Cristo, como ninguno, conocía perfectamente a todos los hombres, y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre (Juan 2:24-25). El hombre busca tesoros en la tierra. No necesariamente esos tesoros que lo atraen son oro o bienes materiales. Pueden ser placeres, poder o posición social. Algunos ponen su corazón en obtener fama en las letras o en erudición, en ciencias o en arte. Algunos se enamoran de la poesía, de la oratoria o de la Filosofía. El tribunal de justicia, el ejército o la armada, el gobierno civil o la política, la filantropía o incluso el púlpito, ordinariamente hablando, alimentan la ambición de otros. Estos objetos, y todo otro similar, que atraen el corazón del hombre, son tesoros en la tierra y están por debajo de la fe a la cual es llamado el cristiano: la fe en el Dios invisible y eterno. “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Juan 2:15-17).
Oigamos las palabras del Salvador acerca de la trampa más común para el hombre: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mateo 6:19-21).
Los tesoros en el cielo son las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios (Colosenses 3:1). En estas cosas hemos de poner nuestra mente, no en las cosas que están en la tierra (v. 2). Porque hemos muerto con Cristo de las mejores cosas de la tierra, de los rudimentos del mundo que Israel tenía como su religión; y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios (v. 3). La cruz de Cristo puso fin a todas aquellas sombras y ordenanzas; y, en consecuencia, el mundo le es crucificado al cristiano, y él al mundo (Gálatas 6:14). Si él verdaderamente es de Cristo, es de carácter celestial al estar unido a Cristo, aunque esté todavía sobre la tierra, y lleve la imagen de Adán, terrenal, hasta que Él venga (1 Corintios 15:47-49).
No nos dejemos persuadir por los incrédulos gestos de desprecio y burlas de aquellos que tratan de rebajar al nivel de los demás objetos mundanos nuestros verdaderos objetos. Estos últimos están muy por encima del mundo, o de la tierra habitada en el porvenir, bendita como lo será cuando Cristo y sus santos reinen sobre ella. Nuestra propia porción está en el cielo, y con Cristo allí. Que ningún engaño nos prive de lo que nos revela el Espíritu Santo enviado del cielo, sobre lo cual las epístolas hablan de una manera mucho más amplia a comparación de lo que los discípulos eran capaces de sobrellevar cuando su Señor estaba aún aquí abajo, como él nos lo dice (Juan 16:12).
El más sabio de la humanidad no tiene la capacidad de juzgar lo que Dios quiere para sus hijos ahora. El Nuevo Testamento es más claro que el agua en cuanto a que Él quiere tener a los suyos como no pertenecientes al mundo; efectivamente, el Señor declara de forma explícita que ellos no son del mundo de la misma manera que Él no es del mundo (Juan 17:14). “Como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios” (1 Corintios 2:9-10). Éstos son tesoros que el Señor nos llama a guardar en el cielo.
Y nada puede dañarlos, como si sucede con los tesoros de la tierra por acción de la corrupción o de la violencia.
No digamos que semejante meta está fuera del alcance del creyente. Lo estaría, por cierto, si no contáramos con la gracia de Dios que nos da el poder para realizarlo. Pero tenemos a Cristo como Cabeza en lo alto, “de quien todo el cuerpo, nutriéndose y uniéndose por las coyunturas y ligamentos, crece con el crecimiento que da Dios” (Colosenses 2:19). Su gracia basta para uno que atraviesa las circunstancias más quebrantadoras. Y si tenemos tal Abogado en lo alto, tenemos a uno no menos divino para obrar en nosotros aquí abajo a fin de que seamos fortalecidos en el hombre interior (Efesios 3:16). Fue así como otrora uno fue capaz de gloriarse en la debilidad «nunca de pecados» para que el poder de Cristo haga su morada en él (2 Corintios 12:9).
Unas últimas palabras para los que no conocen al Salvador todavía. Si aduce que tiene dudas acerca de la salvación de su alma, ¿cómo podría dejar pasar este día sin resolver este punto delante de Dios? Él envió a su Hijo para usted, para que pueda vivir por Él, y para que él, el Señor Jesús, muera por usted, sí, por sus pecados. Mire a Dios en el nombre del Salvador crucificado para sus necesidades, para sus culpas y para su ruina espiritual. Jesús nunca dijo «no» a todo aquel que, consciente de sus pecados, recurriese a Él. El Padre quiere que honre así al Hijo, quien declara solemnemente: “De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida. De cierto, de cierto os digo: Viene la hora, y ahora es, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que la oyeren vivirán” (Juan 5:24-25). No sea, pues, incrédulo, sino creyente; confíe en la gracia de Dios y todo lo que le falta le será dado en el mismo amor. Es Su gozo bendecir al creyente.