¿Qué pensar del discurso pronunciado por Abías, rey de Judá, sobre la montaña de Zemaraim, —discurso dirigido a Jeroboam y a su ejército que vienen para atacarlo? Tal vez la respuesta no es evidente. Por un lado, tenemos la impresión de que Abías está satisfecho de sí mismo y se jacta. Por otro lado, todas las afirmaciones de su discurso son correctas y finalmente, Dios concede la victoria a Judá sobre su invasor. ¿Es esta intervención de Dios la señal de su aprobación?
El estado de Israel y de Judá en esa época
Como consecuencia de la infidelidad de Salomón, el reino de Israel fue dividido. Diez tribus fueron dadas a Jeroboam y solo dos le quedaron a la familia de David.
Con la mira de crear un centro de unidad religiosa en su reino, Jeroboam estableció becerros de oro en Betel y en Dan, en el sur y en el norte de su territorio. Instituyó sacrificadores y ceremonias religiosas conforme a sus ideas, y disuadió a su pueblo de ir a adorar a Dios en Jerusalén. De esta manera llevó a las diez tribus a la idolatría. “Los pecados con que hizo pecar a Israel” fueron recordados hasta el fin de su historia (1 Reyes 15:26; … 2 Reyes 15:9, 18, 24, 28).
Al mismo tiempo que Jeroboam, Roboam reinó sobre las dos tribus de Judá y Benjamín. El culto de Dios fue mantenido en Jerusalén, los sacrificadores siguieron cumpliendo con su servicio conforme a las prescripciones de la ley. De todo el país hubo hombres que vinieron a Jerusalén, “los que habían puesto su corazón en buscar a Jehová Dios de Israel”; sirvieron para fortalecer el reino de Judá que anduvo en un buen camino durante un breve período (2 Crónicas 11:13-17).
Pero ¡ay! pronto, “Roboam… dejó la ley de Jehová, y todo Israel con él” (12:1). El gobierno de Dios en disciplina sobre Judá, y la intervención de un profeta que fue escuchado en cierta medida, frenaron un poco el desarrollo del mal (12:2-8). Sin embargo, Judá siguió de lejos el camino de las diez tribus: “Porque ellos también se edificaron lugares altos, estatuas, e imágenes de Asera, en todo collado alto y debajo de todo árbol frondoso” (1 Reyes 14:23). Y otras abominaciones, semejantes a las de los paganos, se practicaban en el país (v. 24).
Las Escrituras dan pocos detalles respecto del comportamiento de Abías —o Abiam— hijo y sucesor de Roboam. Su reino, solo de tres años, se resume de esta manera: “Y anduvo en todos los pecados que su padre había cometido antes de él; y no fue su corazón perfecto con Jehová su Dios, como el corazón de David su padre” (1 Reyes 15:3). Y si Dios hizo que subsistiera su reino, no fue de ninguna manera a causa de su fidelidad, sino “por amor a David” (v. 4-5).
El discurso sobre el monte de Zemaraim
Jeroboam, y las diez tribus, vienen para atacar el reino de Judá. Abías ve en frente de sí un ejército dos veces más fuerte que el suyo (2 Crónicas 13:3). Desde la cima de una montaña, dirige un discurso a sus adversarios para disuadirles de venir contra él (v. 4-12).
Lo que llama la atención en este discurso, es que no comporta más que afirmaciones justas… y que sin embargo suena falso. Abías recuerda los dones de Dios y sus promesas a David, la rebelión de Jeroboam, luego los becerros de oro y el culto corrupto establecido en Israel. En contraste, describe el culto conforme a la ley de Moisés que se rinde en Jerusalén. Hasta se atreve a afirmar: “Mas en cuanto a nosotros, Jehová es nuestro Dios, y no le hemos dejado” (v. 10). Y aún: “Y he aquí Dios está con nosotros por jefe, y sus sacerdotes con las trompetas del júbilo… Oh hijos de Israel, no peleéis contra Jehová el Dios de vuestros padres, porque no prosperaréis” (v. 12). En cuanto al aspecto exterior, todo esto era justo. Y es innegable que el ataque de Jeroboam contra el reino de Judá iba en contra de la voluntad de Dios, la cual era de mantener una “lámpara” en Jerusalén (1 Reyes 15:4).
Pero ¿no es extremadamente penoso oír a un hombre poner en evidencia las faltas de los demás, a la vez que afirma su propia justicia y el buen estado de su pueblo? ¡Y esto tanto más por cuanto el testimonio que Dios nos muestra respecto a él es muy distinto! El libro de las Crónicas guarda silencio sobre este aspecto de las cosas, pero el libro de los Reyes nos dice que Abías anduvo en el mismo mal camino como su padre Roboam (1 Reyes 15:3). En estas condiciones ¿qué valor podía tener la afirmación de que Dios estaba con Judá? Era solo una vana pretensión.
¿Podía Dios satisfacerse del culto exteriormente correcto que aún se rendía en Jerusalén? ¿Podía estar con aquellos cuyos corazones se habían alejado de él, y en particular, con este rey? ¡Cuán triste es esta jactancia!
La gracia de Dios para con los hombres de Judá
El discurso de Abías no tuvo ningún efecto, ni persuasivo, ni disuasivo sobre Jeroboam y su ejército. Siguieron con su ataque. Rodeado por sus enemigos, Judá se halló en angustia. Y entonces: “clamaron a Jehová” (2 Crónicas 13:14). En su gracia, Dios respondió a su grito. “Dios desbarató a Jeroboam y a todo Israel delante de Abías y de Judá” (v. 15). No se habla de la fe de Abías, sino de la de los hombres de su pueblo. “Los hijos de Judá prevalecieron, porque se apoyaban en Jehová el Dios de sus padres” (v. 18). Así es como Dios contesta a los que se confían en él.
El capítulo no menciona ni alabanza ni agradecimiento al Dios que había dado una gran salvación. Concluye diciéndonos que “Abías… tomó catorce mujeres, y engendró veintidós hijos y dieciséis hijas” (v. 21). Abías anda en los caminos mundanos de Salomón.
¿Vana pretensión o hecho de fe?
El Dios que sondea los corazones sabe, y él solo, cuál era el verdadero estado de Abías. Sea como sea, su historia nos da una instrucción solemne. Nos enseña que la conciencia de estar exteriormente en el camino de Dios puede llevarnos a pronunciar palabras de juicio respecto de los que manifiestamente están en un mal camino, y palabras de satisfacción de nosotros mismos que solo revelan el orgullo de nuestros corazones. Igual como le sucedió a Abías, nuestra apreciación de nosotros mismos puede ser muy distinta de la de Dios.
A pesar de los estados de ánimo y de corazones diametralmente opuestos podemos afirmar que Dios está con nosotros. Podemos hacerlo con un denuedo de mala clase, fundado en la propia justicia y una religión exteriormente correcta. Pero también podemos hacerlo con un denuedo legítimo, reconocido y aprobado por Dios, fundado en la certidumbre de la fe. Tal denuedo se une perfectamente con la humildad. Es lo que nos muestra el ejemplo siguiente.
El denuedo de David frente a Goliat
El relato de 1 Samuel 17 es muy conocido. Ciertamente, no es a causa de “la soberbia de su corazón” —a pesar de que su hermano mayor le acusa por esto (v. 28)— que David había venido al valle de Ela. Su padre lo había mandado allá con una misión particular. Y cuando el joven vio al pueblo de Israel temblando frente a los filisteos, cuando oyó al gigante Goliat que “había provocado al ejército del Dios viviente” (v. 36), su corazón se conmovió. Siendo joven pastor en la soledad de los pastos, había experimentado la bondad y el poder de Dios (v. 34-37). Y Dios, en este día de angustia ¿no sería capaz de liberar a su pueblo? ¿No daría una respuesta a la fe del que se apoya plenamente en él? David solo cuenta con Dios y no con su honda, ni con sus méritos o con los de Israel. ¡Qué denuedo tan magnífico hay en las palabras que dirige al gigante al acercarse a él! “Jehová te entregará hoy en mi mano, y yo te venceré, y te cortaré la cabeza, y daré hoy los cuerpos de los filisteos a las aves del cielo y a las bestias de la tierra; y toda la tierra sabrá que hay Dios en Israel. Y sabrá toda esta congregación que Jehová no salva con espada y con lanza” (v. 46-47).
¡Que el ejemplo de David nos dé aliento! ¡Y el de su bisnieto Abías sea una seria advertencia para nosotros!
“Con los humildes está la sabiduría” (Proverbios 11:2).
“Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu” (16:18).
“La soberbia del hombre le abate; pero al humilde de espíritu sustenta la honra” (29:23).