Simón Pedro /5

Juan 20:1-18 – Juan 21:1-14

10. El sepulcro (Juan 20:1-18)

Algunas mujeres y el discípulo amado habían asistido al último acto de la cruz. Antes de inclinar la cabeza y entregar su espíritu, el Señor había pronunciado estas palabras: “Consumado es” (19:30). Bendición de un alcance infinito para el corazón de los discípulos, quienes así recibían la seguridad de un amor divino que se compadece del estado de ellos y hace a cualquier precio lo que era necesario para responder a ese estado. ¡Consumado es! Una obra que no deja nada por hacer. La cruz no podía retener más la víctima. José de Arimatea y Nicodemo son los instrumentos escogidos por Dios para dar al Salvador un lugar con el rico en su sepulcro (19:38-42), allí adonde nos lleva el pasaje que acabamos de leer.

En efecto, conocer un amor que había llevado al Señor a descender por ellos hasta la muerte, no lo era todo, sino que quedaba mucho más por conocer: ¿Qué contenía el sepulcro? La muerte ¿qué había hecho del Salvador?, o más bien, ¿qué había hecho de ella el Salvador? Si la tumba lo había retenido, su obra era vana y ni uno solo de aquellos por los cuales se había entregado estaba absuelto o justificado. María encuentra el sepulcro abierto. Pedro y Juan ­comprueban que está vacío. Pedro entra y ve: los atributos de la muerte están ahí, dando testimonio de que ella no había podido retener su presa, que estaba vencida como resultado de un acto pacífico, sin lucha ni combate. El sudario estaba doblado en un lugar aparte. La prueba de la expresión “consumado es” era manifiesta; el amor que había empezado la obra la había llevado a buen fin, y los discípulos —quienes no conocían todavía la Escritura— quedan convencidos por el testimonio de sus ojos: creen y vuelven a casa con el conocimiento de una obra desde entonces terminada.

Sin duda es mucho lo que ahora saben los dos discípulos, pero, hecho humillante para ellos, es poco en comparación con lo que encuentra en el sepulcro una pobre mujer ignorante. María Magdalena, testigo del amor de Cristo que la había liberado de la plenitud demoníaca, amaba al Señor con un afecto producido por la grandeza de ese amor, el cual excedía en mucho su conocimiento. Feliz mujer, después de todo, pues el conocimiento de Pedro y de Juan puede adherirlos a una obra y dejarlos satisfechos, en tanto que el afecto de María no puede serlo; le hace falta otra cosa: ella quiere la persona que es su objeto. Pedro, quien había entrado en el sepulcro, no había visto más que los lienzos y el sudario; María, que buscaba a una persona, se inclina llorando ante el sepulcro y ve ángeles. Los lienzos les habían bastado a los discípulos, pero ni siquiera ángeles le bastan a María. Incluso en presencia de ellos, y sin esperar su respuesta, ella se vuelve, pues le hace falta su Señor. Al principio, su completa ignorancia de las cosas que debían suceder le impide reconocerlo, pero “Jesús le dijo: ¡María!” (20:16). Una sola palabra: “María”.

¡Nada tiene de asombroso que pudiese haber un vínculo de afecto de María hacia Jesús, como tampoco que la persona tan perfecta del Salvador atrajera todos los pensamientos y todo el amor de un ser ignorante e imperfecto, sobre todo cuando este ser había sido el objeto de semejante gracia y de una liberación tan grande! Pero que hubiese un vínculo de afecto de Jesús hacia María, ¡eso sí que es maravilloso! Entre millares de millares la conocía por su nombre como su oveja, la recordaba como la más miserable. Exclama ella: ¡Maestro! Él no le responde: Ve a mis siervos, sino: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios”. El afecto de María, a causa de haberse consagrado a Cristo recibe una revelación más grande que todas aquellas que Pedro había recibido hasta entonces. El amor que se consagra a su persona llega a ser el depositario de un conocimiento más amplio. Con el simple conocimiento de su obra, los discípulos se habían vuelto a sus casas; con el amor que la consagraba a su persona, María Magdalena había encontrado, a los pies del Salvador, ¡el conocimiento de los más gloriosos resultados de su sacrificio! Y es por eso que Pedro y Juan desempeñan un papel más borroso en esta escena; les precede una débil mujer que conserva la modestia de su papel. Los pies de los discípulos fueron rápidos, sin duda, para llevarlos al sepulcro; pero María es la primera en conocer el camino que lleva directamente al Padre y, volviendo sobre sus pasos con esta maravillosa revelación, ¡lleva el mensaje a los discípulos!

11. El servicio y la alimentación (Juan 21:1-14)

Encontramos en este pasaje algunas enseñanzas a propósito del servicio y de la alimentación de los siervos del Señor. Examinémoslas detalladamente.

Simón Pedro, después de todas las experiencias hechas, parece estar calificado desde entonces para el servicio. Acompañado por otros seis discípulos, se va a pescar al mar de Tiberias. Esta empresa está caracterizada por el hecho de que Pedro se dispone a obrar por propia iniciativa. Los resultados de su trabajo son nulos y la noche transcurre sin que el apóstol y sus compañeros vean su actividad coronada por el éxito. Pedro empleaba los mismos procedimientos que había usado en la escena que precedió a su conversión. Cuántas veces, cuando Dios nos confía una actividad para servirle, empleamos la forma de obrar y tomamos las decisiones del hombre según la carne, de manera que nuestro trabajo permanece estéril. Es importante comprender que, en el ministerio, todo —absolutamente todo— debe ser de Dios y nada del hombre.

Cuando Jesús está en la playa, la escena cambia de pronto; la aurora de un día de bendición aparece con su presencia. Su presencia es la que hace falta ante todo. Mientras habían trabajado estando Él ausente, lejos de su mirada, el trabajo había sido estéril.

Esta escena tiene lugar al amanecer. Hay un momento especial, determinado por Dios, para prestar el servicio, y los discípulos, que ignoraban este momento, habían perdido el tiempo toda la noche. Encuentran los peces al lado derecho de la barca, en un sitio especial, conocido sólo por Jesús, y Pedro debe atenerse a este conocimiento para ver su actividad coronada por el éxito.

Los discípulos echan la red según lo indica la palabra del Señor, ya que no pueden depender más que de ésta. Capturan ciento cincuenta y tres grandes peces: su pesca, en este lugar, finaliza con un número determinado que sólo el Señor podía conocer. A partir de ese momento tienen otra cosa que hacer: llevan el resultado de su trabajo a Jesús (v. 10). No pescan para ellos, ni para los demás, sino para el Señor únicamente.

¡Ojalá que nuestros corazones, queridos siervos de Cristo, aprendan esta lección sin excepción! ¿Cuándo, dónde, con quién, por medio de quién y para quién trabajamos? Nuestra vida ¿es una larga noche de actividad humana dirigida por la voluntad del hombre, o es como una aurora iluminada por la presencia del Señor, en la cual vemos nuestras redes llenarse porque trabajamos como siervos dependientes de Él?

He aquí ahora el alimento. El Señor está en la playa y les dice: “Hijitos, ¿tenéis algo de comer?” (v. 5). “No”, responden ellos. Piensan, sin duda, que este extraño, a quien no han reconocido todavía, tiene necesidad de alimento. Pero la pregunta del Señor les fuerza a confesarle que todo su trabajo no ha podido dar hasta ese momento nada para Cristo. Entonces les dirige estas palabras: “Echad la red” (v. 6). Es como si les dijese: Si queréis darme algo, es necesario que lo hayáis recibido de mí. Desde ese instante Juan, a quien Jesús amaba, no puede seguir desconociéndole, pues el Señor era para él aquel que da y a quien no se le da.

Pero otro aspecto sobresale aquí: los propios discípulos no tenían nada que comer. El trabajo no alimenta, sino que despierta el hambre. Incluso un trabajo productivo, una pesca milagrosa, dejaba a los discípulos expuestos al hambre. Cuántas almas, en nuestros días de actividad, permanecen en un estado de aridez a pesar de su trabajo, porque se hacen ilusión sobre los beneficios que esta actividad les reporta para su vida espiritual. No es en el mar, en medio del esfuerzo y de la agitación que les rodea, sino en la playa, con tranquilidad, donde los discípulos oyen estas palabras del Señor: “Venid, comed” (v. 12). Esta comida no es preparada con los peces que han sacado de su red. Había sido preparada por el Señor mismo, quien la distribuye. Ellos se alimentan del resultado del trabajo de Cristo, de lo que Él solo ha hecho por ellos. Dios quiera que así sea también para nosotros. Después de haber llevado al Señor el fruto del servicio para que él haga lo que juzgue conveniente, sepamos sentarnos para compartir la comida a la cual nos invita, sepamos alimentarnos de él en el retiro de la playa. Recurramos siempre —no solamente para proveer a los demás, sino ante todo para nosotros mismos— a la santa Palabra que revela a Cristo. Después de haber tomado su comida, a Pedro le fue confiado un servicio mejor, en cumplimiento del cual fue capaz de distribuir el alimento a los corderos y a las ovejas del Señor.