La misericordia es un aspecto del amor divino, tal como lo es la bondad, la gracia, la compasión. Es el sentimiento que lleva a la piedad y al socorro del miserable. El significado original es «un corazón sensible a la miseria».
La misericordia de Dios se ejerce en favor del hombre pecador y prosigue para con el creyente. Fue “por la entrañable misericordia de nuestro Dios... que nos visitó desde lo alto la aurora” (Lucas 1:78), pues él “es rico en misericordia” (Efesios 2:4). Salvados por su misericordia, somos llevados a bendecirle por su grande misericordia (Tito 3:5; 1 Pedro 1:3).
También el creyente tiene necesidad de la vigilancia de aquel que es el “Padre de misericordias” (2 Corintios 1:3). Nuestro estado atrae la conmiseración divina que nos presta ayuda, nos advierte y se interesa por todos los detalles de nuestra vida. Es necesaria para todo creyente, individualmente. Esto explica por qué no encontramos la palabra “misericordia” en los saludos de las epístolas dirigidas a las iglesias. Si la encontramos en la epístola de Judas —la cual se dirige a todos los hijos de Dios— es porque el testimonio cristiano tiende a ser más y más individual.
Si bien éramos otrora vasos de ira, Dios hizo de nosotros “vasos de misericordia” (Romanos 9:23). Sostenidos actualmente por la actividad de nuestro “misericordioso y fiel sumo sacerdote” (Hebreos 2:17), esperamos aún “la misericordia de nuestro Señor Jesucristo para vida eterna” (Judas 21). Ésta será la última manifestación de la misericordia: nuestra introducción en la vida eterna, cuando él venga a buscarnos.
Durante esta espera nosotros mismos tenemos que experimentar tales sentimientos. El Señor, cuando se dirigió al pueblo desde el monte, ¿no dijo “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso”? (Lucas 6:36). Y el apóstol, ¿no nos exhorta a vestirnos de “entrañable misericordia”? (Colosenses 3:12). Ésta es, efectivamente, uno de los frutos de la sabiduría que es de lo alto, la que está llena de misericordia (Santiago 3:17).