¿Soy verdaderamente un cristiano?

Numerosos recién convertidos están turbados y lo expresan así: «Primero yo creía ser salvo, pero ahora comienzo a temer que, después de todo, no ha sido sino una ilusión, porque en vez de sentirme mejor, me siento peor que antes de mi conversión». Estas personas están profundamente desanimadas descubriendo su mala naturaleza que no se mejora, aunque hacen grandes esfuerzos. Un tal estado de alma ofrece a Satanás una ocasión para lanzarnos sus temidos ataques. Nos sugiere, por ejemplo, que somos unos miserables hipócritas pretendiendo ser lo que no somos, y que sería mejor abandonar tal pretensión y mostrarnos tal como somos y confesar que no tenemos la verdadera fe, que no sabemos lo que es creer.

¿Qué es creer entonces? No es el esfuerzo que consistiría en sentir que tenemos la vida eterna, habiéndola ganado por una fe suficientemente grande. Creer es simplemente aceptar como verdadero lo que Dios dice en su Palabra. ¿Y qué nos dice? “Todos pecaron” y “la paga del pecado es muerte” (Romanos 3:23; 6:23); entonces todos mueren. Pero Dios no puede satisfacerse viendo al hombre morir. “De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

¿Está usted de acuerdo con Dios referente a estos puntos, o piensa que tiene en usted mismo buenas cosas para presentarle y adquirir a cambio su salvación?

“El que recibe su testimonio (de Jesús), éste atestigua que Dios es veraz. Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla... El que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él” (Juan 3:33-36).

Después de leer esto, no puede dudar todavía de que, si cree, tiene la vida eterna. Pero al comparar su experiencia diaria con otras verdades muy claras de la Palabra de Dios, usted está turbado. Por ejemplo, está escrito que “aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado... y no puede pecar” (1 Juan 3:9); “vence al mundo” (5:4); “el maligno (Satanás) no le toca” (5:18). Ahora bien, estamos obligados a reconocer que después de nuestra conversión podemos pecar todavía, que el mundo no cesa de tener victorias sobre nosotros, que el diablo nos ataca sin cesar, y nos toca.

Por otra parte leemos: “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios” (Romanos 8:7-8). “La carne” en este versículo designa nuestra vieja naturaleza, fuente de todos los malos pensamientos y de todas las malas acciones; ella no puede agradar a Dios.

El creyente es un ser complejo que posee a la vez dos naturalezas: una mala, propensa a pecar; la otra, recibida en la conversión, divina, pura, santa, llena de amor, animada por el Espíritu Santo. Si la nueva naturaleza del creyente se manifiesta, su vida será toda para la honra de Dios. Si es su vieja naturaleza, él deshonrará a Dios. Como no puede desligarse de esta última, ya que está ligada a él en tanto que viva sobre la tierra, ¿cómo podrá impedir que se manifieste?

“Así que, yo mismo con la mente (es decir el espíritu renovado) sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” (Romanos 7:25).

Así, la vieja naturaleza es origen de todas esas dificultades. Ya que no podemos separarnos de ella, ¿debemos tratar de mejorarla? Después del pecado cometido por Adán, los numerosos ensayos hechos en ese sentido han fracasado. La perversidad de esta mala naturaleza fue puesta en evidencia de manera suprema por la venida de Jesús sobre la tierra; ante la gracia que él traía, el odio del hombre se manifestó hasta hacerlo morir.

Esta naturaleza, pues, no puede ser mejorada. Tampoco puede ser perdonada. Nos es necesario ser liberados de ella. Es de esta liberación que provienen nuestro gozo y nuestra paz. Por nosotros mismos no lo lograremos jamás, pero esta liberación es un hecho cumplido. En la cruz Jesucristo no solo expió todos nuestros pecados, sino que igualmente cargó nuestra naturaleza que produce esos malos actos. “Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado… condenó al pecado en la carne” (Romanos 8:3). De manera que, para Dios, nuestra vieja naturaleza fue crucificada con su Hijo. Por la fe, el creyente acepta esto. Pero la realidad de su vida le muestra que esta naturaleza se manifiesta todavía, ya que le hace pecar. La solución consiste en tenerla por muerta, es decir no mantener ninguna relación consciente con ella. El Espíritu Santo es el poder que lo permite, al ocuparnos de Cristo. Entonces la nueva naturaleza podrá prosperar.

“Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne”. “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu” (Gálatas 5:16, 25).