“Yo apacentaré mis ovejas, y yo les daré aprisco, dice… el Señor.
Yo buscaré la perdida, y haré volver al redil la descarriada,
vendaré la perniquebrada, y fortaleceré la débil.”
(Ezequiel 34:15-16)
“Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco,
y me siguen, y yo les doy vida eterna.”
(Juan 10:27-28)
Un inmenso rebaño de ovejas atravesaba el valle delante de nosotros. El pastor caminaba tranquilamente, pero su perro, bien adiestrado, pasaba de un lado a otro para reunir las descarriadas. Nos fascinaban sus intervenciones perseverantes y valientes.
Entonces mi padre, que aprovechaba tales oportunidades para enseñarnos, me preguntó:
— Enrique, si debieras constituir un pequeño rebaño, ¿cómo elegirías las ovejas?
— Eliminaría las débiles y las que tienen tendencia a extraviarse, finalmente, prestaría atención a la calidad de su lana.
— Ciertamente obtendrías un buen rebaño. Pero, ¿sabes cómo hace el Señor Jesús para formar su rebaño, es decir, la Iglesia? Llama a todos los hombres, particularmente a los débiles, a los que están cargados, cansados, a los heridos por la vida, a los pobres y menospreciados. Luego, carga con los que confían en él y le obedecen. Los ama tal como son y les comunica su propia vida.
Así, la Iglesia del Señor está compuesta por los que reconocieron su culpabilidad ante Dios y creyeron en Jesucristo. Entonces reciben un título de nobleza divina, el de ser hijos de Dios. Están unidos por un mismo Espíritu para la eternidad y forman la “Esposa del Cordero” (Apocalipsis 21:9).