Los dos lazos

La vida eterna y la comunión personal

En el cristianismo hay dos lazos muy importantes: el lazo de la vida eterna, y el lazo de la comunión personal. Ambos son diferentes y nunca deben confundirse; y, puesto que están íntimamente relacionados, no deben separarse jamás. El primero constituye el fundamento de nuestra seguridad; el segundo, la fuente secreta de nuestro gozo y el origen de nuestro crecimiento espiritual. El primero no puede ser roto jamás; el segundo, lo puede ser por miles de cosas.

En primer lazo —de la vida eterna— es la obra de Dios solo. El hombre en su estado natural no tiene ningún conocimiento de este lazo: “Lo que es nacido de la carne, carne es” (Juan 3:6). Puede que haya mucho de lo que es realmente amable, gran nobleza de carácter, gran generosidad, estricta integridad; pero no vida eterna. El primer lazo es desconocido. No importa cuán cultivada y elevada sea la naturaleza: usted no puede de ninguna manera formar el gran lazo de la vida eterna. Puede hacer esta naturaleza moral, instruida, religiosa, pero en tanto ella sea simplemente naturaleza, no tiene la vida eterna… No podemos, por las excelencias del primer Adán, por más que se concentren en un solo individuo, establecer un derecho a ser miembros del segundo Adán, que es Cristo. Los dos son totalmente distintos. El viejo y el nuevo, el primero y el Segundo. “Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es”. “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (Juan 3:6; 2 Corintios 5:17).

Nada puede ser más explícito, más concluyente que la última cita de 2 Corintios 5: “Las cosas viejas” —cualquiera sea su naturaleza— “pasaron”. Su existencia no es reconocida en la nueva creación, donde “todo… proviene de Dios” (v. 18). El antiguo fundamento ha sido completamente removido y, en la Redención, se han echado nuevos cimientos. No hay una sola partícula del viejo material, empleado en el nuevo. “Todas (las cosas) son hechas nuevas”: “todo… proviene de Dios”. Los vasos de la antigua creación han sido puestos de lado y, en su lugar, fueron puestos los de la Redención. La vestimenta de la antigua creación ha sido desechada, y la nueva, la impecable ropa de la Redención, la sustituyó. La mano del hombre jamás tejió un solo hilo ni puso un solo punto en esta bella ropa. ¿Cómo lo sabemos? ¿Cómo podemos hablar con semejante confianza y autoridad? Lo decimos, por la autoridad divina y la voz concluyente de la Santa Escritura, que declara que en la nueva creación “todo… proviene de Dios”. ¡Alabado sea el Señor de que así sea! Esta verdad que hace que todo sea tan seguro, pone todas las cosas en una posición que está enteramente fuera del alcance del poder del enemigo. El adversario no puede tocar nada ni a nadie en la nueva creación.

Examinemos ahora cómo podemos entrar en la nueva creación —y de qué manera venimos a ser poseedores de la naturaleza divina—, cómo se forma este lazo de la vida eterna. Una cita o dos de la Palabra bastarán para hacernos comprender este punto. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16). Lector, note estas palabras, y observe la relación: “en él cree” y “tenga vida eterna”. He aquí el lazo: la simple fe. De esta manera pasamos de la antigua creación y de todo lo que le pertenece, a la nueva creación con todo lo que le pertenece. Éste es el precioso secreto del nuevo nacimiento: la fe que opera en el alma por la gracia de Dios, por el Espíritu Santo; la fe que cree a Dios en su Palabra, que da por cierto con su sello que Dios es veraz. La fe que enlaza al alma con un Cristo resucitado: la Cabeza y el principio de la nueva creación.

Pasemos a otra cita: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). Aquí encontramos de nuevo el enlace: “El que cree en mí”, “tiene vida eterna”. Nada puede ser más simple. Por el nacimiento natural, entramos en los límites de la antigua creación, y venimos a ser herederos de todo lo que pertenece al primer Adán. Por el nacimiento espiritual, entramos en los límites de la nueva creación y venimos a ser herederos de todo lo que pertenece al segundo Adán. Y si se pregunta: ¿Cuál es el secreto del gran misterio del nacimiento espiritual? La respuesta es: La fe. “El que cree en mí”, dice el Señor. En consecuencia, si el lector cree en Jesús, él está en la nueva creación, según el lenguaje de los pasajes citados; es poseedor de la naturaleza divina; está unido a Cristo por un lazo que es absolutamente indisoluble. Esa persona no perecerá jamás. Ningún poder de la tierra o del infierno, de los hombres o de los demonios, es capaz de romper ese lazo de la vida eterna que pone en relación a todos los miembros de Cristo con su Cabeza en la gloria, y los unos con los otros…

Además, debemos ser cuidadosos de no confundir el lazo de la vida eterna con el de la comunión personal, los cuales, aunque íntimamente unidos, son perfectamente distintos. No debemos desplazarlos, sino dejarlos en su orden divino. El primero no depende del segundo, pero el segundo proviene del primero. El segundo es un lazo tanto como lo es el primero, pero es el segundo y no el primero. Todo el poder y la malicia de Satanás son incapaces de romper el primer lazo; el peso de una pluma puede romper el segundo. El primer lazo es eterno, el segundo puede ser roto en un instante. El primero debe su permanencia a la obra de Cristo por nosotros, la que fue cumplida en la cruz, y a la Palabra de Dios para nosotros, que fue establecida para siempre en el cielo. El segundo depende de la acción del Espíritu Santo en nosotros, y puede ser —y lamentablemente lo es— impedido por miles de cosas cada día. El primero está fundado en la victoria de Cristo a favor de nosotros; el segundo, por la victoria del Espíritu Santo en nosotros.

Ahora bien, nuestra firme convicción es que miles de cristianos son sacudidos con respecto a la realidad y la perpetuidad del primer lazo —el de la vida eterna—, a causa de sus fracasos en el mantenimiento del segundo, el de la comunión personal. Algo sobreviene para romper el segundo, y ellos comienzan a poner en duda la existencia del primero. Esto es un error, pero sirve para mostrar la inmensa importancia de una santa vigilancia en nuestro andar diario a fin de que el lazo de la comunión personal no sea roto por el pecado, en pensamientos, palabras o acciones; y, si es roto, deberíamos restaurarlo de inmediato mediante el juicio de sí mismo y la confesión, fundados en la muerte y la intercesión de Cristo. Es un hecho innegable, confirmado por la penosa experiencia de miles de santos, que cuando el segundo lazo es roto, es casi imposible ver la realidad del primero. Pero la interrupción de la comunión en sí, por más que para nosotros sea algo de vital importancia, en realidad no es sino algo de valor secundario, e incluso insignificante, cuando se la compara con la deshonra hecha a Cristo y con la tristeza causada al Espíritu Santo por aquello que ocasionó la pérdida de la comunión, esto es, por el pecado no juzgado.

¡Que el Espíritu Santo trabaje en nosotros poderosamente, para producir vigilancia, piedad, seriedad, celo, a fin de que nada interrumpa nuestra comunión, y que los dos lazos sean comprendidos y los disfrutemos en su debido lugar y en su orden conveniente, para la gloria de Dios por nosotros, para la estabilidad de nuestra paz en Él, y la integridad y la pureza de nuestro andar delante de él!

La Pascua: el sacrificio y la fiesta

A fin de desarrollar más plenamente el tema de «los dos lazos», queremos dirigir un momento la atención del lector a un importante pasaje de 1 Corintios 5: “Porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros. Así que celebremos la fiesta…” (v. 7-8). Esta breve cita nos muestra el alcance de la verdad presentada. En primer lugar, tenemos el gran hecho establecido: “Nuestra pascua… Cristo, ya fue sacrificada”, y, en segundo lugar, un serio llamamiento: “Celebremos la fiesta”. En el primer caso tenemos el fundamento de nuestra seguridad; en el último, el secreto de nuestra santidad personal.

Hallamos aquí, en su distinción característica y su debido orden, nuevamente los dos lazos. Tenemos un sacrificio y una fiesta, dos cosas totalmente distintas y, sin embargo, en íntima relación la una con la otra. El sacrificio es perfecto, pero la fiesta debe ser celebrada. Tal es el orden divino. La perfección del sacrificio asegura los derechos del creyente, y la celebración de la fiesta incluye toda su vida práctica.

Debemos tener cuidado de no confundir estas cosas. La fiesta de los panes sin levadura, fundada en la muerte del cordero pascual, era la figura de la santidad práctica que debía caracterizar toda la vida del creyente. Cristo ha sido sacrificado: esta verdad nos asegura un título perfecto. “Veré la sangre y pasaré de vosotros” (Éxodo 12:13). Por la sangre del cordero, Dios, como Juez, fue apaciguado y plenamente satisfecho. El ángel destructor debía atravesar la tierra de Egipto a la medianoche, con la espada del juicio en su mano, y el único medio para escapar era la aspersión de la sangre, y para Dios esta sangre era suficiente. Dios había dicho: “Veré la sangre y pasaré de vosotros”. La salvación de Israel descansaba en la estimación que Dios tenía de la sangre del cordero. El alma no podría descansar en una verdad más preciosa. La salvación del hombre descansa en la satisfacción que Dios halló en la obra de su Hijo. ¡Alabado sea Dios! “Nuestra pascua… Cristo, fue sacrificada por nosotros.” Notemos las palabras: “fue sacrificada” y “por nosotros”. Esto resuelve todo lo que concierne a la tan importante cuestión de la salvación del juicio y de la ira. Así se forma el precioso lazo de la salvación, el cual jamás puede ser roto. No hay ninguna diferencia entre el lazo de la vida eterna y el lazo de la salvación. El Señor Jesucristo —el Salvador viviente, la Cabeza resucitada—, mantiene, y mantendrá siempre, este lazo en una inquebrantable integridad, como él mismo lo dice: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis”. “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida.” “Viviendo siempre para interceder por ellos” (Juan 14:19; Romanos 5:10; Hebreos 7:25).

Todavía una o dos palabras sobre la exhortación del apóstol: “Así que celebremos la fiesta”. Cristo nos guarda, pero nosotros debemos celebrar la fiesta. Él fue sacrificado para que nosotros tengamos una fiesta que celebrar, y esta fiesta es una vida de santidad personal, una separación práctica de todo mal. La comida de los israelitas se componía de tres cosas: un cordero asado, hierbas amargas y panes sin levadura. ¡Preciosos ingredientes! Muestran en un lenguaje típico, primeramente, a Cristo habiendo soportado la ira de Dios por nosotros; en segundo lugar, los profundos ejercicios espirituales del corazón que fluyen de nuestra contemplación de la cruz; y, en tercer lugar, la santidad personal o la separación práctica del mal. Tal era la fiesta de los redimidos de Dios, y tal es la nuestra hoy. ¡Oh, que podamos celebrarla en su debido orden! ¡Tengamos los lomos ceñidos, los pies calzados y nuestro bordón de peregrinos en la mano! (véase Éxodo 12:11).