¿Está usted satisfecho de Dios?

¡Qué pregunta singular! — ¡Pero, naturalmente! —responderá usted.

No sé si se expresará usted de la misma manera cuando haya leído estas líneas. Temo que deba reconocer que a menudo no ha estado enteramente satisfecho de su Dios.

Desearía hablarle a usted de Romanos 8:28. Son palabras que conoce de memoria, pero he aquí la cuestión: «¿Están asimismo en su corazón?». “Todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios” (V.M.). Si usted ama a Dios, estas palabras son para usted. ¿Y qué le dicen? Que todas las cosas cooperan juntas para el bien de los hijos de Dios. Literalmente, equivale a decir que todo concurre para lograr lo que puede haber de mejor para ellos. ¿Y qué es lo mejor? El versículo siguiente (v. 29) nos lo declara: “Los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo”.

Dios persigue este blanco maravilloso para sus hijos y todo debe propender a este propósito divino, a este designio de amor. Cada circunstancia, cada acontecimiento en la vida del cristiano, forma parte de este plan grande y glorioso: Somos predestinados a ser “hechos conformes a la imagen de su Hijo”.

Si verdaderamente se aplica usted a comprender este pasaje conocido, si se lo apropia diariamente, si lo recuerda en cada circunstancia de su vida, entonces será mucho más feliz de lo que pudo serlo hasta ahora. ¡Entonces estará usted satisfecho de su Dios!

Es imposible que la naturaleza del Señor Jesús sea designada de una manera más breve y más exacta que la que emplea la Biblia. Isaías lo llama: “El ­Cordero”. “Como cordero fue llevado al matadero” (Isaías 53:7). Más tarde, Juan el Bautista vuelve a emplear el mismo término: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Jesús fue el Cordero de Dios, paciente, sufrido, el que no abrió su boca. Y si debemos asemejarnos a él, tenemos que volvernos como corderos; es preciso, entonces, que el espíritu del Cordero tenga en nosotros la victoria, a fin de que su imagen se refleje en nosotros.

Vemos así claramente cuál es el designio de Dios hacia nosotros: quiere formar en nosotros la imagen del Cordero. Y cada cosa en nuestra vida, sin excepción, debe contribuir a este propósito.

Las grandes y dolorosas pruebas de su vida son para llevarle a esto. Cuando el Señor le puso en un lecho de sufrimiento, tuvo aquella meta. ¿Lo pensó usted? Muy al contrario, a menudo estuvo sumamente impaciente y descontento. Tal vez dijo usted:

— ¡Me cae muy mal estar enfermo ahora! ¡Tengo tanto trabajo urgente! ¡Es el momento menos oportuno para abandonar mis negocios, mi familia, mi vocación!...

Temo que, si la enfermedad hubiera sobrevenido en otro momento, se habría usted expresado de igual modo. ¡Reflexione y dígame usted si no tengo razón!

Mire usted, hablando así, mostraba a las claras que usted no estaba satisfecho de Dios. ¿Por qué? Porque había olvidado que esa enfermedad era para su bien. Si lo hubiera pensado no hubiese estado desconforme. Precisamente porque tenía usted tanto que hacer en su profesión, tanta tarea en la casa, y porque estaba tan rendido, Dios le envió ese mal. Él quería proporcionarle tiempo a fin de que reflexionara en el estado de su alma, en Su presencia, y para que pudiera darse cuenta de que en su vida no le reservaba ni el lugar ni el tiempo que le pertenecían.

Si volviera usted a enfermarse, ¿no querría pensar que todo obra para su bien? ¿Sería capaz de dar la bienvenida a tal enfermedad? ¿Cómo? Pero puesto que Dios se la envía para su bien, y que por ella quiere mostrarle su amor e interés, debe usted aceptarla con reconocimiento. No hay nada extraordinario en esto.

He observado que algunos hijos de Dios aceptan una enfermedad grave con resignación. Pero cuando les sobreviene una de las pequeñas pruebas, entonces no tienen ninguna paciencia; se sienten desdichados, nerviosos. Las mismas personas que dan prueba de mucha paciencia durante una enfermedad gravísima, pueden estar muy malhumoradas cuando pasan por dolencias insignificantes, por un contratiempo u otras cosas. Van y vienen quejándose, echando a perder el día a los que les rodean. ¿Qué sucede? Nuestro texto no ha sido realizado.

Si se creyera y pensara que todas las cosas, aun las más pequeñas, cooperan para nuestro bienestar, se sabría que Dios quiere servirse de ellas para formarnos a imagen de Jesucristo. Cuando se atraviesa una circunstancia de éstas, ¡cuán poco se soporta y sufre en silencio como el Cordero! Y es por esto que Dios se la envía: para que usted lo reconozca.

Si una contrariedad o malestar le sorprende a usted todavía, piense en adelante que es una excelente ocasión para ejercitarse en la paciencia y el dolor sin quejarse. Y, en seguida, dé usted gracias a Dios por tal oportunidad. Si esto le asombra, demuestra simplemente que sólo conoce nuestro texto por la inteligencia y no por el corazón, que el descontento vino a ser un hábito para usted.

Cuando se puso tan nervioso a causa de la ofensa que le hicieron, ¿qué olvidó usted? Precisamente que Dios quería, mediante esa ofensa, formar en usted la imagen de su Hijo. ¿No tuvo en ese momento una ocasión excelente para ejercitarle en la dulzura y la humildad que forman parte de los caracteres del Cordero? Pero perdió usted la oportunidad. Dios no pudo lograr su objetivo y se verá obligado a enviarle nuevas humillaciones, puesto que no renuncia a su plan: formar en usted la imagen de su Hijo, el Cordero. Lo que se propuso, lo que anhela para usted, llegará ciertamente.

Como habrá notado, nuestro versículo es profundo: comprende la vida entera con todos sus detalles.

En ningún momento de su vida, David aparece más grande que cuando huye de su hijo Absalón, cruzando el torrente de Cedrón bajo las injurias del impertinente Simei quien maldice al rey humillado, diciéndole: “¡Fuera, fuera, hombre sanguinario y perverso!”, al tiempo que le apedrea. Y cuando Abisai quiere matar a este insolente, el rey le responde: “Si él así maldice, es porque Jehová le ha dicho que maldiga a David. ¿Quién, pues, le dirá: ¿Por qué lo haces así?” (2 Samuel 16:7, 10). David revela en esta ocasión el espíritu del Cordero. No se defiende, no devuelve el ultraje, sufre, calla... y acepta la maldición de la mano de Dios.

Escuche usted, es preciso que reconozca esto: cuando los hombres le hieren, le calumnian, le ultrajan, Dios está sobre todo, es él quien lo permite, puesto que desea hacerle bien. Si en lugar de aceptar apaciblemente, procura usted defender sus derechos y su honor, se priva de la bendición. Si en lo porvenir alguien le ofende nuevamente, piense usted en David cuando decía: “Si él así maldice, es porque Jehová le ha dicho que maldiga” y medite en el Señor Jesús, del cual leemos: “Quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente” (1 Pedro 2:23).

Pablo dirige a los corintios unas palabras admirables: “Hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos” (1 Corintios 4:13). “El desecho de todos” es una expresión que no se quiere entender. Pero sabemos lo que es un «felpudo»; es el significado de la frase: “El desecho de todos”. Usted conoce su utilidad. ¿Es usted uno de ellos? Un «felpudo» no se defiende, no se queja, está allí para ser pisado por todos. Delante de mi puerta hay uno donde están intercaladas las iniciales de mi nombre, y los que entran en mi casa ponen y limpian sus zapatos sobre ellas. ¡Quiero ser, como Pablo, un «felpudo», sí, quiero serlo!

¿Está listo, usted también, a dejarse pisotear por los demás? “Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias” (2 Corintios 12:10). ¿Se alegra usted de estas cosas? Si aprende nuestro versículo de memoria, aprenderá igualmente a amar el oprobio y las persecuciones. Y, aun más, a dar gracias por ello. Entonces estará usted satisfecho de su Dios.

Por cierto, “todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios”. ¡Todas las cosas!

Busque usted el nombre de aquel que le ha causado mayor mal, del que le ha ofendido en lo más hondo, y luego inscriba este nombre en su Biblia al lado de Romanos 8:28. Fue Dios quien hizo entrar a esta persona en su vida y, por supuesto, para su bien. ¿Lo ha usted considerado bajo este punto de vista? ¿No? Pues, hágalo ahora mismo. Dios tenía designios maravillosos al poner esa persona molesta en su camino: quería perfeccionar en usted la imagen de su Hijo. Si considerara bajo este aspecto a aquellos que con tanta frecuencia le hicieron verter lágrimas amargas, si creyera que es en el nombre de Dios y de Su parte que debe cumplir este servicio importante, ya no se enfadaría por las tristezas que le causaron; muy al contrario, los acogería con alegría, puesto que ahora sabe usted que sus enemigos son, en el fondo, sus amigos, quienes colaboran para su bien.

¿Se da cuenta usted cómo todos los incidentes de la vida toman otro aspecto cuando se apodera del sentido de este versículo? Aun las dificultades llegan a ser glorias. Si nos sustraemos a ellas, nos privamos de grandes bendiciones y quitamos a Dios la oportunidad de formar en nosotros la imagen de su Hijo.

El que comprende esta preciosa verdad adquiere el descanso del corazón y aprende dos cosas: no desear y no temer. ¡Cuántos deseos hay todavía en los creyentes!: «¡Si solamente pudiera poseer esto o aquello!» «¡Si solamente pudiera ocupar tal lugar!» Y si esta ambición no se realiza, se decepcionan, se irritan, se enfadan... La paz queda interrumpida. Lo mismo sucede con los temores: «¡Ojalá que no me acontezca tal cosa!» «¡Si yo enfermara o uno de los míos!» Y cuando les llega una de estas pruebas, se trastornan. ¿No es así?

Sus deseos y sus temores, ¿no le hicieron infeliz más de una vez, agitándole? Tenga usted la certeza, le suplico, de que Dios nunca se equivoca. Ponga usted en Sus manos todo lo que le preocupa, diciéndole: — ¡Señor, envíame lo que quieras! Y entonces cualquier cosa que le sobrevenga será para su bien, porque procederá de su Dios.

Si sabemos estas cosas, si las meditamos, hallaremos el descanso y estaremos satisfechos de Dios.

Hace algún tiempo conocí en el vecindario a un escultor y, con frecuencia, me agradaba observar su trabajo. Cierto día, mientras tallaba el mármol de suerte que los pedazos volaban por todas partes, pregúntele: — Maestro, ¿qué acontecería si golpeara demasiado fuerte? Me miró ligeramente, diciendo: — ¡No me sucede nunca! Insistí: — ¿Y si alguna vez le ocurriera? — No, —repitió— no me ocurre nunca. Le confirmé mis temores, pero su respuesta fue la misma. Aprendí entonces una cosa: Si un simple escultor está tan seguro de su trabajo que pretende que nunca golpeará demasiado fuerte, ¡cuánto menos le sucederá semejante cosa al Escultor divino! Y, sin embargo, algunas veces le ha parecido que golpeaba demasiado fuerte. Ha gemido cuando se ocupaba de usted, esculpiendo en usted la imagen del Cordero. Pero, ¡no teme! Cada golpe es exactamente el que necesita, ni muy débil, ni muy fuerte. ¡Nunca golpea demasiado fuerte, ni demasiado profundo!

Cierto día reparé que en la casa de mi vecino se descargaba un inmenso bloque. — ¿Qué se intenta hacer con eso? —pregunté. — En este mármol se oculta una escultura; pero hay que tallarlo —fue la respuesta. Día tras día observaba cómo el trabajo adelantaba, hasta que, poco a poco, se precisó una forma humana. — Por fin, ha quedado terminada —le dije. — Oh no, lejos de ello: es preciso acabar los detalles —repuso el escultor. Luego tomó un cincel para modelar las finuras. Pero llegó el día en que la estatua estuvo lista. El artista puso a un lado el peine, el martillo, el cincel... La obra estaba concluida.

Querido amigo, el Escultor divino le tomó en su mano para formar en usted la imagen de Jesucristo. ¡Déjele obrar! El mármol no puede gritar; pero nosotros somos “piedras vivas” que podemos gritar. Y con frecuencia lo hemos hecho. Pero no deseamos hacerlo más, puesto que ahora estamos seguros de que “todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios”.