El fariseísmo es de temer para el cristiano, así como lo era antiguamente para el judío. En efecto, la verdad comunicada va mucho más allá de lo que había recibido el judío y, por otra parte, la separación cristiana es esencialmente interior, mientras que la del israelita consistía sobre todo en formas exteriores. Por consiguiente, el cristiano está siempre en peligro de considerar como algo satisfactorio una separación hacia Dios que, en lugar de ser realizada por medio del Espíritu Santo en verdad y en amor entre aquellos que están vinculados al Señor, se contentará con un cierto número de abstenciones y de prohibiciones, en un esfuerzo por ser diferente de los demás, es decir, con un espíritu de superioridad. Aquel que no vela se expone así a engañarse a sí mismo al pretender edificar la cosa más contraria al pensamiento de Cristo, a saber, un sectarismo real aunque inconsciente.
He aquí de qué manera el Espíritu de Dios guarda a los creyentes para que su separación, sin dejar de ser santa, conserve el sabor de la gracia de Dios y no el del orgullo del hombre: Él produce en ellos “rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todos los hombres” (1 Timoteo 2:1). No se trata sólo de orar incansablemente, ni de orar de manera exclusiva por los hijos de Dios y especialmente por aquellos que se reúnen únicamente al nombre del Señor Jesús. En este versículo encontramos una exhortación a practicar todas las formas de la oración sobre la amplia base de las relaciones de Dios con toda la humanidad. Los santos deben corresponder a esa exhortación si no quieren ser infieles a la verdad. Ellos también tienen con Dios una relación semejante. Incluso el Evangelio, por medio del que han sido salvados, debería recordárselo. En efecto, si la Iglesia, en su unión con Cristo, o más bien si Cristo, unido a la Iglesia, es la manifestación particular de los consejos divinos, el Evangelio es la manifestación permanente de la gracia de Dios para con el mundo. Los creyentes, pues, conociendo esos dos aspectos de la verdad, son responsables de un verdadero testimonio tanto acerca del uno como del otro. Y en la práctica comprobaremos cómo la exageración en un sentido no solamente tenderá a perder de vista el otro lado, sino incluso a corromper lo que había llegado a ser la única preocupación. Porque Cristo es la verdad. Ni el Evangelio, ni la Iglesia tienen derecho a nuestro amor exclusivo, sino que los dos lo tienen a la vez, con sumisión al Señor. Y nosotros somos exhortados a ser testigos de la verdad, no estando santificados por una u otra de esas verdades, sino por la verdad “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad” (Juan 17:17).
Tal era antiguamente el peligro, y lo sigue siendo hoy. Los creyentes, como todos los otros hombres, son susceptibles de ser obstinados. Puede parecer muy espiritual escoger una posición extrema y mantenerse en ella. Quien así lo hace se imagina que está resguardado en una especie de esfera celestial: “la Iglesia”. Por otro lado, puede parecer deseable, en cambio, liberarse de este tema de la Asamblea, del cual se ha abusado tanto como pretexto para la ambición e incluso para los celos y las disputas, rechazando así a los cristianos en lugar de reunirlos alrededor del nombre del Señor. Sí, en esas condiciones y en el actual estado de ruina de la cristiandad, podría parecer deseable consagrar toda la energía de ella a la buena nueva que salva a las personas de la perdición y las lleva a Dios. Pero eso sería abandonar el círculo más limitado de lo que Cristo ama y honra. La única actitud justa, santa, fiel, consiste en mantener todo lo que es precioso a sus ojos: por un lado amar a la Iglesia con todo lo que se relaciona a ella, y por el otro dirigirse a la humanidad entera con la gracia que manifieste la luz de un Dios Salvador.
“Justicia y juicio son el cimiento de tu trono; misericordia y verdad van delante de tu rostro” (Salmo 89:14).