colosenses 3:17, 23). “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). Así su corazón será guardado en comunión con Dios, de modo que el Espíritu, no entristecido, le dará la victoria sobre la vieja naturaleza.