Hubo un hombre que no tenía su igual en la tierra, temeroso de Dios, apartado del mal, quien practicaba la justicia y la rectitud tanto como le es posible hacerlo a un ser humano. No habría podido dirigírsele un solo reproche. Era estimado por los hombres y aprobado por Dios, bondadoso para con sus siervos, generoso para con los pobres, protector de los débiles y desdichados, se compadecía de todas las penas, era hospitalario, respetado y honrado tanto por los jóvenes como por los ancianos. Se hubiera podido pensar que estaba libre de toda desdicha y de toda tristeza.
No obstante, este hombre fue uno de los que sufrió más desgracias en la tierra. Los golpes más terribles de la adversidad cayeron de repente sobre él y lo abrumaron de dolor. En un solo día perdió sus bienes, sus siervos y sus diez hijos, siete varones y tres mujeres. Luego fue atacado por una sarna maligna que le cubría todo el cuerpo y no le daba reposo. Su mujer lo despreció y le incitó a maldecir a Dios y suicidarse. ¡Qué lamentable situación!
Sin embargo, no se rebeló ni pronunció palabra fuera de lugar, sino que bendijo a la mano que lo había castigado: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21).
Sus tres íntimos amigos vinieron a verlo. Aterrados ante dolor tan grande, estuvieron siete días sin pronunciar palabra. Finalmente pensaron que tal situación no podía ser otra cosa que un castigo de Dios y que seguramente en la vida de su amigo debía de haber pecados graves y secretos que habían traído sobre él la maldición divina. Entonces comenzaron a agobiarlo con suposiciones y acusaciones injustificadas.
¡Pobre Job! Verse incomprendido y tan mal juzgado por sus más caros amigos hizo rebasar la medida. Por eso le oímos exhalar sus quejas con una profunda amargura: “Mis parientes se detuvieron, y mis conocidos se olvidaron de mí... ¡Oh, vosotros mis amigos, tened compasión de mí... porque la mano de Dios me ha tocado!” (Job 19:14-21). Pero las respuestas de sus amigos eran tanto más crueles.
¿Por qué? ¿Por qué tal cúmulo de penas y desprecios y ningún corazón para simpatizar con él y consolarlo?
¡Ah, cuántos «por qué» se formulan en este mundo de sufrimientos! ¿Por qué tantas injusticias, tantos planes frustrados, tantos sueños malogrados y esperanzas burladas? ¿Por qué tantos lutos y lágrimas? ¿Por qué tantos males y tantos dolores profundos y a menudo escondidos bajo apariencias engañosas? ¿Por qué?
“El corazón conoce la amargura de su alma” (Proverbios 14:10). ¿Dónde encontrar a alguien que nos pueda comprender, alguien que nos ame verdaderamente, y que pueda acudir en nuestra ayuda? Ese alguien está cerca de vosotros; desde hace mucho tiempo su voz se hace oír: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis” (Jeremías 29:11). “Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces” (33:3). ¡Cuán bienhechoras son esas palabras! Ellas emanan del Dios Salvador que nos quiere bendecir. ¿No las escucharemos? ¿No iremos a él?
La Palabra de Dios está a nuestro alcance. En ella encontraremos la respuesta a las preguntas que nos turban. Ella nos explica el problema del sufrimiento, de la vida, de la muerte y del más allá. Ella sola nos da una esperanza que no confunde. Sus declaraciones son seguras y sus promesas verdaderas. “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Lucas 11:9).
Pero volvamos a nuestra historia. Dios había puesto sus ojos sobre su siervo atribulado y sustentaba su fe; lo vemos por sus exclamaciones claras y luminosas que destilan del seno de sus tinieblas: “He aquí, aunque él me matare, en él esperaré” (Job 13:15). “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo” (19:25). “Él, pues, acabará lo que ha determinado de mí” (23:14). “Me probará, y saldré como oro” (23:10).
Entonces pasa algo sorprendente y maravilloso; después de la visita de un cuarto amigo que le habla con sabiduría y le demuestra que, a pesar de toda su buena conciencia, él hace mal de justificarse ante Dios; es el mismo Jehová quien se dirige a él para mostrarle su grandeza, su poder y su sabiduría en las obras que Él ha hecho. ¿No tenemos nosotros mismos tal demostración a nuestro alrededor? La creación, ¿no es un admirable libro abierto ante nuestros ojos?
Frente a la infinita grandeza de Dios, este hombre perfecto y recto se ve entonces tal como es en realidad: un ser pequeño, ínfimo, ignorante, miserable e indigno. Él se humilla y confiesa: “He aquí que yo soy vil” (40:4). “Yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía... De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (42:3-6).
Quienesquiera que seamos, si nos colocamos frente a la luz de Dios, si somos rectos y honestos, seremos llevados a esa misma comprobación y a esa misma confesión.
Job tenía en todo una conducta excelente y una vida ejemplar. Pero, con todo eso, en el fondo de sí mismo era un pecador como cualquier otro. El tenía una buena opinión de sí mismo y esa opinión debía caer. El fondo de su corazón debía ser puesto al desnudo bajo la luz divina. Solamente en esa luz podemos decir, como exclamó Isaías: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios” (Isaías 6:5). La buena estima que tenemos de nosotros mismos debe dar lugar al juicio de nuestros pensamientos más secretos y a la revelación humillante de que el pecado tiene sus raíces profundas en nuestro corazón. En ese momento tiene lugar la liberación. El Dios de luz y de santidad se revela luego como el Dios de amor.
Con el profundo sentimiento de que es un objeto de la gracia y la misericordia de Dios, Job ruega ahora por sus amigos. Su corazón está limpio; no tiene ninguna amargura, ningún rencor. Pide para sus acusadores la misma gracia que recibió. Así obraremos en la medida que hayamos comprendido los pensamientos de Dios a nuestro respecto. Oraremos por nuestros hermanos.
Desde ese momento, la prueba de Job ha terminado. Su objetivo está plenamente alcanzado. Él se conoce a sí mismo y conoce a Dios. Está restablecido en su salud, Dios le da el doble de lo que había perdido y el gozo de tener nuevamente en su hogar diez nuevos hijos, como antes. “Y bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero” (Job 42:12).
La conclusión está dada por Santiago en su epístola: “He aquí, tenemos por bienaventurados a los que sufren. Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor, que el Señor es muy misericordioso y compasivo” (Santiago 5:11).
Sí, Dios nos ama. Si él nos prueba, si nos aflige, es para bendecirnos. Muy a menudo no lo comprendemos en seguida. Su sabiduría es insondable y sus pensamientos nos sobrepasan. Pero el porvenir nos revelará de una manera admirable la perfección de sus caminos y de su amor. “¿Por qué?” decía también Moisés delante de los sufrimientos de su pueblo. Dios le contesta: “Ahora verás” (Éxodo 5:22; 6:1).
«Sí, todo esto es muy hermoso —diréis vosotros— pero, ¡si estuvieras en mi lugar...! ¡Tanto tiempo dura mi sufrimiento, mi soledad y mi tristeza!».
Queridos amigos afligidos, ¡cuántas veces desearíamos tener el poder de libraros y aliviaros! pero ¿qué hubiéramos hecho si no arruinar el trabajo de Dios y privaros de la bendición que Él quiere daros? Confiémonos plenamente a Él con paciencia y sumisión. Abrámosle nuestro corazón. Implorémosle su socorro. Él lo dará seguramente en el momento oportuno y veremos cosas magníficas.
Dejadme hablar todavía de un “¿por qué?” que sobrepuja en profundidad y en intensidad de sufrimiento a todo lo que la tierra y el cielo han podido oír. Es el por qué de la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46). Colocaos delante de esta cruz de infamia en la cual Cristo, el Hijo de Dios, vuestro Salvador, moría por vosotros llevando vuestros pecados, expiándolos en vuestro lugar bajo el juicio divino para llevaros a Dios y obtener para vosotros una eternidad de gozo y de gloria.
“Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:4-5).