“Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades.”
(Hebreos 4:15)
La epístola a los Hebreos es el único libro del Nuevo Testamento en el que Cristo es llamado expresamente “sacerdote”, “sumo sacerdote de nuestra confesión”. Pero se presenta en otro lugar en su servicio de intercesión, asociado a este oficio. “Cristo es el que murió; más aún, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Romanos 8:34).
La intercesión es su actividad actual en el cielo, como resultado de su muerte y resurrección. Estas, realizadas para la gloria de Dios, y la paz con Dios adquirida para todos los que creen, son la base de su intercesión, o su sacerdocio. Los creyentes están en una posición de justificación actual ante Dios, y en una relación de hijos.
La intercesión de Cristo no añade absolutamente nada a nuestra seguridad como creyentes, porque ella ya está asegurada. Esta intercesión tampoco inclina el corazón de Dios hacia nosotros, como si necesitáramos una reconciliación. “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Romanos 5:10). La muerte del Hijo de Dios, enviado por el Padre en su infinito amor, efectuó nuestra completa reconciliación; la vida de este Hijo, en su actual gloria y poder, protege nuestra salvación de todo perjuicio.
Comenzamos nuestro caminar cristiano siendo reconciliados y en seguridad para la eternidad. Esto es el resultado de lo que se hizo por nosotros a través de la muerte y resurrección de nuestro Señor. Debemos continuar esta carrera, conscientes de nuestra debilidad y dependencia. Necesitamos un brazo en el que apoyarnos, y un corazón bondadoso y fiel en el que podamos confiarnos día tras día.
Esto es lo que tenemos plenamente en nuestro gran sumo sacerdote. Por un lado, su intercesión por nosotros ante Dios no cesa, y por otro lado, su socorro y simpatía están continuamente activos a favor de los suyos en la tierra, mientras están sujetos a la fatiga y las tentaciones.
Si el Espíritu que mora en nosotros intercede con gemidos indecibles para ayudarnos en nuestra debilidad, nuestro Señor también, en su fidelidad, intercede por nosotros a la diestra de Dios (Romanos 8:9, 26, 34).
Poco valoramos el precio de estas intercesiones. Pedro apenas podía apreciar que su Maestro hubiese orado por él, para que su fe no fallara cuando llegara la tentación, ni tampoco cómo fue sostenido por esta intercesión cuando, después de su caída, lloró amargamente. Sin embargo, por esto su fe se mantuvo viva, aunque, para que aprendiera sobre su falta de dependencia, fue permitida su caída.
“Si alguno hubiere pecado”, leemos en 1 Juan 2:1, “abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. El servicio de este abogado es con el “Padre”, porque se supone que existe una relación filial. La confesión es hecha al Padre por el hijo que ha fallado, para que su falta sea perdonada. Y es “limpiado de toda maldad” (1:9). La intercesión es para nuestro sostén, el servicio del abogado es para nuestra restauración cuando hemos fallado, para que la comunión con Dios sea plena y no se vea empañada.
El servicio de abogado difiere del de intercesor que, en sentido estricto, no se ocupa de los pecados o deficiencias, sino de las debilidades y necesidades.
Por eso se nos dice: “Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16). Para el cansado peregrino, sujeto a tantas necesidades, no podría haber una expresión más hermosa que “el trono de la gracia”. Evoca la omnipotencia de la compasión, la compasión todopoderosa.
Esto resulta de lo que encontramos en los dos primeros capítulos de la epístola. En el capítulo 1, habiendo hecho la purificación, Cristo “se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (v. 3), y en el capítulo 2, se presenta como “misericordioso y fiel sumo sacerdote” (v. 17). Por eso podemos hablar de una misericordia llena de majestad o de la gracia en el trono. Todo esto es para aquellos que sienten su propia incapacidad en cada paso de su camino.
¿No es esta compasión viviente la que se anuncia en los capítulos 13 a 17 de Juan? En el capítulo 13 tenemos los pies lavados, en el capítulo 14 “otro Consolador” (v. 16), en el capítulo 15 la relación de siervos sustituida por la de amigos (v. 15), en el capítulo 16 “confiad” (v. 33) ante un mundo hostil, y en el capítulo 17 la más maravillosa intercesión. Ciertamente podemos encontrar todo esto en el sacerdocio actual de nuestro Señor. La “obediencia” que aprendió mientras estuvo aquí en la tierra, su “gran clamor y lágrimas”, su muerte misma, todas las cosas que sufrió, todo esto lo hizo apto para este cargo (Hebreos 5:7-10). Sólo el que ha sufrido por sí mismo puede simpatizar verdaderamente con los demás. En Isaías 53, Cristo es presentado como un “varón de dolores” antes de la revelación de que pondrá su vida “en expiación por el pecado” (v. 3, 10). Su vida perfecta como hombre precedió a su muerte expiatoria en la cruz. Ahora está exaltado hasta lo sumo (Filipenses 2:9). “Tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos” (Hebreos 8:1).
Tampoco se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote (5:5). No lo hizo, pero su título para este cargo se encuentra en la dignidad única de su persona. El que le dijo: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy”, también le dijo: “Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec” (v. 5-6). Su título se basa en su gloria personal como Hijo de Dios; sus calificaciones se basan en la dura prueba de su vida perfecta. Tuvo una vida de dolor entre aquellos que habían experimentado la amargura de las consecuencias del pecado en sus innumerables formas. Estaba lejos del pecado, pero experimentó de cerca las lágrimas, el hambre, la sed y la fatiga. Entró en la muerte misma para llegar al fin de su camino de perfecta obediencia, y al mismo tiempo para expiar el pecado y vencer todo el poder de Satanás. Ahora puede ejercer, en el lugar glorioso que ocupa, las funciones de misericordioso y fiel sumo sacerdote (2:17). Está “viviendo siempre para interceder por ellos” y así “puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios” (7:25). ¡A él sean la gratitud y la gloria!