Pruebas

Santiago 1

La epístola de Santiago habla de dos “tentaciones” diferentes. Al leer: “Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios; porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni él tienta a nadie”, es cuestión de la tentación interior: “sino que cada uno es tentado, cuando de su propia concupiscencia es atraído y seducido. Entonces la concupiscencia, después que ha concebido, da a luz el pecado; y el pecado, siendo consumado, da a luz la muerte” (1:13-15).

Por el contrario, en el versículo 2 como en el 12 de este mismo capítulo, se trata de la tentación que viene de fuera, que el apóstol llama: “la prueba de vuestra fe”; conviene tener “por sumo gozo” el hecho de hallarse en una prueba y es bienaventurado aquel que, soportando con paciencia, resiste la tentación.

Estas dos tentaciones pueden conducir a la muerte, pero para la primera es la muerte como paga del pecado, mientras que para la segunda se trata de la muerte del cuerpo como término de un camino de fidelidad en la prueba que puede llegar hasta ahí (véase Santiago 1:12; Apocalipsis 2:10).

La prueba de la fe “produce paciencia” (Santiago 1:3); es la “tribulación” de Romanos 5:3, tribulación que quiebra la propia voluntad —voluntad de nuestro corazón natural que no ama sufrir— y lo que nos hace impacientes. Cuando nuestra voluntad es sumisa a la voluntad de Dios, dejamos de ser impacientes y esperamos, pacientemente, que Dios obre. La paciencia debe tener “su obra completa”; cuando este resultado está alcanzado, somos “perfectos y cabales”, es decir que no tenemos otra voluntad que la de Dios (Santiago 1:4).

Cristo, hombre en la tierra, es nuestro Modelo; en Él, la paciencia siempre ha tenido “su obra completa”. Por eso pudo decir: “Sí, Padre, porque así te agradó” (Mateo 11:26). Teniendo tal modelo, el apóstol Santiago también nos exhorta a tomar “como ejemplo de aflicción y de paciencia a los profetas que hablaron en nombre del Señor”. A lo que añade: “He aquí, tenemos por bienaventurados a los que sufren. Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor, que el Señor es muy misericordioso y compasivo” (5:10-11).

El creyente ha sido renacido “para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos”, y así mismo, caminando en este mundo, es guardado “por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero”; puede pues alegrarse, “aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tenga que ser afligido en diversas pruebas”. Gozo a través de las aflicciones, tal es la parte del rescatado aquí abajo; pero eso con vista a un resultado glorioso: “para que sometida a prueba vuestra fe… sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro 1:3-8). Habiendo sido probada la fe, se producen frutos; algunos ahora (Romanos 5:3-5; Santiago 1:2-4), mientras que otros serán vistos más tarde, en gloria: para aquel que “haya resistido la prueba” (Santiago 1:12), y para Jesucristo (1 Pedro 1:7). ¡Qué ánimo! Vale la pena atravesar la prueba de la fe, cualesquiera que sean los sufrimientos que implica, porque sus resultados añadirán algo a la gloria de Cristo. ¡Qué gloria para Él, cuando sea manifestado el fruto de su trabajo en los suyos, “cuando venga en aquel día para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron”! (2 Tesalonicenses 1:10).

A menudo es difícil desenredar, en los dolorosos ejercicios que tenemos que conocer, aquello que es prueba de la fe, disciplina enviada por Dios para nuestra formación y castigo merecido por nuestra infidelidad; en muchos casos, hay sin duda una parte, más o menos grande, de cada una de estas tres formas de prueba. Una disciplina puede muy bien no implicar ningún castigo, mientras que en todo castigo hay una disciplina; y puede suceder que el castigo siendo recibido de la mano de Dios, con el espíritu que conviene, y la disciplina produciendo frutos, nos lleve a meditar en que lo que Dios había dispensado como un castigo se convierte en la prueba de la fe. De esto, los capítulos 19 y 20 del segundo libro de Crónicas nos dan una notable ilustración, la cual consideraremos más adelante.

En 1 Pedro 1:3-8, se trata de la prueba de la fe; no es cuestión ni de disciplina ni de castigo. Dios ha discernido, en un corazón, un poco de esta fe que lo honra en el camino de la obediencia en el cual el creyente es guardado para Su propia gloria, y Él quiere ponerla en evidencia. Con ese propósito Dios permite, o envía las “diversas pruebas” que afligen al rescatado pero que producen frutos benditos ahora, ¡esperando que los plenos resultados sean vistos en gloria!

Hablando de Cristo, en 1 Pedro 1:7, el apóstol añade inmediatamente: “a quien amáis sin haberle visto”. Este pasaje nos presenta la esfera de la fe. No hemos visto el Objeto de nuestros corazones, si no es por la fe; no obstante, “nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19), “en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso” (1 Pedro 1:8). “En quien creyendo”: es Cristo, Objeto de nuestra fe, Aquel en quien hemos creído para salvación de nuestra alma, que hemos aprendido a conocer a lo largo del camino y en quien podemos descansar apaciblemente para lo que está ante nosotros. Experiencia que había hecho el apóstol, en tan rica medida, durante todo su ministerio y que le permitía decir, cuando llegó el momento de su partida: “Yo sé a quién he creído”. Sabía que Aquel a quien había creído, después de haberlo guardado, tenía poder para guardar el depósito “para aquel día” (véase 1 Pedro 1:5; 2 Timoteo 1:12). El apóstol habla de la fe en 1 Pedro 1:5, de la prueba de la fe en el versículo 7; de alegrarse en el 6 y de un gozo inefable y glorioso en el 8. La fe siempre puede gozarse, pero cuando se encuentra en la prueba, Cristo es verdaderamente conocido y el creyente puede entonces gozarse de un “gozo inefable y glorioso”. Gozo inefable, que es difícil expresar, y que las palabras no pueden traducir, pero que llena el corazón de aquel que ha sido probado. Gozo glorioso, porque Cristo, un Cristo glorioso, es su tema e inunda el corazón del rescatado quien, por fe, goza del cielo y de la gloria, aunque se encuentre todavía en un mundo en el que es probado “por un poco de tiempo”. Si vale la pena conocer la prueba de la fe pensando en la gloria de Cristo en su día, ¿no vale también la pena atravesarla para gozarse de “un gozo inefable y glorioso”?


Cuando hablamos de pruebas, pensamos generalmente en circunstancias dolorosas, limitando así el sentido de la palabra porque algunas pruebas no son circunstancias dolorosas. Una prueba, es lo que Dios dispensa al creyente para manifestar el estado de su corazón (véase Deuteronomio 8:2; 2 Crónicas 32:31).

La prueba puede ser un castigo que hemos merecido. ¿La aceptaremos sin irritación ni rebeldía, juzgándonos profundamente ante Dios? Imitemos el ejemplo del rey Josafat que escuchó el mensaje de Jehú (2 Crónicas 19:2) y supo sacar todo el provecho de este mensaje mandado por Dios! De tal manera que, cuando el castigo llegó, lo vemos, con temor, volver su rostro para buscar a Dios, y proclamar un ayuno por todo Judá. Así pues, ¡la prueba que se cernía sobre él como un castigo fue cambiada en prueba de su fe! El enemigo despliega su poder, los hijos de Moab y los hijos de Amón están ahí, “una gran multitud”… ¡Qué importa! Josafat mira hacia arriba, ora con fe, puede decir con confianza: “No sabemos qué hacer, y a ti volvemos nuestros ojos”. Su fe, probada, es puesta en evidencia de tal forma que puede llamar a la fe a todo el pueblo: “Oídme, Judá y moradores de Jerusalén. Creed en Jehová vuestro Dios, y estaréis seguros; creed a sus profetas, y seréis prosperados”. Lo propio de la fe es que puede gozarse incluso antes de que la liberación haya tenido lugar: Josafat “puso a algunos que cantasen y alabasen a Jehová”, “y cuando comenzaron a entonar cantos de alabanza” ¡Jehová intervino para liberarlos maravillosamente! “Y todo Judá y los de Jerusalén, y Josafat a la cabeza de ellos, volvieron para regresar a Jerusalén gozosos, porque Jehová les había dado gozo librándolos de sus enemigos. Y vinieron a Jerusalén con salterios, arpas y trompetas, a la casa de Jehová” ¡Qué gozo para todos! ¡Qué gloria para Dios! Estos son los resultados de la prueba de la fe, como nos lo ha mostrado 1 Pedro 1:3-8 (véase 2 Crónicas 19 y 20).

La prueba también puede ser una forma de disciplina necesaria para nuestra educación; forma parte de “todas las cosas” que ayudan a bien a los que aman a Dios (Romanos 8:28). ¿La recibimos con sumisión, sin desánimo sino ejercitados por ella, comprendiendo que nos es dispensada por un Padre que nos ama, que quiere instruirnos y formarnos, que desea que “participemos de su santidad” y que obra de tal manera “para a la postre hacerte bien”? (véase Hebreos 12:4-11; Deuteronomio 8:16).

También puede ser la prueba de la fe, de la que ya hemos hablado. Si un hijo de Dios es probado por Aquel que en otro tiempo probó la fe de Abraham (Génesis 22), ¡Ojalá pueda éste manifestar los caracteres que se vieron en el patriarca!

¡Pero Dios nos prueba igualmente con la prosperidad! Aunque seamos, también nosotros, “hombres de poca fe”, en la angustia volvámonos hacia Aquel que solo nos puede socorrer; el sentimiento de nuestra miseria nos lleva a mirar hacia Él y, cual sea nuestra condición, hace que vivamos preciosas experiencias. Mientras que en los días en que todo va bien, no tenemos suficiente consciencia de nuestras verdaderas necesidades, somos llevados a alejarnos de Dios y a volvernos hacia el mundo, a vivir como egoístas, a gloriarnos de lo que poseemos, material o espiritualmente, olvidando que lo hemos recibido de Dios. ¡Cuántas vidas cristianas han sido arruinadas por la prosperidad, sobretodo la prosperidad material! ¡Cuántas, por el contrario, han sido enriquecidas durante pruebas dolorosas! ¿No podemos decir que la prosperidad es sin duda la prueba más difícil de atravesar victoriosamente?

Consideremos en las Escrituras algunos ejemplos de pruebas por la prosperidad.

¿Qué fue de David, el rey “según el corazón de Dios”? “En mi prosperidad dije yo: no seré jamás conmovido, porque tú, Jehová, con tu favor me afirmaste como monte fuerte”. ¡Aunque haya en él el sentimiento del favor de Dios que le ha dado la prosperidad, sin embargo da testimonio de una confianza en sí mismo que traduce el estado de su corazón! Dios cambia las circunstancias, David exclama inmediatamente: “Escondiste tu rostro, fui turbado” (Salmo 30:6-7).

El comienzo del reinado de Uzías fue caracterizado por una gran prosperidad, porque ese rey de Judá había buscado a Dios: “En estos días en que buscó a Jehová, él le prosperó”, y “fue ayudado maravillosamente, hasta hacerse poderoso”. Los quince primeros versículos del capítulo 26 del segundo libro de Crónicas nos describen el comienzo de este reinado, hasta ahí notable bajo todos los aspectos. ¡Uzías fue puesto a prueba y la prosperidad manifestó el estado de su corazón! “Mas cuando ya era fuerte, su corazón se enalteció para su ruina; porque se rebeló contra Jehová su Dios”. Hubiera tenido que quedarse tanto más cerca de Dios viendo Su mano extendida en bendición sobre él, pero no, ¡se enorgulleció y pecó contra Dios!

Otro ejemplo más, el del rey Ezequías. Sabemos que ese rey tuvo que atravesar tres pruebas particulares. La primera, la prueba de su fidelidad y de la fe: el asalto del rey de Asiria para apoderarse de Jerusalén; salió vencedor. La segunda, la de su enfermedad: después de haber estado sin recursos ante Senaquerib y sus ejércitos, ahora es impotente ante la presencia de la muerte; pero, aquí también, se vuelve hacia Dios, de tal manera que esta disciplina le lleva a recoger la bendición que Él quería concederle. La tercera, aquella de la prosperidad: habiéndole dado “riquezas y gloria, muchas en gran manera”, Dios “lo dejó, para probarle, para hacer conocer todo lo que estaba en su corazón” (2 Crónicas 32:27-31). Dios hubiera podido guardarlo cuando los mensajeros del rey de Babilonia vinieron a verlo, como lo había hecho en sus dos primeras pruebas, pero quería revelarle el estado de su corazón y por eso “lo dejó”. El piadoso rey Ezequías había descendido al nivel de los que solo viven por las cosas terrenales y ¡no se había dado cuenta! Era necesario que Dios le enviara esta prueba para abrirle los ojos. ¿No hubiera tenido Ezequías que hablar a los enviados de Merodac-Baladán de lo que Dios había hecho por él en las dos circunstancias que acabamos de recordar, dando así un fiel testimonio de su Dios? En lugar de eso, ¡solo piensa en alardear de sus riquezas! El rey de Babilonia le envía una carta y un presente, y Ezequías se pone sobre el mismo terreno que este, abandonando la dependencia de Dios que hasta entonces lo había caracterizado. En realidad, no es en ese momento que Ezequías tropezó; pero el estado de su corazón fue manifestado y la insuficiencia que ya se había producido fue revelada.

Sin duda que una prueba, cual sea, es un medio que Dios emplea para manifestar el estado del corazón; pero, en muchos casos, ¿hay una prueba mejor que la prosperidad para esta manifestación? Las bendiciones materiales o espirituales que nos son dadas pueden hacernos olvidar al Donador, conducirnos al egoísmo y al desconocimiento de las realidades eternas. Es una de las enseñanzas presentadas por el Señor en la parábola de Lucas 12 (v. 16-21). Es también el peligro contra el cual el pueblo de Israel estaba advertido cuando, al terminar su viaje en el desierto, iba a entrar en el país de la promesa. Durante esos cuarenta años, Dios lo había probado de muchas maneras para saber lo que había en su corazón. (Deuteronomio 8:2); ahora que la “buena tierra” se abría ante él, Dios le declara mediante la boca de Moisés: “Cuídate de no olvidarte de Jehová tu Dios… no suceda que comas y te sacies… y todo lo que tuvieres se aumente… se enorgullezca tu corazón, y te olvides de Jehová tu Dios… y digas en tu corazón: Mi poder y la fuerza de mi mano me han traído esta riqueza” (Deuteronomio 8:11-20).

Cuatro cosas se le pedía a Israel, como también se nos pide a nosotros hoy: temer a Dios, andar en sus caminos, amarlo y servirlo (Deuteronomio 10:12). Para cumplirlas, hace falta un buen estado de corazón; por eso está añadido: “Circuncidad pues vuestros corazones” (v. 16, V.M.). La circuncisión “hecha con mano en la carne” (Efesios 2:11) no era más que una señal, aquella de la separación exterior; la circuncisión del corazón es una verdadera separación interior para Dios ¡y es esta la que importa! No nos gloriemos de una cierta separación exterior, aunque sea necesaria, si no hemos “circuncidado nuestros corazones” en primer lugar.

“Guardaos, pues, que vuestro corazón no se infatúe, y os apartéis…” (Deuteronomio 11:16). Velemos, por encima de todo y ante todo, sobre el estado de nuestro corazón, sin olvidar la exhortación de Proverbios 4:23: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida”. Si se nos dispensan pruebas, pruebas dolorosas o pruebas de prosperidad, que siempre puedan llegar a ser pruebas de la fe y manifestar, para gloria de Dios, ¡el estado de un corazón en el cual todo está en orden con Él! Para eso, hagamos nuestra, cada día, la oración de David: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23-24).