Autoridad de la Biblia

La espada del Espíritu, que es la palabra de Dios
    (Efesios 6:17)

Insistir ante los creyentes sobre el lugar de exclusiva autoridad que le pertenece a la Palabra de Dios es más que nunca una necesidad imperiosa. La vigilancia no será nunca demasiado grande contra el deseo insidioso del Enemigo de mezclar los ­pensamientos de los hombres a esta Palabra, a fin de debilitar su potestad bajo pretexto de fortalecerla.

Es primordial no apartarse de declaraciones fundamentales tal como éstas:

“Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17).

“...la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es en verdad, la palabra de Dios, la cual actúa en vosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 2:13).

“...la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados” (Hechos 20:32).

“Las palabras de Jehová son palabras limpias, como plata refinada en horno de tierra, purificada siete veces” (Salmos 12:6).

Retengamos bien y pesemos las expresiones de Agur: “Toda palabra de Dios es limpia... No añadas a sus palabras, para que no te reprenda, y seas hallado mentiroso” (Proverbios 30:5-6).

 

Al escribir estas líneas pensamos en algunos peligros precisos.

  1. Uno de ellos es poner esta Palabra de Dios, en cualquier medida que sea, bajo la garantía de hombres eminentes, sabios, estadistas, filósofos, hombres ilustres, bienhechores de la humanidad. Con razón podemos estar agradecidos a Dios, porque conduce a estos hombres a dar testimonio a la acción de su Palabra, sobre todo si se trata de verdaderos creyentes. Pero la calidad de estos hombres no añade nada a la Palabra de Dios. La potestad de ésta es la misma que obra en el más humilde, el más ignorante y el más vil de sus semejantes. Para Dios todos están al mismo nivel, el estado natural como hijos de Adán es el mismo —enemistad contra Dios— y para ellos la necesidad de la gracia de Dios es la misma. El capítulo 2 de la primera epístola a los Corintios nos previene respecto de lo que se puede esperar de la sabiduría humana, aunque sea la más estimada. No nos gloriemos de estar enrolados bajo el mismo estandarte que un Faraday, un Cuvier, un Pascal, o tal «filosofo cristiano» moderno; pero gloriémonos en Aquel que nos ha enrolado a todos bajo su estandarte, y regocijémonos de que la gracia haya triunfado sobre las barreras más fuertes que se oponen a la fe, es decir, todo lo que —como riqueza, notoriedad, autoridad, saber— tiene fama y pone a un hombre por encima de otros hombres. Le es más difícil a un hombre eminente pasar por la puerta estrecha, y la conversión de un rico siempre es el milagro más asombroso. “Mirad, hermanos, vuestra vocación, que nos sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es” (1 Corintios 1:26-28).
    No apelemos a ninguna autoridad humana, por elevada que sea su moral o su intelecto, para fundamentar nuestra fe. Ella es un apoyo frágil que descansa sobre un suelo desmenuzable. Desconfiemos de la tendencia sutil, demasiado propagada, a acreditar al cristianismo por medio del hombre. ¡Qué miserable garantía de la verdad da el hombre, cualquiera que sea! La fe no es ni una adhesión a las convicciones de un director espiritual, ni un legado de las creencias de nuestros padres. Se nos invita a imitar la fe de los más grandes conductores del pasado (Hebreos 13:7), y esa fe sólo tuvo efecto por y en la Palabra de Dios, “la Palabra de Cristo” (Colosenses 3:16).
    Hasta ahora no hemos hablado más que de los cristianos declarados, incluso más de uno en quienes la «creencia» apenas si excede de las aspiraciones deístas o de una simpatía más o menos viva por las enseñanzas de Jesús. Pero pronto seríamos llevados a apoyarnos en declaraciones de personajes relevantes en el mundo y pertenecientes totalmente a este mundo del cual los creyentes han sido librados (Gálatas 1:4). Dios puede servirse de todo para instruirnos, incluso de escritos o de palabras de incrédulos, hasta de los «sabios» de otras civilizaciones distintas de la llamada cristiana; pero Dios no permitirá jamás que los suyos atribuyan a pensamientos humanos el valor de las revelaciones divinas. Ninguna amalgama es posible entre el pensamiento de la “carne” y el pensamiento del “Espíritu” (Romanos 8:5-7). Pidamos el discernimiento espiritual del cual tenemos necesidad constantemente. “Satanás se disfraza como ángel de luz” y “sus ministros... como ministros de justicia” (2 Corintios 11:14-15); pero Pablo descubre la acción de éstos en la publicidad que le hacía la sierva de Filipos (Hechos 16:16-18).
  2. Las múltiples conquistas de la ciencia dan testimonio de las altas facultades que Dios ha dado al hombre al que él hizo conforme a su semejanza, y de una razón cuyo valor en la esfera de las cosas visibles no es cuestión de negar. Pero guardémonos con el mayor cuidado de solicitar la revelación de Dios y deformarla para hacerla concordar a toda costa con las opiniones de esta ciencia. Temamos transigir cada vez que los hombres ponen la Biblia en contradicción con tales opiniones. La Palabra de Dios es la verdad, ella es inmutable, no nos ha sido dada para satisfacer nuestra curiosidad en todas las esferas, sino para ponernos en relación con Dios. La ciencia humana, cualquiera sea el sentido en que se manifieste su esfuerzo, es eminentemente cambiante y limitada, como lo es el espíritu de la criatura humana.
    Aun así, regocijémonos, por ejemplo, de que recientes descubrimientos arqueológicos y otros que están en curso, saquean a la luz hechos como la existencia de pueblos antiguos, ciudades y personajes que la Biblia menciona y de los que se dudaba a pesar de ésta.
    Pero no es eso lo que hace creer, como tampoco los milagros realizados aquí abajo por el Señor hicieron creer en él con la verdadera fe. La reconciliación de la Biblia y de la ciencia, de la cual se habla tanto, es un falso problema: no hay nada que reconciliar entre dos cosas fundamentalmente diferentes en sus respectivas acciones, objetivos y efectos, y cuyos niveles están tan alejados como los cielos lo están de la tierra. No hay conflicto; cada una tiene su esfera, pero en una Dios reina, en la otra deja al hombre a sus capacidades y responsabilidades de criatura privilegiada pero caída. La ciencia debería ser lo bastante humilde como para reconocerlo. Pero el pecado fundamental del hombre es querer igualar a Dios. Satanás, el mentiroso desde el principio, le ha dicho y continúa diciéndole: “Seréis como Dios” (Génesis 3:5). Él emplea, para hacer esto, los «progresos» de un conocimiento desligado de Dios. Y nosotros, los creyentes, nos deslizamos sin tener cuidado hacia un racionalismo disfrazado si no mantenemos la independencia de la esfera de la fe. Tanto mejor para la ciencia humana si se encuentra de acuerdo con la Palabra de Dios, pero no es este encuentro el que acredita a la Biblia. No invirtamos el orden de las cosas. Si la ciencia contradice a la Escritura, ello significa que, o bien ésta ha sido torcida —y es importante asegurarse exactamente de lo que ella dice, sin añadir, según el sabio consejo de Agur (Proverbios 30:6), ni suprimir lo que sea— o bien la ciencia no tiene razón, y esto será manifestada un día u otro.
    La Biblia, manantial y base constante de la fe, no procede por razonamientos; afirma hechos pasados, presentes o futuros; nosotros los creemos —incluso si no podemos explicárselos— por la autoridad de esta Palabra. Ella habla, no para detenernos sobre las cosas terrestres, sino para hacernos conocer a Dios y lo que somos delante de él. Utiliza las imágenes y los ejemplos del mundo visible para enseñarnos. La ciencia parte de hechos tenidos por indiscutibles porque observados por nuestros sentidos. Ella busca sus causas y deduce los efectos prácticos. No es cuestión de denigrarla. Su esfuerzo es válido en los límites de este mundo accesible a nuestros sentidos; pero es incompetente desde que ella quiere remontarse a las causas primeras, pues entonces es detenida en el encadenamiento de sus razonamientos, deductivos o inductivos, por la falta de eslabones que supone son hechos inobservables y que ella no puede más que imaginar. ¡Así, pues, cuántas suposiciones e hipótesis son insensiblemente presentadas y recibidas como realidades! ¡La ciencia se hace cientificismo, una verdadera religión!
    Las obras de Dios en la creación dan buen testimonio, permanentemente, de “lo que de Dios se conoce” como “las cosas invisibles de él (que no pueden verse), su eterno poder y deidad (divinidad)” y que son “entendidas por medio de las cosas hechas” (Romanos 1:19-20).
    Pero esta inteligencia ha sido viciada por el pecado. El hombre había sido creado como centro y jefe de una creación resplandeciente de belleza y armonía. Desde que cayó, lleva siempre el mundo en su corazón. Dios lo había puesto en el mundo, pero ahora es un mundo manchado y trastornado, y el hombre se obstina vanamente en comprender la obra de un Dios del que se ha desviado (Eclesiastés 3:9-11). Por apasionantes que le parezcan los resultados que obtiene, siempre erra: de la inmensidad poblada de astros. Indefinidamente multiplicados a medida que sus instrumentos siempre más perfeccionados los descubren, a lo inconcebiblemente pequeño todavía más asombroso. La obra que Dios ha hecho (la creación), y que es la esfera en la que se mueve el hombre, pone ante él enigmas cada vez más numerosos con respecto a la materia y a las relaciones de esta materia con las formas diversas de una energía que no se sabe definir.
    ¿Qué decir, entonces, cuando la ciencia pretende decretar fuera de su competencia, prejuzgar acerca de lo inmaterial, decidir respeto a si el universo es finito o infinito, o en cuanto a la existencia o no existencia de Dios? El ser, la eternidad, la vida, la muerte, el problema de los orígenes como la angustiosa cuestión de los fines últimos, todos los grandes interrogantes subsisten. Esta esfera de lo incognoscible aparece más cerrada que nunca a la inteligencia humana.
    Nuestro propósito no es, sin embargo, replantear el perpetuo debate de la ciencia y de la fe, por más necesario que sea recordar que es propio de la ciencia cuestionarlo todo sin sacar conclusiones definitivas, mientras que es propio de la fe concluir según las conclusiones de Dios, el único que lo conoce todo. El punto sobre el cual insistimos, porque es capital, es éste: la fe viene de la misma Palabra de Dios. Por ella, la fe comprende que la posición de la criatura fallida es reconocer su caída, y que sólo la gracia de Dios la establece sin pecado en una nueva creación. He ahí la parte y la posición del cristiano. Ella está fundamentada en la obra de Cristo. Para él no se trata de hacer comprender su fe —la que siempre será locura para la sabiduría humana— sino de vivir su fe, como está escrito en Santiago 2:18: “Yo te mostraré mi fe por mis obras”. Y las explicaciones racionales pierden toda fuerza para el que vive la vida de Cristo. Decirse cristiano y negar a Cristo venido en carne, muerto y resucitado, y luego glorificado, es un contrasentido, porque el cristianismo esta fundado sobre esos hechos, lo mas increíbles de todos: la encarnación, la muerte expiatoria y la resurrección, hechos de los cuales sólo la Biblia habla, y sólo ella puede hacerlo porque solo ella es la Palabra de Dios. Pero esta llena de tales hechos. Tengan cuidado con la voz mentirosa: “¿Conque Dios os ha dicho?” (Génesis 3:1). Sepamos responder: “Escrito está” (Mateo 4:4, 6-7, 10; Lucas 4:4, 8, 10).
  3. Esto que acaba de ser recordado es suficiente para hacer considerar como una empresa peligrosa y vana la de lanzarnos a polémicas científicas para dar razón a la Biblia, y construir teorías para dar a los singulares hechos bíblicos una explicación que Dios no ha estimado conveniente dárnosla. Así se trate de la formación y de la historia de la tierra (geología), de los fenómenos propios de los seres vivientes (biología), de la constitución intima de la materia (ciencias físicas y químicas), todos son temas perfectamente legítimos en sí mismos, pero corrientemente utilizados contra Dios y la Palabra de su poder. Nos exponemos, oponiendo hipótesis que nos parecen plausibles a las teorías forjadas por los incrédulos —de las cuales muchas son seductoras por el espíritu humano— a ponernos en la mala postura y finalmente desacreditar a la Biblia que queremos defender. La Palabra de Dios misma es su propia arma. Y debe ser, ella sola, la nuestra. ¿Vamos a poner una espada de cartón en la mano de un Gedeón que tiene “la espada de Jehová”? (véase Jueces 7:20). Jesús, tentado por Satanás, no discute con él para demoler su argumento, sino que le responde simplemente: “Escrito está”.
    Quisiéramos suplicar a nuestros hermanos que sopesen están cosas. Nuestra fe, repitámoslo, no se alimenta de teorías ni tampoco obra mediante teorías. Las nuestras, incluso relacionadas por algún punto en común con la Biblia, son tan vacilantes y pasajeras como las otras, las que pretenden suplantar a los mitos paganos y son tan decepcionantes como ellos. Una rechaza a la otra, después de haber traído a la luz, es cierto, algunas nociones nuevas, descubrimientos permitidos por Dios en la esfera de las cosas creadas, pero que no cambian en nada el estado moral del hombre y le da la ilusión de progreso. Las ideas que él se hace del mundo material, descansan sobre cierta hipótesis que tarde o temprano deja el lugar a otra.
    Nuestro siglo ha visto, en el campo físico-químico, por no hablar más que de éste (aunque domina otros muchos) una acumulación de descubrimientos que han barrido doctrinas tenidas por inatacables en el siglo precedente. El descubrimiento de la radioactividad ha abierto el camino para penetrar la estructura íntima de la materia, el complejo sistema de los núcleos atómicos, su desintegración que libera una energía hasta entonces ignorada. Han sido formuladas teorías prestigiosas, de las cuales la de la relatividad y la de los «cuantas» respaldan una nueva física. Pero ellas ya van vacilando. Estas harán lugar a otras, y así será mientras dure este mundo. Ellas lo habrán marcado con su paso, conjuntamente con todas las aplicaciones prácticas de la electrónica y la utilización de esta energía atómica (o nuclear) que a la vez maravilla y aterra a los hombres, sin darles, desgraciadamente, ningún otro objetivo más que la satisfacción de los deseos de un corazón cada vez más alejado de Dios. “Seréis como Dios”, dice aún el Mentiroso.
    Cristianos, profundicemos nuestra fe, no por medio de la sabiduría humana, sino alimentándonos de la Palabra de Dios, “permaneciendo en mi palabra” dice Jesús (Juan 8:31), teniéndola siempre presente con su autoridad y su poder. Que los jóvenes creyentes desconfíen de una búsqueda de la verdad que desvíe, por poco que sea, de esta Palabra. Y que el inconverso a quien Dios busca sepa que irá de decepción en decepción, de obscuridad en obscuridad, si piensa lograr la fe de otro modo que no sea escuchando la Palabra de Dios.
    Ella siempre será locura para la locura de la sabiduría humana. Ella no tiene nada que hacer con esta sabiduría. Se opone con frecuencia la razón a la fe, pero, la fe da a la razón su empleo más espléndido. Cuando el Espíritu de Dios ilumina la razón y ella se deja iluminar, es puesta en contacto con el Dios vivo y verdadero. Creyentes, dejad a la Palabra actuar en vosotros (1 Tesalonicenses 2:13), para que seáis “renovados en el espíritu de vuestra mente” (Efesios 4:23). Creerla, implica reconocer humildemente que ignoramos muchas cosas y que, sobre todo, reconocemos que el hombre natural es incapaz, a causa del pecado, de reconocer lo que únicamente importa: Dios revelado a los niños como Padre por medio de Jesucristo. Encontrar a Dios, a solas con él... “Mas ahora mis ojos te ven” (Job 42:5); al conocer a Dios, toma él por propia iniciativa el lugar que conviene, el arrepentimiento en polvo y ceniza. ¡Y fue entonces que para él broto el manantial de bendiciones, para la gloria de Dios!

En resumen, la Biblia no tiene necesidad

  • ni de la garantía de hombres de prestigio en este mundo;
  • ni de ser confirmada por su acuerdo con la ciencia de los hombres;
  • ni de ser demostrada como verdadera por teorías cimentadas o no sobre ella.

Ella es “la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23).