Una caída de a caballo

Un joven jinete se había caído del caballo. Lo habían transportado con urgencia al hospital. Acostado en su cama, le atormentaba el dolor y le acuciaba la impaciencia por encontrarse lo antes posible con sus alegres e indolentes amigos. A pesar de su sufrimiento, hacía muchos proyectos. Así, pensaba que pronto podría hacerse instructor de equitación. Estaba casi decidido a abandonar, con ese propósito, sus estudios de Derecho en la Universidad. Pero ¿por qué, oh, por qué este violento dolor en su pierna?

De repente todo cambió para él. Una enfermera, con actitud grave, había traído silenciosamente un biombo plegable a la sala y ahora lo ponía con cuidado alrededor de su cama. ¡Un biombo! Pero... ¡eso significaba que lo tenían por moribundo! ¿Ahora? ¿Dentro de poco...? El mundo pareció derrumbarse a su alrededor. Caballos, curso de Derecho, todo fue olvidado: todos los proyectos trazados se habían derrumbado en un momento. Oyó cómo el reloj del hospital daba una hora. Quizá antes de que sonara de nuevo ya no existiría más. ¿Por qué no se lo habían dicho antes? No estaba preparado para morir. Quizá antes de que la hora pasase estaría frente a Dios. Este pensamiento le era insoportable. No porque hubiese hecho algo muy grave durante su vida, sino porque no se había preocupado de Dios. Siempre se había figurado que tendría tiempo suficiente.

Pero ¿por qué se había mantenido tan lejos de Dios? Toda su vida comenzó a pasar ante sus ojos y trató de verla tal como era a los ojos del Dios santo y justo. Se estremeció. Ni siquiera había observado el segundo mandamiento a propósito del amor al prójimo: “Amarás... a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10:27). Pero ¿qué decir del primer mandamiento que ordena amar a Dios con todo nuestro corazón? Por primera vez en su vida sintió el peso aplastante de su propio pecado y gimió al asaltarle el pensamiento del juicio de un Dios justo. Se agitaba sin descanso. Sus ojos erraban febrilmente por el techo y los muros. ¡Oh, ese siniestro biombo! ¡Y el tic-tac espantoso del gran reloj!

De repente advirtió un pequeño cartel puesto en el muro de enfrente. Hasta entonces no había reparado en él. Por encima del biombo podía leerlo. “Venid a mí —dice Jesús— todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28).

«¡Ah, eso es!», pensó él. «Jesucristo, el Hijo de Dios, salva de una manera o de otra a cualquiera que viene a él». Entonces se acordó de Jesús muerto en la cruz... Eso quería decir perdón para los culpables y reposo para el alma angustiada. Ahora ya no se detenía más a discutir ese hecho o a rechazarlo. Leía y releía ese texto de la Biblia: ¡“Venid a mí... yo os haré descansar”! Y, en el acto, gritó: «¡Yo iré! ¡Yo voy! ¡Yo voy a ti! ¿Acaso es demasiado tarde?»

El enfermo que ocupaba la cama vecina, al otro lado del biombo, pensó para sí: «¡Pobre muchacho, cómo delira!» Pero, de este lado del biombo, el joven se encontraba ahora tranquilo y sonriente. Sí, sabía que no era demasiado tarde. Una luz celestial inundaba su corazón. La carga de su pecado había sido quitada y sustituida por una paz divina. Su confianza simplemente descansaba sobre la obra expiatoria ejecutada perfecta y enteramente por el Hijo de Dios en la cruz. Ya sabía que había sido perdonado. Sí, Dios, el Dios santo, le había perdonado todo. Jamás en su vida se había sentido tan feliz. Ahora estaba preparado para morir.

No obstante, hubiese deseado tanto poder decir a otros lo que él había encontrado al depositar su confianza en Jesucristo, su Salvador. Pensaba en su propio hermano y en los camaradas a los que frecuentaba. La mayor parte de ellos blasfemaban y se burlaban de Dios. ¿Por qué no había acudido antes a Cristo para tener tiempo de advertirles? ¡Si solamente pudiese tener una oportunidad para proclamar esta buena nueva del Señor Jesús, la gritaría sobre los tejados! ¡Si solamente pudiese decir a otros lo que Cristo había hecho por él! Hablaría con tal convicción —como sólo un moribundo puede hacerlo— que cada cual se sentiría conmovido en lo más íntimo. Si solamente...

Estaba en eso cuando la enfermera volvió, muy confusa. — Perdóneme, señor —dijo ella— ha habido un error. Hemos puesto el biombo ante la cama equivocada. Lo lamento profundamente, señor.

Para estupefacción de la enfermera, el joven se sentó en la cama y le dijo: — ¿Lamentarlo? ¡De ninguna manera! ¡Es la cosa más maravillosa que me ha ocurrido en la vida!

Poco tiempo después dejó el hospital. ¡Era otra persona! Estaba transformado y radiante, feliz de hablar a todos de aquel que lo había encontrado y salvado por la eternidad.

Amigo lector, ¿ha acudido usted a Jesucristo para lograr su salvación eterna? Puede ser que no disponga más que de poco tiempo. No deje para más tarde la cuestión más importante de su vida. Y si usted ha recibido a Cristo como su Salvador personal, aproveche todas las ocasiones que tenga para hablar de él a otros. ¡La de hoy puede que sea en efecto la última oportunidad para usted y para ellos! “He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación” (2 Corintios 6:2).