Una pareja de edad muy avanzada se encontraba en una pobreza extrema. Sin embargo, a estos ancianos siempre se los veía felices. Nunca se les oía quejarse de su suerte. Un día, un amigo mío encontró al marido y, en el transcurso de la conversación que mantuvieron, le expresó:
— Ustedes deben de sentirse muy incómodos. No entiendo cómo hacen para vivir... y, sin embargo, siempre están contentos. La alegría que irradian es incluso contagiosa, porque algunos momentos pasados en su compañía bastan para poner de buen humor al hombre más triste.
— Está usted equivocado —contestó el anciano. No nos sentimos tan incómodos como usted cree. Tenemos un Padre muy rico y Él no permite que nos falte lo necesario.
— ¡Cómo! ¿Su padre vive todavía? ¡Yo lo creía muerto desde hace mucho tiempo!
Entonces el anciano replicó, con rostro resplandeciente:
— Mi Padre nunca muere. Vive eternamente. Provee a las más variadas necesidades de sus hijos. Nuestras necesidades, por otra parte, son muy limitadas. Sin embargo, no puedo anticipar de dónde o cuándo llegará la provisión. No obstante, la respuesta siempre llega, porque mi Padre nunca muere.
Amigo lector, ¿conoce usted a Dios como a su Padre celestial? ¿Está reconciliado con él por la fe en Jesucristo? ¡Qué felicidad poder vivir con entera confianza en el Dios vivo! Aquel que posee la paz con Dios lo conoce como Padre suyo. Sabe que él ha prometido proveer a todas las necesidades de sus hijos. Y él es fiel a sus promesas.
He aquí lo que dice la Biblia, la Palabra de Dios, acerca de lo que acabamos de expresar: “Vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad, antes que vosotros le pidáis... Buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas. Así que, no os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal” (Mateo 6:8, 33-34).