Hay una dulzura muy singular en el nombre de Jesús. No es su titulo oficial, sino su nombre personal; y este nombre personal del Señor tuvo, como para nosotros hoy, un atractivo y una suavidad particulares.
En la carta a los Hebreos hallamos el nombre de “Jesús” con mayor frecuencia, tal vez, que en las otras epístolas. Comprenderemos este hecho si recordamos que los hebreos estaban acostumbrados a la presencia de un sumo sacerdote y a un servicio levítico de carácter más o menos oficial. Por lo tanto, venia muy al caso presentarles al Señor Jesús en la simple majestad de su nombre personal.
Quisiera que detuviésemos un momento nuestro pensamiento sobre su Persona, tal como nos está descripta en el capítulo 2:6-9: el Hombre glorificado, aquel en quien se cumplen todos los designios de Dios acerca del hombre.
“Todo lo sujetaste bajo sus pies”, pero esto no lo vemos todavía. Mientras tanto, tenemos un precioso anticipo: disfrutamos del privilegio de levantar los ojos a los cielos abiertos, donde nuestra mirada se encuentra con Jesús. Lo vemos coronado de gloria y de honra, y nuestros corazones pueden decir: Es digno del lugar que ocupa; es digno de esa gloria suya; es digno de su corona aquel que, por la gracia de Dios, gustó la muerte por todos (2:9).
En el capítulo 3:1, se nos invita a considerarle. ¡Qué ocupación para nosotros, para nuestro ser entero: corazón, alma y espíritu! A menudo la olvidamos. Reconocemos que nuestro corazón necesita estar pendiente del Señor Jesús, pero pensamos que nuestro espíritu necesita otros temas para distraerse algo. Pero el Señor Jesús es suficiente, tanto para el espíritu como para el corazón.
¡“Considerad a... Jesús”!, a aquel que vino hasta nosotros de parte de Dios, al enviado, al apóstol de Dios para el hombre. ¡Oh, que embajador de paz y de amor fue el apóstol de nuestra profesión! Fue asimismo el sumo sacerdote que iba del hombre a Dios. Así que aquel que estuvo aquí cual apóstol venido de Dios hacia el hombre, es ahora el sumo sacerdote del creyente hacia Dios. En la tierra y en el cielo, consideradle a él, al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, a Jesús. Somos participantes del llamamiento celestial, y somos celestiales porque él es celestial.
El apóstol habla de nosotros cual “hermanos santos, participantes del llamamiento celestial” (3:1). Luego, en el capítulo 4:14, nos exhorta diciendo: “Retengamos nuestra profesión”, basada en la preciosa verdad de que tenemos un gran sumo sacerdote que penetró los cielos, Jesús el Hijo de Dios. Como en otro tiempo el sumo sacerdote entraba en el lugar santo del tabernáculo y en el gran día de la expiación en el lugar santísimo, así también nosotros tenemos a aquel que traspasó los cielos para entrar en el lugar santísimo, y esta allí ahora, lleno de comprensión, para socorrernos, para interesarse en nuestras dificultades y flaquezas, en nuestras pruebas y tristezas, prestándonos ayuda como solamente él puede hacerlo. Podemos hablar de la gracia siempre actual del Salvador. Podemos pensar en su gracia pasada, la que le hizo descender hasta nosotros y la cual manifestó en toda su vida, la que resplandeció en la cruz y brilla aun ahora en todo su esplendor.
¡Cómo Dios proveyó a todo rica y perfectamente, no sólo en el pasado (frente a nuestra condición de pecadores), sino también en el presente y en el porvenir de gozo y bendiciones que nos espera cuando estemos “siempre con el Señor”! (1 Tesalonicenses 4:17). “Teniendo un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, Jesús el Hijo de Dios” (Hebreos 4:14) y sabiendo que necesitamos misericordia y gracia, se nos invita a acercarnos confiadamente a él para alcanzar estas dos cosas: misericordia para el viaje, puesto que somos débiles, y gracia para el combate, puesto que necesitamos socorro.
Capítulo 6:16-20: ¡Qué gracia de parte de Dios, no solamente al darnos su Palabra, sino también al confirmarla por medio de un juramento! El precursor que entró por nosotros hasta dentro del velo nos da la seguridad, la garantía de la gloria que nos ha sido prometida y que está delante de nosotros. Él entro en los cielos y este hecho proporciona a nuestra esperanza un carácter celestial, porque él mismo está allí.
¿Quién podrá dudar de su salvación, puesto que aquel que llevó nuestros pecados entró en los cielos? Es la certeza más grande que se puede tener.
¡Qué firme consuelo tenemos! Es realmente un ancla del alma, la que penetra hasta dentro del velo, donde el precursor penetró por nosotros, Jesús, “hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”. Nuestra atención, nuestros pensamientos, nuestro espíritu, nuestro corazón están puestos en él en el cielo donde está ahora.
Capítulo 7:20-22: “Por tanto, Jesús es hecho fiador de un mejor pacto”. Él vino a ser responsable de ese pacto. ¡Qué diferencia con Adán e Israel, quienes, tan pronto como recibieron el pacto, lo traspasaron! (Oseas 6:7). Pero aquí, aquel que lo garantizó es Jesús, y su sangre es el fundamento de “un mejor pacto”.
Capítulo 10:19: Nosotros, que antes éramos pecadores, sin ningún derecho ni posibilidad de entrar en el santuario (la presencia divina), a causa de nuestras culpas y del velo con que Dios se ocultaba al hombre, ahora estamos invitados a acercarnos en plena certidumbre de fe como consecuencia de la purificación de nuestros pecados por la sangre de Jesús y por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo mediante su sacrificio.
Capítulo 12:2: El único medio por el cual podemos proseguir la carrera cristiana consiste en poner los ojos en Jesús. Es aquel que alienta, alegra y consuela. Por difícil que sea el camino, el lo abrió para nosotros. Si consideramos la senda, veremos en ella muchas piedras; si nos miramos a nosotros mismos, hallaremos la flaqueza de nuestro andar; pero poniendo los ojos en Jesús vemos al autor y consumador de la fe. El capítulo 11 nos habla de hombres y mujeres que tuvieron una fe notable y esto nos maravilla; pero ellos son eclipsados por Jesús, como lo son todas las cosas de esta epístola. Los ángeles; Moisés, Aarón, todos hombres de fe desaparecen frente al “autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz” (12:2). Poniendo los ojos en Jesús, podemos acabar la carrera y hacerlo con paciencia.
Capítulo 12:22-24: Es hermoso considerar en estos versículos aquello a lo cual han llegado los santos: al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, etc.; pero hoy quisiera solamente llamar vuestra atención sobre estas palabras: “Os habéis acercado... a Jesús”. Él es presentado aquí como el Mediador de un pacto enteramente nuevo. En el capítulo 7 lo hemos visto como “fiador de un mejor pacto” y ahora como “Mediador del nuevo pacto”. ¡Qué contraste entre la voz de su sangre —que pregona gracia y perdón— y la de Abel, que clama a Dios desde la tierra!
Capítulo 13:10-13: Demos gracias a Dios por estas dos palabritas: “A él”. Si se hubiera escrito solamente: “Salgamos, pues... fuera del campamento”, ¿quién se arriesgaría? Pero es “a él (Jesús) fuera del campamento”. Él está fuera, ¡preciosa compañía para los que salen!
El ciego del capítulo 9 de Juan, quien había sido echado de la sinagoga —lo que era algo terrible para un judío— descubrió que también Jesús había sido puesto fuera y, habiéndolo él hallado, le pregunta: “¿Crees tú en el Hijo de Dios? Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en él? Le dijo Jesús: Pues le has visto, y el que habla contigo, él es. Y él dijo: Creo, Señor; y le adoró” (Juan 9:35-38). De ciego y mendigo que era, vino a ser un adorador del Hijo de Dios.
“Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio”, y “ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza” (Hebreos 13:13 y 15). ¿No es un blanco glorioso que debemos alcanzar?
Hemos visto en esta epístola a Jesús coronado de gloria y de honra, a Jesús el apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión, a Jesús un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos, a Jesús el precursor que fue delante de nosotros, a Jesús el fiador sobre el cual todo reposa, a Jesús por cuya sangre podemos entrar en el santuario, a Jesús el autor y consumador de la fe, en el cual podemos poner los ojos, a Jesús el Mediador de un nuevo pacto, a Jesús al cual podemos salir fuera del campamento y cuyo nombre tenemos que confesar, a Jesús por el cual ofrecemos a Dios siempre “sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre”.