“No estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es así que el Espíritu de Dios habita en vosotros.” (Romanos 8:9, V.M.)
“Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba,
donde está Cristo sentado a la diestra de Dios.”
(Colosenses 3:1)
¡Maravillosas alturas y profundidades de la gracia divina! Sus profundidades nos tomaron cuando estábamos en nuestros delitos y pecados, expuestos a la ira de Dios. Sus alturas nos llevaron, en Cristo, hasta Dios, a una bendición eterna. Ahora se dice de nosotros que no estamos “en la carne” (Romanos 8:9, V.M.), que no somos “del mundo” (Juan 17:14), que no estamos “bajo la ley” (Romanos 6:14), sino “en el Espíritu”, y que fuimos bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3).
La importante pregunta para nosotros es esta: ¿Hasta qué punto hemos recibido estas verdades en nuestro corazón? ¿Hasta qué punto hemos acompañado de fe la verdad de Dios respecto a lo que Él operó en Cristo? El punto práctico es este: ¿Tomamos habitualmente nuestro lugar en el Señor Jesús cuando estamos en relación con nuestro Padre? Los que comprenden estas verdades por la fe encontrarán su gozo y reposo allí, en la presencia del Padre. Adoran a Dios en el Espíritu, y tienen comunión “con el Padre, y con su Hijo Jesucristo” (1 Juan 1:3).
Pero aunque el creyente no está en la carne, descubre con tristeza que la carne está en él. Por experiencias humillantes aprende a decir: “En mí, esto es, en mi carne, no mora el bien” (Romanos 7:18). La gran causa de desánimo para todo creyente en el curso de su crecimiento espiritual no radica tanto en lo que hace, sino más bien en lo que él es. Tomar conciencia, y con dolor, de que posee esta mala naturaleza: orgullo, voluntad propia y codicia que surgen en lo profundo de su ser, aun cuando no se exterioricen. Y cuanto mayor es su deseo de vivir para la gloria de Dios, mayor también es su tristeza al ver su “ropa contaminada por su carne” (Judas 23). Allí, en su corazón, se encuentra su mayor enemigo, su adversario permanente, que ni el tiempo ni las circunstancias pueden mejorar, porque es irremediablemente malo, “engañoso… más que todas las cosas, y perverso” (Jeremías 17:9). Y cuanto más nos ocupamos de nuestra vieja naturaleza marcada por el pecado, más débiles somos frente a ella, porque es ella la que cobra importancia en nuestra vida y ya no más el Señor Jesús, que es nuestra nueva vida.
Estar ocupado en las variadas y engañosas actividades de la carne, no es de ninguna manera considerarla crucificada; tampoco es hacer realidad que hemos muerto en cuanto a la carne. Considerarla como una fuerza contraria que hay que vencer, es reconocer su presencia, reconocer que está viva. Pero tenerla por muerta en la muerte de Cristo, muerta judicialmente en Cristo nuestro Sustituto, y encontrar todos nuestros recursos en un Cristo resucitado y glorificado, es considerarnos “muertos al pecado” y “vivos para Dios en Cristo Jesús” (Romanos 6:11). ¡La fe siempre mira las cosas desde el punto de vista de Dios! Se pone del lado de Dios, quien considera nuestro viejo hombre puesto de lado para siempre en la muerte de Cristo en la cruz, y quien nos ve siempre “completos en él”, su Hijo amado, en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9-10).
Es cierto que somos objeto de los continuos cuidados y disciplina de nuestro Padre. Si estamos en la carne y no en el Espíritu, esto puede requerir Su reprensión y disciplina de amor; pero ello no afecta de manera alguna la preciosa verdad de nuestra permanente aceptación en el Señor Jesús resucitado y de nuestra posición en Él. Hemos sido hechos “perfectos para siempre” por la ofrenda de Cristo, hecha una vez para siempre (Hebreos 10:14). El hecho es que, por la gracia, no estamos “en la carne” sino en Cristo, aunque la carne esté en nosotros. Lo que debemos hacer es reconocer que nuestro viejo hombre, delante de Dios y para la fe, ha muerto en Cristo crucificado. Entonces podemos estar constantemente ocupados en el Hijo de Dios que triunfó, como Aquel en quien hallamos todos nuestros recursos, nuestra fuerza y nuestros motivos.
Aquellos que están ocupados con las glorias y excelencias personales de nuestro Señor Jesucristo, con su obra cumplida y con todo lo que Él es para nosotros, son verdaderamente bienaventurados. Son hechos capaces de gustar siempre las consolaciones del amor del Padre, y el gozo de su eterna seguridad, siendo hechos perfectos y estando completos en su Hijo amado. ¡Podrán velar y orar esperando su retorno!