Ausentes del cuerpo

Podría parecer que el Nuevo Testamento casi no hiciera mención del estado del espíritu desde el momento en que abandona el cuerpo hasta el día de la resurrección. Sin embargo, después de un examen más atento, llama la atención ver todo cuanto se dice al respecto. Es verdad que solo cuatro pasajes pueden aplicarse precisamente a este interesante intervalo; pero ¡cuán benditos pensamientos se hallan contenidos en esos cuatro pasajes! Si el lector desea examinarlos conmigo unos instantes, verá que, en cuanto a su aplicación, este tema se presenta en cuatro fases distintas de la vida cristiana; verá el espíritu del redimido pasar de cuatro condiciones diferentes a la presencia de Cristo. En un caso, lo verá irse simplemente como un pecador salvo por gracia; en otro, presenciará su éxodo en calidad de mártir; después, oirá los gemidos de un espíritu cargado, que desea estar “ausente del cuerpo” y “presente al Señor”; y finalmente observará el ardiente anhelo de un obrero que desea estar en el reposo, gozando siempre de la presencia del Maestro.

1) Lucas 23:39-43

“Uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba, diciendo: Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros. Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste ningún mal hizo. Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Entonces Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”.

No es mi intención, en este momento, extenderme mucho acerca de este pasaje ni mostrar en detalle su rica enseñanza evangélica. Lo señalo simplemente a fin de que el lector pueda tener claro ante sí el testimonio de las Escrituras. Vemos aquí a una persona que entró en el paraíso tan solo en calidad de pecador salvo por gracia. Ese mismo día, por la mañana, era un malhechor condenado; a lo largo del día era un blasfemo y burlador; antes de acabar el día, era un espíritu redimido en el cielo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Conducido a echarse en brazos de Cristo, como pecador justamente condenado, iba al cielo con Cristo, tal un redimido por la sangre de Cristo. No fue llamado a llevar una corona de mártir; tampoco se le permitió hacer una larga carrera cristiana. Pecador salvo por gracia, fue capacitado por gracia para dar testimonio de la humanidad sin pecado de nuestro amado Señor en el momento mismo en que los grandes líderes religiosos del pueblo lo habían abandonado al poder secular como si fuera un malhechor.

Además, fue llevado a reconocerle como Señor y a hablar de su reino venidero, cuando a los ojos del hombre no era posible discernir ninguna señal de señorío o de realeza. Confesar a Cristo rechazado por el mundo, es una obra de primera clase que exhala el más grato olor. El malhechor moribundo reconoció a Cristo cuando un mundo hostil lo había rechazado y sus discípulos, llenos de espanto, lo habían abandonado. Dijo: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Fueron dulces palabras para el corazón del Salvador muriente, y más dulce todavía la respuesta que penetró el corazón del moribundo malhechor: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Superaba con mucho lo que el malhechor podía esperar. Lleno de gracia, el Salvador estaba dispuesto a hacer infinitamente más que todo lo que el malhechor podía pedir o pensar. Deseaba que Jesús se acordase de él cuando viniera en su reino. El Salvador dice: “Hoy estarás conmigo”. De manera que, cuando los soldados romanos, cumpliendo sus funciones brutales, vinieron a romper las piernas de este redimido que iba a morir, podía verles venir con una profunda calma y pensar: ¡Estos hombres vienen a enviarme directo al paraíso!

El cielo está mucho más cerca de lo que a veces nos parece. Es el lugar del que llegan rayos benditos sobre la escena triste y sombría que atravesamos. Estar con Jesús, en compañía de aquel que “me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20), ¡qué seguridad! No hace falta preguntar dónde está el cielo, qué clase de lugar es o en qué se ocupa uno allí. «Con Jesús», esta es la respuesta a cada una de esas preguntas y a otras muchas parecidas. Allí se prueban en toda su pureza e intensidad los afectos del corazón de un Padre; allí brilla el amor de un Esposo en toda su intensidad; allí se experimenta el frescor, el poder, la simpatía de aquel que nos llama amigos suyos. Allí iba el malhechor, pasando de la cruz al paraíso.

Podemos preguntarnos qué supuso para él encontrarse allí. En efecto, el malhechor dejó atrás ese pobre cuerpo hasta aquel día en que resucitará incorruptible, en gloria y poder. Espera ese momento con todos los que durmieron en Jesús. Sin embargo, es muy cierto que Jesús le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”. ¡Qué pensamiento! De la afrentosa cruz de un malhechor, iba al paraíso de Dios; de una escena de blasfemia, burla y crueldad pasaba a la presencia de Jesús. Dichosa porción para un malhechor moribundo, porción que no depende de ningún mérito suyo, sino tan solo del precioso sacrificio de Cristo, el cual “por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo” (Hebreos 9:12). De este modo tomó junto a sí al malhechor.

Hechos 7:59-60

“Apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió”.

Este caso es el de un mártir, el primero del noble ejército integrado por los que dejaron su vida por el nombre de Jesús. Esteban no solo era un pecador salvo por gracia; también sufría por la causa de Cristo, y sufrió hasta la muerte. De entre las piedras lanzadas por sus perseguidores, se fue a la presencia de su Señor, el mismo que poco tiempo antes, había dejado esta tierra y estaba preparado para recibir ahora el espíritu de su siervo martirizado. ¡Qué cambio para Esteban!

No olvidemos observar que Esteban fue favorecido con una visión impresionante de la escena en la que estaba a punto de ser introducido: “Pero Esteban, lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios” (v. 55-56). ¡Maravillosa perspectiva! Para Esteban el cielo no debía ser un lugar extraño. Allí estaba “el Hijo del Hombre”; de manera que iba a sentirse a gusto allí. El malhechor veía a Jesús clavado en la cruz a su lado, pero Esteban lo veía arriba, en el cielo, delante de él. No lo veía crucificado sino resucitado y glorificado, coronado de gloria y de honra, a la diestra de la Majestad en las alturas.

Así, si el malhechor podía pensar en el paraíso como la morada de aquel que fue clavado en la cruz, Esteban podía considerarlo como la morada de quien había entrado en la gloria antes que él. Era el mismo lugar y el mismo Jesús para ambos. Para ellos no se trataba de una región vaga y alejada sino de la feliz morada de Jesús crucificado y glorificado.

El malhechor moribundo podía considerarlo desde un punto de vista y el mártir desde otro; pero, para ambos, se trataba de la misma morada atrayente y bendita. El mártir, al igual que el malhechor, dejó su pobre cuerpo en el polvo hasta el día de la resurrección, y esperan igualmente ese momento bendito. Pero desde entonces sus almas están con Jesús, con el Señor, desde hace dos mil años. ¡Qué felices han sido estos siglos para ellos! ¡Sin una nube, una sombra, sin la menor interrupción de su comunión! Estado de espera, pero de reposo perfecto. Sin conflictos, sin pecado ni dolor, sin variación. Para ellos todo eso terminó para siempre. No que posean algo de un modo más seguro que nosotros, pero todo lo poseen más felizmente.

Hay algo particularmente atractivo en la idea del reposo ininterrumpido del cual disfruta el alma en presencia de Jesús, otrora crucificado y ahora glorificado. Haber terminado con un mundo de pecado, de egoísmo y de dolor —con los tambaleos y los cambios de una naturaleza corrompida— con las trampas y astucias de un enemigo sutil, y estar para siempre en el reposo del seno de Jesús, ¡qué profunda bienaventuranza más allá de cualquier expresión! ¡Que el alma desee gozar de ella!

2 Corintios 5:4-8

“Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo (o frágil tienda, v. 1; V.M.) gemimos con angustia; porque no quisiéramos ser desnudados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida. Mas el que nos hizo para esto mismo es Dios, quien nos ha dado las arras del Espíritu. Así que vivimos confiados siempre, y sabiendo que entre tanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor (porque por fe andamos, no por vista); pero confiamos, y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”.

Ahora tenemos el caso de creyentes que gimen, cargados, en el interior de una tienda que se destruye, y que desean marcharse de allí. Ni su perspectiva ni su esperanza consisten en ser desnudados (nadie piense tal cosa) sino que esperan el momento de ser revestidos de un cuerpo glorificado semejante al cuerpo de Jesús. En otras palabras, esperan la gloriosa aparición del Hijo, viniendo del cielo. ¿No es mucho más bienaventurado esperar el día de gloria estando en el seno de nuestro amado Señor que esperarlo en este mundo triste y sombrío? Por eso el apóstol dice: “Y más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor”.

Cuando, para el incrédulo, llega el momento de la muerte con todos sus terrores, para el creyente es el momento de dejar de lado completamente todo aquello que impide la comunión con Cristo; es liberado entonces de todo lo mortal. Cuando los soldados romanos quebraron las piernas de los dos malhechores, enviaron a uno de ellos junto a Jesús, y al otro al lugar donde no hay esperanza. Es, pues, importante que cada uno de nosotros tenga confianza en que, para el creyente, estar “ausente del cuerpo” significa estar “presente al Señor”. Por otro lado, espantosa y terrible más allá de toda expresión es la condición de aquellos que, ausentes del cuerpo, han de estar presentes con el diablo y sus ángeles.

Filipenses 1:21-23

“Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne resulta para mí en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger. Porque de ambas cosas estoy puesto en estrecho, teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchísimo mejor”.

Aquí, un siervo laborioso levanta la vista de entre sus campos de labor y expresa su ardiente deseo de irse a la presencia de su Maestro. Se halla en la disyuntiva: su espíritu desea marchar, pero echa una mirada de afecto sobre aquellos que sentirían con profundo dolor su pérdida; pensando en ellos, refrena su deseo. “Quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros”, dice a los filipenses, “y confiado en esto, sé que quedaré, que aún permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe” (v. 24-25). ¡Qué abnegación! Aspira a estar con Cristo; pero es necesario que permanezca con ellos, y está dispuesto a quedarse. En lo que a él se refiere personalmente, partir era “muchísimo mejor”; pero en lo que concierne a los demás, quedarse era “más necesario”. Lleno del espíritu de Cristo, estaba dispuesto a sacrificarse para provecho de ellos.

Ahora, si el lector quiere agrupar estos cuatro pasajes, no solo tendrá ante sí lo que nos da el Nuevo Testamento acerca de los que partieron en la fe de Cristo, sino que verá también que el Espíritu Santo presenta el tema de manera de hacer frente a las diversas condiciones en las que puede hallarse un cristiano. En Lucas 23 vemos a una persona salva, llevada inmediatamente al paraíso. En Hechos 7, tenemos a alguien a quien le fue permitido sufrir por el nombre de Jesús. En 2 Corintios 5, se trata de un cristiano que gime, cargado, y que desea dejar a un lado su frágil tienda (tabernáculo) para estar presente con el Señor.

En Filipenses 1, vemos a un siervo abnegado, rodeado de sus preciosas gavillas, que mira a su Maestro y que aspira a hallar un lugar a sus pies.

Este tema, tan interesante, se halla desarrollado por completo. Note cuidadosamente el lector que es inexistente la idea de que el alma esté en un estado de sueño mientras el cuerpo está en la tumba. Aun cuando no dispusiéramos de la perfecta evidencia de las Escrituras a ese respecto, esta extraña idea se refutaría a sí misma. ¿Quién podría admitir algo tan monstruoso como la noción de un alma dormido? ¡No! El Señor Jesús no dijo al malhechor: «hoy te dormirás». Esteban no encomendó su espíritu al sueño, sino a su Señor. El apóstol no dice: «deseamos más dormirnos» o «teniendo el deseo de dormir».1

¡Bendito sea Dios! Su Palabra nos enseña muy claramente que, si es su voluntad que dejemos este mundo antes de la venida de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, nuestro lugar será con él mismo, allá arriba, donde el pecado y el dolor son desconocidos, para gozar de la comunión ininterrumpida con Aquel que nos amó y nos lavó de nuestros pecados en su sangre, esperando el momento en que “se tocará la trompeta, y los muertos serán resucitados incorruptibles, y nosotros seremos transformados” (1 Corintios 15:52).

  • 1Esta expresión “dormir” o “dormirse” empleada varias veces en la Escritura (Juan 11:11-13; 1 Tesalonicenses 4:13-15, etc.), se aplica al cuerpo, cuyo despertar deja entrever la resurrección.