José /1

Génesis 39 — 41

La mayor parte del libro de Génesis (cap. 12 al 50) relata la historia de los cuatro patriarcas: Abraham, Isaac, Jacob y José.

Abraham representa la elección de acuerdo a los propósitos de Dios, el llamamiento y el don de promesas divinas e incondicionales, de orden celestial y terrenal.

En Isaac, imagen de Cristo resucitado, se cumplen todas esas promesas.

Como figura del pueblo terrenal, Jacob es el objeto de la disciplina de un Dios fiel, una disciplina que produce frutos.

José es una hermosa imagen de Cristo, el heredero en quien todas las cosas estarán reunidas (Efesios 1:10). A través de sus duras pruebas seguidas de su elevación al trono, José hace vivo el testimonio del Espíritu de Cristo en cuanto a “los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos” (1 Pedro 1:11).

Abraham, Isaac y Jacob, extranjeros en este mundo, tenían una tienda y un altar. José conoció la cisterna y la prisión, después, el trono.

La vida de José está llena de instrucciones morales para nosotros. Y desde un punto de vista profético, ofrece una imagen completa de los propósitos y caminos de Dios hacia Cristo, con Israel (su pueblo terrenal) y para la Iglesia (su pueblo celestial). José y Benjamín, los hijos de Raquel, son ambos una figura de Cristo. Los otros diez hijos de Jacob representan a Israel, mientras que Asenat (la esposa egipcia de José), es una figura de la Iglesia.

José vivió 110 años (Génesis 50:22). Su vida se divide en cuatro partes:

  • en la casa de su padre,
  • como hombre puesto aparte en Egipto,
  • luego, reconocido por sus hermanos como el salvador de sus vidas,
  • finalmente, en Egipto hasta su muerte.

1)   José en la casa de su padre

José nació en Harán, cuando su padre todavía estaba exiliado en Mesopotamia. Undécimo hijo de Jacob, él es el mayor de Raquel, la esposa amada (Génesis 30:22-24). Su llegada a la familia del patriarca fue considerada como un regalo de Dios (su nombre significa: Él añade). Nacido fuera de la tierra prometida, José es una figura de Cristo que entra al mundo “cuando vino el cumplimiento del tiempo” (Gálatas 4:4), en un tiempo en el cual Israel estaba privado de su herencia. En contraste con José, Benjamín, el segundo hijo de Raquel y el último hijo de Jacob, nació en la tierra de Canaán, en Belén. Como tal, nos habla de Cristo, el cual tiene todos los derechos sobre el reino y los hará valer en juicios futuros.

Citado el primero en “las generaciones de Jacob” (Génesis 37:2, V.M.), José se coloca en la línea de los hombres de fe de Hebreos 11, siguiendo a sus antepasados (v. 17; 20-22). Siendo aún joven (tenía 17 años), José era un pastor que cuidaba los rebaños de su padre, junto con cuatro de sus hermanos, los hijos de las siervas de Jacob (Dan, Neftalí, Gad y Aser). Conocidos por su mala fama y sus palabras agresivas hacia José (37:2, 4), estos ya son la imagen profética del pueblo infiel de Israel.

José era el hijo de la vejez de Jacob (v. 3), a quien su padre amaba más que a todos sus otros hijos. Era “de hermoso semblante y bella presencia” (39:6), como lo serán Moisés y David más tarde. De todas las Escrituras, José es la figura más notable y completa de Cristo, el Amado del Padre, objeto de su amor eterno, que además es “el más hermoso de los hijos de los hombres” (Salmo 45:2; Juan 3:35; 2 Juan 3). La “túnica de diversos colores” (Génesis 37:3) que Jacob hizo para su hijo José prefigura la que el Hijo de Dios usará en los días de su carne (Juan 19:23-24), antes de vestirse, como Sumo Sacerdote, con sus vestiduras para honra y hermosura (Éxodo 28:2, 5-6). La túnica sin costura de Cristo expresa las perfecciones morales de su persona en la tierra, aquel en quien habita toda la plenitud de la deidad (Colosenses 1:19; 2:9). Varón aprobado por Dios, anduvo haciendo bienes (Hechos 2:22; 10:38).

Las cualidades de José despiertan contra él el odio de sus hermanos (Génesis 37:4). Rechazan su persona. Cristo debía decir al final de su vida: “Pero ahora han visto y han aborrecido a mí y a mi Padre” (Juan 15:24). Más tarde, Moisés será rechazado por el pueblo que contradirá su misión.

Los dos sueños de José (Génesis 37:7-11), que anuncian su preeminencia sobre el resto de los ­hermanos, solo aumentan el odio y la envidia contra él. No están listos para admitir que tendrán que inclinarse ante su hermano más tarde. La visión de los manojos prefigura la tierra y la de las estrellas habla del cielo, las dos áreas en las que brillará la gloria y el dominio de Cristo.

A pedido de su padre, José deja el encinar de Mamre que está en Hebrón, el lugar de residencia de los patriarcas (Génesis 13:18; 18:1; 35:27), para ir a buscar a sus hermanos en Siquem, y luego en Dotán (37:12-17). Allí José es entregado en sus manos, que conspiran contra él para matarlo (v. 18). La parábola del señor de la viña y la de los labradores usa precisamente los mismos términos para predecir la forma en que Cristo, el único “hijo amado” del Padre, será tratado por su pueblo (Mateo 21:38; Marcos 12:6). Benjamín, que tenía solo unos diez años en ese momento, no participó en la conspiración contra su hermano. Escondido temporalmente al lado de su padre en Hebrón, se manifestará a su debido tiempo para llevar, en figura, la culpa de sus hermanos (Génesis 44:16). Estos, los diez, arrojan a José en una cisterna, se sientan a comer pan y luego lo venden por veinte piezas de plata (¡dos piezas por cada uno, qué burla!) a una compañía de ismaelitas, los cuales lo llevan a Egipto y lo venden a su vez a un oficial de Faraón. Los dos nombres de Rubén y Judá aparecen en esta triste escena. Rubén busca libertar a José de las manos de sus hermanos, pero no puede evitar sus designios. Él es la imagen de los pocos hombres rectos entre el pueblo judío que no buscaron la muerte de Jesús, como José de Arimatea que “no había consentido en el acuerdo ni en los hechos de ellos” (Lucas 23:51). En cuanto a Judá, tomó la iniciativa de vender a José a los madianitas. Y en el tiempo de Jesús, es Judá (compuesto por las dos tribus de Judá y Benjamín), quien asumirá la responsabilidad de la muerte del Mesías en nombre de todo el pueblo de Israel.

Despojado de su túnica, como más tarde pasará con Cristo (Salmo 22:18), José es echado en una cisterna vacía, de la cual será sacado (Génesis 37:23-24, 28). Uno puede imaginar “la angustia de su alma” cuando ruega a sus hermanos que cierran los oídos (42:21). Jeremías experimentará una prueba comparable; echado en una cisterna llena de lodo en el patio de la cárcel en Jerusalén, fue liberado de ello por la misericordia de un extraño, Ebed-melec, el etíope (Jeremías 38:6, 12-13). Pero Jesús experimentó las profundidades insondables del abismo y las cascadas del juicio divino (Salmos 42:7; 69:1-2). No fue liberado de ello, excepto en la resurrección, más allá de la muerte.

La venta de José a los ismaelitas marca el final de esta primera parte de su vida y de las relaciones con su familia, como si realmente hubiera experimentado la muerte. Del mismo modo, la muerte de Cristo rompió todas las relaciones del Mesías con su pueblo terrenal.

Los hermanos de José completan su crimen con un odioso engaño frente a su padre. Conciben una puesta en escena con la intención de hacer creer que José fue despedazado por una mala bestia. Finalmente, en forma hipócrita, todos se levantan, con sus hermanas, para consolar a Jacob, quien permanecerá sin noticias de su amado hijo durante 22 años. Toda esta maldad y duplicidad tendrán que ser visitadas por el Dios que escudriña los corazones. Al mismo tiempo, el Dios soberano cumplirá sus propósitos para salvar a su pueblo, mediante aquel mismo a quien rechazó; porque, de hecho, fue Dios quien envió a José a Egipto delante de ellos (Génesis 45:5, 7; Salmo 105:17).

2)   José apartado en Egipto

En Egipto, Dios está con José y le hace prosperar en todo (Génesis 39:2, 21, 23; Hechos 7:9). Del mismo modo, Dios estará con Josué (Josué 6:27), con David (2 Samuel 5:10), y más tarde, con Cristo (Hechos 10:38). Pero solo de Cristo se puede decir que “Dios estaba en Cristo” (2 Corintios 5:19). En Él se cumple la palabra profética: “La voluntad de Jehová será en su mano prosperada” (Isaías 53:10).

La primera prueba que encuentra José son los deseos de la carne (Génesis 39:7-20). Su resistencia victoriosa a la seducción del pecado es aún más notable ya que se encuentra solo en un país extranjero donde nadie conocía su conducta. Ejercitándose para “tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres”, como el apóstol Pablo más tarde (Hechos 24:16), José es guardado de un pecado que sería sobre todo contra Dios (Génesis 39:9). Lamentablemente, David solo comprenderá esto después de su caída, diciéndole a Dios: “Contra ti, contra ti solo he pecado” (Salmo 51:4). La calumnia vengativa de la esposa de Potifar le lleva a la cárcel (Génesis 39:20). “Afligieron sus pies con grillos; en cárcel fue puesta su persona” (Salmo 105:18). Así, conoce la violencia del adversario después de haber resistido su seducción.

En la cárcel, José se encuentra con el jefe de los coperos y el jefe de los panaderos de Faraón (Génesis 40). Confiando en Dios para la interpretación de sus respectivos sueños, José anuncia la gracia del rey al primero y la condena al segundo. Después de tres días (un período simbólico), las predicciones de José se cumplen al pie de la letra. Estos dos hombres representan las dos clases en que se divide la humanidad, así como más tarde lo serán los dos malhechores crucificados a cada lado del Señor de la gloria; uno se salva y el otro se pierde para siempre. A pesar de la solicitud de José, el jefe de los coperos olvida su pedido (v. 14, 23). Tampoco el mundo ha recordado al “hombre pobre, sabio, el cual libra a la ciudad con su sabiduría; y nadie se acordaba de aquel hombre pobre” (Eclesiastés 9:13, 15). Pero Cristo se acordó bien, e incluso infinitamente más allá de la petición del malhechor arrepentido que se volvió hacia él en los últimos momentos de su vida (Lucas 23:42).

Después de dos años completos (Génesis 41:1), Faraón tiene un doble sueño: por una parte, siete vacas hermosas y gordas comidas por siete vacas feas y flacas; por otra parte, siete espigas hermosas y llenas devoradas por siete espigas marchitas, abatidas por el viento. La divina providencia vigilaba, y José fue llamado a la corte del rey para dar la interpretación de sus sueños, lo que nadie había podido hacer (v. 24). El “joven hebreo, siervo” (v. 12), es sacado rápidamente de la cárcel para ser presentado a Faraón (Salmo 105:20). Dios había decidido: siete años de abundancia serían seguidos por siete años de hambre. En cuanto al alcance del sueño, la fe de José es tan completa como la de Daniel más tarde (Daniel 2:27-28). Las respuestas de Faraón a José y de Nabucodonosor a Daniel son similares (Génesis 41:39; Daniel 2:47); toda la gloria le pertenece a Dios. Como resultado, José y Daniel son elevados a una posición de preeminencia y autoridad ante esos reyes de la tierra.

A los 30 años de edad, José, después de trece años de duras pruebas, es puesto sobre toda la tierra de Egipto y vestido con prendas preciosas; todos se inclinan ante él (Génesis 41:42-43). Es una bella imagen de la posición que Dios (representado aquí por Faraón) destina a su Hijo, Jesús, a quien hizo Señor y Cristo (Hechos 2:36; Filipenses 2:9-11). El nombre de José se convierte en Zafnat-panea: revelador de secretos, salvador del mundo y sustentador de la vida (Génesis 41:45). Entonces Faraón le da a José una esposa, Asenat, la cual se unirá a su esposo en su elevación, así como lo será la Iglesia en el mundo venidero y en la gloria. En contraste, la mujer de Moisés, Séfora, se unirá a él en su rechazo, como la Iglesia en la tierra está unida a Cristo hoy. ¡Que el Señor nos dé a entender este orden moral para el pueblo celestial de Dios! La Iglesia está unida ahora con un Salvador rechazado, antes de estar en el futuro con un Señor glorificado: “Si sufrimos, también reinaremos con él” (2 Timoteo 2:12). Antes de la hambruna, Asenat le dio a José dos hijos: Manasés (el que hace olvidar), que lo hizo olvidar su dolor y la separación de la casa de su padre, y Efraín (fructífero), un testimonio de la bendición divina. Por lo tanto, proféticamente, la Iglesia de Cristo es formada en la tierra antes de que venga la gran tribulación, la cual ella no conocerá (Apocalipsis 3:10).

Cuando los egipcios vienen a él (Génesis 41:55), José actúa sabiamente en la administración del reino. Recoge en nombre de Faraón de manera sucesiva: su dinero (47:14), sus ganados (v. 16), sus tierras (v. 20) y finalmente sus propias personas (v. 23). Sin embargo, los egipcios están agradecidos con él: “La vida nos has dado” (v. 25). Esta escena prefigura la prosperidad de Israel y de las naciones durante el reinado milenario de Cristo.