Un servicio ejemplar

Hechos 20:17-27

En medio de los ancianos de Éfeso que habían venido a él, el apóstol Pablo echa una mirada retrospectiva sobre su servicio. Da entonces un resumen general del ministerio que había desempeñado como hombre libre, en el sentido que hasta entonces había podido desplazarse libremente, según lo conducía el Señor. Pero sabía que su tiempo de libertad pronto se iba a terminar.

Su servicio no fue absolutamente perfecto —pues solo el del Señor Jesús lo fue— pero fue un servicio ejemplar. Pablo era un hombre con los mismos sentimientos humanos que nosotros, y solo pudo hacer lo que hizo con el poder de la gracia y la ayuda del Espíritu de Dios.

En este resumen notable, cada palabra tiene su importancia. Nos detendremos en los versículos que nos muestran el espíritu con el cual el apóstol sirvió, luego en los que describen el contenido de su servicio.

El espíritu del servicio de Pablo

El apóstol empieza diciendo: “Vosotros sabéis cómo me he comportado entre vosotros todo el tiempo, desde el primer día que entré en Asia” (v. 18). Le caracterizaba una constancia extraordinaria. De cierto modo podía decir: Así como me visteis en el primer minuto, así seguí siendo el mismo. En lo que nos concierne hoy en día, bien podemos humillarnos. Somos inconstantes en nuestros esfuerzos, a veces celosos y decididos, a veces amargos y contrariados. Pablo no era así. Él siempre era el mismo en todos los lugares. No tenía nada que ocultar. Lo que era, lo era enteramente.

Luego dice: “sirviendo al Señor” (v. 19); —no dice: sirviendo a los creyentes. El Señor era quien estaba delante de él, y no los hombres. Si nuestro servicio tiene la misma orientación, el Señor permanecerá como nuestra única meta y serviremos “con toda humildad”. Y esto no solo en nuestro comportamiento exterior, sino también en nuestro estado de ánimo.

La gran característica de este siervo era un espíritu humilde. No se presentaba a los creyentes con gran pompa ni con manifestaciones ruidosas. No hacía publicidad para sí mismo, para convencer a cada uno de lo que era. Se comportaba con discreción. Era apacible y no hacía nada por sí mismo.

Además, servía “con muchas lágrimas.” Estas lágrimas eran la expresión de las pruebas de su alma, de sus aflicciones sinceras y profundas. ¡Ah, si solamente tal estado de espíritu existiera más hoy en día! Pablo dice: “sirviendo al Señor con toda humildad, y con muchas lágrimas, y pruebas que me han venido por las asechanzas de los judíos” (v. 19). Un servicio ejemplar no significa un servicio que va de éxito en éxito y de triunfo en triunfo. Había toda clase de pruebas, de tentaciones y de obstáculos. En otro pasaje dice: “derribados, pero no destruidos” (2 Corintios 4:9), porque el Señor estaba a su lado. Las circunstancias fáciles en donde la mayoría de nosotros nos encontramos, no deben llevarnos a concluir que el servicio cristiano se parece a una marcha triunfal, en la cual acudimos a grandes congregaciones con una muchedumbre entusiasta. Este siervo ejemplar, este esclavo de Cristo, encontraba continuamente obstáculos aparentemente insuperables. Experimentaba pruebas y tentaciones de toda clase, y su actitud frente a ellas demostraba cuán espiritual era. Si se oye decir de alguien que sirve al Señor que encuentra innumerables dificultades, no se debe concluir que no está calificado para el servicio. ¡Muy al contrario!

Leemos luego: “testificando a judíos y a gentiles acerca del arrepentimiento para con Dios, y de la fe en nuestro Señor Jesucristo” (v. 21). El mensaje de Pablo irritaba mucho a los judíos. Éstos admitían que los griegos tenían que ser llevados al arrepentimiento, pero decir a los que constituían el pueblo de Dios que tenían que arrepentirse era chocante. Sin embargo, Pablo daba testimonio de la verdad de Dios con fidelidad y sin dejarse turbar, tanto frente a los judíos como ante los griegos.

“Ahora” debe agregar, “el Espíritu Santo por todas las ciudades me da testimonio, diciendo que me esperan prisiones y tribulaciones” (v. 23). Las dificultades iban creciendo, pero puede decir: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo” (v. 24). Era un hombre de una firmeza y fe excepcionales, que estaba dispuesto a entregar su vida por el nombre y por el servicio del Señor. Conocemos muy poco esto. Hablando de Bernabé y de Pablo, los hermanos de Jerusalén pudieron decir: “son hombres que han expuesto su vida por el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (Hechos 15:26). No era solo un cierto riesgo que habían corrido, una posibilidad entre otras. Pablo y sus compañeros eran hombres que se ponían en la brecha y que estaban dispuestos a entregar su vida. El apóstol de ninguna cosa hacía caso, ni estimaba preciosa su vida para sí mismo, con tal que acabase su carrera con gozo, y el ministerio que recibió del Señor Jesús (20:24).

Al considerar la vida de este siervo ejemplar, podemos decir verdaderamente: no es de extrañarse que la obra del Señor haya prosperado en su mano; “desde Jerusalén, y por los alrededores hasta Ilírico, todo lo he llenado del evangelio de Cristo” (Romanos 15:19).

El contenido de su mensaje

¿Y de qué hablaba Pablo? En primer lugar, daba “testimonio del evangelio de la gracia de Dios” (v. 24). Es el punto de partida. Acerca del Evangelio, todos hemos oído ya muchas cosas útiles, por eso no nos detendremos ahora en esto.

El apóstol sigue: “ninguno de todos vosotros, entre quienes he pasado predicando el reino de Dios, verá más mi rostro” (v. 25). Notemos aquí el círculo más estrecho. Se trata de una palabra predicada a creyentes. El apóstol se dirigía a aquellos que habían creído en el Evangelio de la gracia de Dios y les predicaba el reino de Dios. ¿Qué significa esto exactamente? Ciertamente no que iba de ciudad en ciudad, predicando el reino milenario, y que tenía discursos proféticos en que hablaba del día en el cual “la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9). Significa que dondequiera que se hallara entre el pueblo de Dios, el apóstol ponía la autoridad divina sobre la conciencia de los creyentes, con benignidad, mansedumbre y afecto. Decía en esencia: habéis creído al Evangelio, ahora pertenecéis al pueblo de Dios, y como tales estáis sometidos a Cristo y a la palabra de Dios. Habéis sido trasladados al reino de Dios para que su autoridad, tal como está expresada en su Palabra, gobierne vuestro corazón y vuestra vida.

En la epístola a los Romanos, el apóstol despliega los detalles del Evangelio, pero no termina sin antes escribir los capítulos 12 a 15 —capítulos que a veces se supone que son conocidos y por consiguiente se dejan de lado, en lugar de ser leídos cuidadosamente a fin de ponerlos en práctica.

Hemos sido puestos bajo la autoridad divina. Pero ¿tiene la palabra de Dios verdaderamente su poder absoluto sobre mi corazón y sobre mi vida? Es lo que significa “el reino de Dios”. Pablo predicaba este reino de Dios por dondequiera que iba. ¡Que Dios nos ayude a no descuidar este aspecto de la enseñanza divina!

Después de haber dicho en el versículo 24 que anunciaba “el evangelio de la gracia de Dios”, y en el versículo 25 que predicaba “el reino de Dios”, Pablo dice en el versículo 27: “no he rehuido anunciaros todo el consejo de Dios”. De cierta manera, dice: tenéis inmensas bendiciones. El Evangelio os trasladó a un lugar privilegiado de proximidad y de relación con Dios. La autoridad de Dios está establecida en vuestros corazones. La reconocéis y obedecéis a su Palabra. Pero acordaos que, en todo lo que hizo, Dios tenía en vista un consejo y un propósito definidos.

Este propósito, Dios nos lo ha dado a conocer en su Palabra. Su cumplimiento completo y definitivo aún está por delante de nosotros, pero toda nuestra vida en la tierra tiene que estar orientada conforme a lo que Dios se ha propuesto desde antes de la fundación del mundo.

Notemos las palabras: “no he rehuido”. Testifican de la fidelidad del apóstol en su servicio. No hay probablemente nada que le haya traído tantas dificultades como la predicación de todo el consejo de Dios. A fin de cuentas, es precisamente este tema, y particularmente la introducción de las naciones en la posición y los privilegios de la Iglesia, que provocó la hostilidad intensa de los judíos y que condujo a su cautividad.

Por otro lado, no hay nada que ponga exigencias tan elevadas en el corazón y en la conciencia de los creyentes que la comprensión del consejo de Dios. No es posible tener con un corazón y una conciencia sinceros la comprensión de los maravillosos designios que Dios se propuso para con los suyos, sin sentir la responsabilidad de vivir en este mundo en armonía con los principios de la esfera enteramente distinta a la que pertenecemos. No podemos conservar estas maravillosas revelaciones en nuestro corazón sin estar perturbados, si nuestra vida las contradice. La verdad divina nos coloca siempre bajo la responsabilidad de andar aquí abajo como personas que poseen una esperanza y un destino celestiales.

¡Que Dios nos ayude a no perder de vista el vínculo entre estas cosas! Necesitamos el “Evangelio”, la verdad del “reino de Dios”, y también conocer “el consejo de Dios”. El mensaje de la salvación en Jesucristo nos vivifica y nos hace felices. Pero en lo que concierne a nuestra vida práctica, descubrimos que la verdad pone sus exigencias. Habla a nuestra conciencia. Después de todo, es lo que necesitamos: que la palabra de Dios toque nuestra conciencia y que oriente nuestra vida conforme a la voluntad de Dios.