Por donde pasó, nuestro Señor Jesucristo manifestó algo que no se encuentra fuera de él: En cada uno de sus pasos vemos brotar destellos de gracia y de luz que muestran que aquel que pasaba —por donde pasara— era siempre superior a todo lo que encontraba a su paso.
La cruz humilló al Señor Jesús como ninguna otra cosa podía rebajarle; él aceptó esta humillación y la vergüenza incalificable de ser presentado como él lo fue en la cruz, como el último, como el que ocupa el último lugar; no disputó este lugar a nadie, y nadie podía disputarle el suyo, porque los hombres no se abalanzan sobre la única posición que está siempre vacía: la última.
Nuestro Señor Jesucristo es siempre el mismo por donde pase, sea en el pesebre, sea en su vida de hombre humilde, desconocido, hombre cuyo secreto de la vida era conocido sólo por él, quien hallaba sus ininterrumpidas delicias en hacer la voluntad de Dios; el Señor Jesús es el mismo dondequiera que esté y es el único que puede deslumbrar los ojos de la fe.
Detengámonos ante esta escena de la cruz que está colocada ante nosotros. Todos nosotros hemos hecho lo posible para que Jesús fuese abrumado por la vergüenza, una vergüenza apropiada para hacerle retroceder ante la cruz. Y todos somos culpables de este rechazo de Cristo. Era una verdadera prueba ésta a la que era sometido: tener que enfrentarse a la vergüenza, la vergüenza pública. En la cruz también le esperaba el golpe más duro, aquél con el cual Dios mismo tenía que golpearle. ¡Cuán necesario es que en todas nuestras reuniones y meditaciones no perdamos de vista este hecho esencial: la muerte de Jesús en la cruz y las condiciones en que esta muerte tuvo efecto.
Todos nosotros somos muy orgullosos, vanidosos, susceptibles cuando se trata de nuestra reputación (¡y cuántos hombres, preocupados por su reputación, irán al infierno, pues habrán preferido su reputación a la aprobación de Dios!). No hay nada a lo cual el hombre sea más sensible que a su reputación.
¡Ah, cuánto amamos la lisonja! Tanto la amamos que, cuando nadie nos adula, nos halagamos a nosotros mismos en el secreto templo de nuestros corazones. ¿Acaso no es verdad, queridos hermanos? Hay en ello una influencia indefinible ejercida por el mal sobre el corazón natural, a la que cada uno es sensible. Por otra parte, la sociedad humana —la sociedad decadente— está basada sobre esa influencia.
Que Dios nos ayude a quitar de nuestros propios corazones ese mal interior que nos extravía y nos aparta de Dios; nosotros, que conocemos al Señor Jesús, sepamos que la primera de todas las potencias de las que tenemos que ser librados es la influencia de nuestro propio yo. ¡Qué maravilla es la cruz por la cual recibimos esta liberación! Por eso, no pidamos a un inconverso que realice esta liberación del yo, ni tampoco a un joven cristiano; pero nosotros, los que llevamos años de vida cristiana, ¿no lo hemos aprendido un poco? Si no fuera así, sería muy triste y lamentable.
No hay nada más sutil que el yo; pero no señalemos a nadie, porque es un mal universal. Cuando no se vela, ni se goza de la presencia del Señor, ni se cultiva una comunión con Dios y el Señor Jesús, entonces el corazón está vacío de Cristo, por lo que se llena a oleadas de las cosas terrenales. ¡Qué dicha es tener la Palabra que arroja la luz divina, absoluta, implacable sobre nuestro corazón para bendecirnos!
Pues bien, el Señor Jesucristo no pensó en su reputación, ni nunca ésta pasó por su mente. Recordemos que le dijeron a la cara: “¿No decimos bien nosotros, que tú eres samaritano?” (Juan 8:48). Se decía de él: “Demonio tiene, y está fuera de sí; ¿por qué le oís?” (10:20) y aun: “Por Beelzebú, príncipe de los demonios, echa fuera los demonios” (Lucas 11:15).
¡Cómo el Señor Jesús pone todo en su lugar, en cuanto a las verdades morales! Quiere también poner orden en nuestros corazones. ¡Qué maravilla de la gracia! Podemos muy bien decir, como el ladrón arrepentido: Mi Señor, mi Salvador, en quien me glorifico, él es quien está allí, en la cruz; he aquí aquel de quien soy, aquel que para mí es más que el mundo entero.
Este malhechor crucificado al lado del Señor Jesús es un hombre nada vulgar. ¿Quién de nosotros no envidiaría lo que él hizo por la fe, cuando estaba clavado en la cruz, ante todo el mundo? Confiesa el nombre del Señor cuando aparentemente no existía ninguna razón para hacerlo. No podía esperar ningún socorro de nadie, y todos se burlaban de Jesús...; pues bien, este malhechor (un día sabremos su nombre) da gloria a Jesús en ese momento, y es el único en hacerlo. ¡Qué lección para nosotros, quienes frecuentemente deseamos aparentar y tener una buena posición en lo que se llama la escala social!
Alrededor de él, en la multitud, se encuentran reunidos todos los elementos sociales y religiosos... y he aquí la maravilla de la fe, la inteligencia de la fe, la energía de la fe, la certeza de la fe: él no repara en nadie. Si hubiera tenido en cuenta el juicio recaído sobre Jesús, habría dicho: Este Jesús es condenado por jueces, hombres calificados, hombres oficiales —porque el poder civil y el poder religioso juntos condenaron al Señor— y hubiera podido añadir: Yo soy menos competente que todos esos jueces para formular un juicio sobre Cristo. Pero desde el fondo de su corazón, contrariando todos los otros testimonios, proclama lo inverso de todo el mundo: “Éste ningún mal hizo” (Lucas 23:41).
Hay otro punto que brilla en su actitud: este hombre sufría por completo, de manera física y también moral, bajo el peso de la vergüenza de ser rechazado por la sociedad, pero ¿acaso piensa en sus propios sufrimientos? No: “Éste ningún mal hizo”. Al pensar en sí mismo confiesa: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos” y reprende a su compañero. Maravilloso efecto de la gracia, pues habla de sí mismo para decir: Yo soy justamente condenado.
El caso del malhechor en la cruz se presenta como una maravilla de la gracia —y lo es—, pero es una no menos grande maravilla de la verdad. Este hombre, en lugar de estar lleno de resentimiento y de odio, en lugar de estar agobiado por sus sufrimientos, declara ante todos, y particularmente ante todos los que le han condenado: “Nosotros... justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos” (v. 41). ¡Confiesa lo que ha hecho! La confesión es un signo de que Dios está a punto de cambiar un alma, de llegar hasta el fondo de ella. ¡Y la hace hablar, no con un lenguaje convencional! Lo que dice el malhechor glorifica a Dios mucho más que cualquier discurso teológico. ¿Por qué? Porque proclama ese profundo sentimiento de que él ha fallado, de que él es pecador, y, al mismo tiempo, declara que Jesús, quien está a su lado, es justo, aunque en apariencia esté más humillado que él mismo, porque a los insultos de los demás se unen incluso los de los dos malhechores, el de uno de ellos antes de que fuera tocado por Dios. Lo que el último de aquéllos dice tiene el sello y la potencia de la verdad: cuando Dios hace hablar a un hombre, se nota que es Dios quien le hace hablar.
¡Qué escena! He aquí dos hombres en la misma condición, ambos malhechores; el uno no ve; el otro ve... ve sobre la cabeza de Jesús, herida por una corona de espinas, otra corona, por lo que le dice: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (v 42). Ve por la fe al Rey que Dios tiene para sí. ¡Qué fe! “A quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8).
El cristianismo y todas las intervenciones divinas se burlan de nuestras pobres apreciaciones humanas. Cuando Dios entra en escena, todo lo que el hombre hace —sus juicios, sus tradiciones, sus convenciones, su educación— todo es echado por tierra.
Por ello, ser convertido no quiere decir que se tiene una vida ordenada; hay muchas personas que llevan una vida ordenada. Por otra parte, la sola preocupación por su reputación puede hacer que se cuiden. Habrá muchas personas honestas, gentes formidables que estarán en las tinieblas de fuera. Esto no quiere decir que sea necesario ser un criminal para ser convertido, pues habrá multitud de criminales en las tinieblas de fuera. Pero, cuando la fe obra —acción de la Palabra y del Espíritu Santo en el alma— se manifiesta tanto en el bandido como en el hombre bien educado, en el joven o en la joven que ha recibido una educación cristiana y bíblica. Tal vez algunos no estén satisfechos de tener por compañero de fe a un malhechor. Sin embargo, entre aquellos que han confesado al Señor, ése es uno de los más brillantes ejemplos de la fe, de la salvación y de la manera en que el Señor puede ser honrado por los suyos. Si el Señor no rechazó la compañía de este hombre y respondió a su fe, podemos sentirnos felices de contar, entre aquellos a quienes veremos en la gloria de Dios, a este malhechor y a muchos otros quizá aun más culpables.
¡Qué felicidad detenernos ante las fuentes eternas de la verdad, de esta verdad que la actividad de nuestro espíritu y de nuestro corazón oscurecen frecuentemente!
La verdad brilla en la Escritura en forma clara, absoluta, maravillosa. ¡Cuán felices somos de poder leer la Palabra! ¡Ojalá que nunca nos cansemos! Con el Señor uno no se fatiga; con él gustamos desde ya los gozos más puros, eternos y siempre nuevos que son la porción de los elegidos.