La comunión en el servicio

Comunión práctica entre las iglesias

El libro de los Hechos nos presenta un cuadro refrescante de la Iglesia en sus comienzos. “La multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma” (Hechos 4:32). Sin embargo, debe recordarse que los primeros cristianos —en su mayoría de origen judío— encontraron difícil darse cuenta de que su posición en Cristo los había liberado de la esclavitud de la ley de Moisés. Los maestros judaizantes incluso querían someter a los creyentes de las naciones a la circuncisión y a los ritos de la ley. Esto era un fermento de división que amenazaba la unidad práctica de la Iglesia. Es instructivo para nosotros ver cómo la poderosa gracia de Dios proveyó para este peligro.

En Hechos 11, tras la dispersión de los creyentes debido a la persecución, se predicó ampliamente el Evangelio a los gentiles (v. 19-21). Se formó una iglesia en Antioquía. Se podía temer que se desarrollara una brecha entre esta primera iglesia de los gentiles y las iglesias de Judea. Pero cuando las noticias de lo que estaba pasando en Antioquía llegaron a Jerusalén, “enviaron a Bernabé que fuese hasta Antioquía” (v. 22). Él “cuando llegó, y vio la gracia de Dios, se regocijó y exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor” (v. 23). A través del ministerio de este “varón bueno”, “lleno del Espíritu Santo y de fe”, “una gran multitud fue agregada al Señor” y se mantuvo la comunión práctica entre las iglesias. Un poco más tarde, la ayuda material de los creyentes de Antioquía para atender las necesidades de los hermanos pobres de Judea confirmó esta comunión (v. 27-30).

Bernabé, durante su estadía en Antioquía, sintió que la iglesia que se reunía allí tenía una gran necesidad de enseñanza. Así, se dirigió a Tarso a buscar a Saulo, quien aceptó el servicio que el Señor ponía ante él y vino a Antioquía. Y “se congregaron allí todo un año con la iglesia y enseñaron a mucha gente” (v. 26). Éste es un bello ejemplo de comunión en el servicio, cuyo fruto es obvio: una gran prosperidad espiritual de esta iglesia.

En el capítulo 15, se manifestó la levadura del legalismo, propagada por los creyentes judíos que salían de Judea. Pablo y Bernabé se opusieron firmemente. Junto con algunos hermanos de Antioquía, subieron a Jerusalén para reunirse con los apóstoles y la iglesia para así examinar el asunto. La gracia de Dios obró en los corazones, y de común acuerdo reconocieron los principios del legalismo como ajenos al cristianismo. Se mantuvo la unidad práctica entre las iglesias, en la fe y en la buena doctrina.

Ahora nos ocuparemos particularmente del servicio de Pablo y sus compañeros. Este servicio tenía necesariamente un carácter especial debido a la autoridad apostólica que Pablo había recibido. Sin embargo, encontramos en ello mucha instrucción para nosotros. Además, Pablo nos ruega que seamos sus imitadores, como él lo fue de Cristo (1 Corintios 11:1).

Pablo y Bernabé

El comienzo del capítulo 13 presenta el notable estado de la iglesia de Antioquía. Había allí varios dones de gracia en ejercicio, y un espíritu de oración, ayuno y servicio. El Espíritu Santo no se veía obstaculizado y pudo manifestarse libremente en su acción. Fue bajo estas condiciones que Pablo y Bernabé fueron “llamados” por el Señor a un nuevo servicio que cumplieron en perfecta comunión y con la diestra en señal de compañerismo de la iglesia. Este servicio era la predicación del Evangelio en una inmensa región, en la cual se formaron nuevas iglesias. Los capítulos 13 y 14 nos hablan del primer viaje de Pablo con Bernabé, en el que Dios actuó poderosamente abriendo “la puerta de la fe a los gentiles” (14:27). El viaje terminó en Antioquía, donde Pablo y Bernabé habían sido “encomendados a la gracia de Dios” para la obra que tenían que hacer. Estos siervos reunieron a la iglesia y contaron, no lo que hicieron, sino “cuán grandes cosas había hecho Dios con ellos” (v. 26-28). La comunión estaba muy bien establecida.

Pero el enemigo de nuestras almas —que es al mismo tiempo enemigo de la obra del Señor— no duerme. El hecho de que hayamos tenido una hermosa comunión durante años, en circunstancias difíciles, no nos protege de las artimañas de Satanás. Después del viaje a Jerusalén, del que se informa en el capítulo 15, Pablo propuso a Bernabé “visitar a los hermanos” en todas las ciudades en las que habían proclamado la palabra del Señor durante su primer viaje misionero, “para ver cómo están” (v. 36). Es importante seguir a los nuevos convertidos, para ayudarles a crecer en la fe.

Bernabé estaba de acuerdo, pero quería llevar con ellos a Juan, su sobrino (también llamado Marcos), quien había ido con ellos como su ayudante en el primer viaje, a pesar de que los había abandonado muy rápidamente. Por su parte, Pablo creía que Juan se había descalificado a sí mismo y no debía ir con ellos. Esta divergencia de pensamiento entre los dos siervos tuvo un triste resultado: “Y hubo tal desacuerdo entre ellos, que se separaron el uno del otro” (15:39). Bernabé fue en una dirección con su sobrino; mientras que Pablo, “escogiendo a Silas, salió, encomendado por los hermanos a la gracia del Señor” (v. 40).

Esta recomendación por parte de los hermanos de Antioquía nos lleva a pensar que Pablo tenía razón en este asunto. Pero sobre todo, guardemos las solemnes enseñanzas que la Palabra de Dios nos da aquí. Los lazos familiares a menudo oscurecen nuestro discernimiento espiritual. Y si los siervos a los que Dios ha llamado a servir juntos una vez tienen una diferencia de opinión, ¿deberían ser obstinados o más bien buscar “someterse unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5:21)? “¿Andarán dos juntos si no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3:3).

Pablo, Silas y Timoteo

El segundo viaje misionero del apóstol Pablo también comenzó en Antioquía. Pablo y Silas partieron hacia las iglesias que se habían formado en el primer viaje. En Derbe encontraron a Timoteo, un joven discípulo que tenía un buen testimonio entre los hermanos, y Pablo lo llevó consigo. Hasta el final de la vida del apóstol, fue su fiel “servidor de Dios y colaborador nuestro en el evangelio de Cristo” (1 Tesalonicenses 3:2), ligado a él con profundo afecto, compartiendo sus ejercicios. Pablo lo envió más de una vez, confiándole una misión particular, y lo asoció con él en el envío de varias epístolas.

Por el sorprendente cambio de “ellos” a “nosotros” en los versículos 6 al 11 del capítulo 16 de los Hechos, entendemos que Lucas, el escritor del libro, se unió a Pablo y a sus dos compañeros en el momento en que Dios los llevó a pasar por Macedonia, y por ende a Europa. En los capítulos 16 a 18, los mensajeros de Dios visitaron las ciudades de Filipos, Tesalónica, Atenas y Corinto, que pertenecen a la Grecia actual.

Pablo y Silas eran los portadores de la Palabra y sobre todo los objetos de la hostilidad del mundo (16:19-25; 17:4-5, 10). Timoteo tuvo un rol más discreto, y Lucas no fue nombrado explícitamente. En Berea, la violencia de los judíos de Tesalónica se mostró de tal manera que Pablo se fue más lejos, mientras que Silas y Timoteo permanecieron en ese lugar para alentar a los creyentes. Las dos epístolas a los Tesalonicenses, escritas poco después, se presentan como provenientes de “Pablo, Silas y Timoteo”. Silvano es otra forma del nombre Silas.

En la primera de estas epístolas, aprendemos que Pablo, muy preocupado por estos nuevos creyentes debido a las persecuciones que estaban sufriendo, e impedido de ir a verlos él mismo, envió a Timoteo desde Atenas para fortalecerlos y animarlos en su fe (1 Tesalonicenses 2:18; 3:2, 5). El regreso de Timoteo y las buenas noticias que le trajo lo llenaron de alegría y gratitud (3:6-9).

El ministerio de Pablo en Corinto también se llevó a cabo en colaboración con Silas y Timoteo. El apóstol recordó a los corintios que Jesucristo había sido predicado en medio de ellos por él “y por Silvano y Timoteo” (2 Corintios 1:19). Y cuando llegaron a sus oídos noticias inquietantes sobre los creyentes en Corinto, y les escribió su primera carta, les envió a Timoteo al mismo tiempo: “Por esto mismo os he enviado a Timoteo, que es mi hijo amado y fiel en el Señor, el cual os recordará mi proceder en Cristo, de la manera que enseño en todas partes y en todas las iglesias” (1 Corintios 4:17). Y de nuevo, al final de la carta, les encomendó a su mensajero (16:10).

Timoteo también fue asociado con Pablo en el envío de la carta a los Filipenses. El apóstol estaba preso en Roma y esperaba enviar pronto a su joven colaborador para tener noticias de ellos. Su testimonio en esta ocasión fue muy notable: “Ninguno tengo del mismo ánimo, y que tan sinceramente se interese por vosotros” (Filipenses 2:20). El propio apóstol dijo: “sobre mí se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias” (2 Corintios 11:28). Aquí aprendemos que en esta preocupación tenía un compañero que compartía completamente sus ejercicios de corazón, en quién podía confiar y también encomendar tareas. Tenían los mismos pensamientos y sentimientos en el servicio. Podían “andar… juntos” porque estaban profundamente “de acuerdo”. Hacia el final de su carrera, el apóstol escribió a Timoteo, su hijo amado: “Pero tú has seguido mi doctrina, conducta, propósito, fe, longanimidad, amor, paciencia, persecuciones, padecimientos...” (2 Timoteo 3:10-11). Le instó a guardar fielmente lo que se le había confiado y a permanecer en las cosas que había aprendido (1 Timoteo 6:20; 2 Timoteo 1:14; 3:14-15).

Pablo y Tito

Al igual que Timoteo, Tito fue para Pablo un verdadero hijo en la fe, así como un compañero en la obra a quien le pudo confiar misiones (Tito 1:4; 2 Corintios 8:23).

Después de haber escrito la primera carta a los Corintios —“por la mucha tribulación y angustia del corazón os escribí con muchas lágrimas” (2 Corintios 2:4)— el apóstol estuvo muy preocupado por cómo sería aceptada esta carta. Incluso se preguntó si había hecho lo correcto al enviarla (7:8). Así, aunque pudo aprovechar una puerta abierta para el Evangelio en Troas, dijo: “no tuve reposo en mi espíritu”, porque no había encontrado a Tito que le traía noticias de Corinto (2:13).

El apóstol no quería ir a esa ciudad en ese momento. La situación allí era tan crítica que si hubiera estado allí en persona, se habría visto obligado a usar su autoridad como apóstol y a utilizar la vara. Así que se abstuvo de hacerlo por indulgencia a los corintios (1:23; 13:2). Pero había enviado a Timoteo a ellos y animó a Tito a visitarlos (véase 7:14). Preocupado por los corintios, Pablo fue a Macedonia a encontrarse con Tito. Cuando llegó allí, contó: “ningún reposo tuvo nuestro cuerpo, sino que en todo fuimos atribulados; de fuera, conflictos; de dentro, temores” (7:5).

Pero finalmente, el apóstol tuvo el gozo de encontrar a Tito, y el gozo aún mayor de recibir buenas noticias de los corintios (v. 6-7). La carta de Pablo había producido tristeza, pero “la tristeza que es según Dios produce arrepentimiento para salvación, de que no hay que arrepentirse” (v. 10). Se había hecho un trabajo profundo en ellos, por lo que el corazón del apóstol rebosaba ahora de gratitud. Fue con estos sentimientos que les escribió la segunda epístola, para animarlos y completar aquello que tenía que decirles.

La forma en que habló de Tito en esta epístola muestra la comunión práctica que estos dos siervos tenían. Dios había puesto en los dos corazones “la misma solicitud” por los corintios (8:16), caminaban en “el mismo espíritu” y sobre todo “en las mismas pisadas” (12:18). Y cuando Dios respondió a su expectativa común, se gozaron juntos (7:13). Si con nuestros hermanos y hermanas, supiéramos caminar más en las pisadas del Señor Jesús, ¿no nos sería más fácil andar en el mismo camino y con el mismo espíritu?

Pablo y Apolos

Apolos era un “varón elocuente, poderoso en las Escrituras”, pero “solamente conocía el bautismo de Juan” (Hechos 18:24-25). Había recibido el mensaje de Juan el Bautista, y el que Jesús había predicado durante su vida, de modo que fue capaz de enseñar “diligentemente lo concerniente al Señor”. Era un creyente fiel y comprometido, pero no estaba en el verdadero terreno cristiano. Le faltaba el conocimiento de los resultados de la muerte de Cristo y su elevación a la gloria. Probablemente se encontraba en la misma situación que los creyentes mencionados en los versículos siguientes, los cuales habían sido bautizados con el bautismo de Juan e ignoraban la venida del Espíritu Santo a la tierra (19:2-3).

En Éfeso, Apolos “comenzó a hablar con denuedo en la sinagoga” (18:26). Priscila y Aquila, que se encontraban en esa ciudad, “cuando le oyeron… le tomaron aparte y le expusieron más exactamente el camino de Dios”. ¡Un servicio útil realizado por un matrimonio! Esta enseñanza dio sus frutos. Cuando Apolos se propuso ir a Acaya, la región donde se encuentra Corinto, los hermanos de Éfeso le dieron lo que hoy llamamos una carta de recomendación. “Y llegado él allá, fue de gran provecho a los que por la gracia habían creído” (v. 27).

Apolos no tenía el mismo don que Pablo, ni el mismo servicio. En su primera carta a los Corintios, el apóstol dijo: “Yo planté, Apolos regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento. Y el que planta y el que riega son una misma cosa” (1 Corintios 3:6-8). Vemos que Pablo, a pesar de saber más que Apolos, de ninguna manera se puso por encima de él y apreció sin reservas el servicio de su hermano, aunque fuera diferente al suyo.

Más tarde, cuando llegaron malas noticias de Corinto, Pablo, que no quería ir allí él mismo, invitó a Apolos a que fuese, pero sin darle una orden —como podía hacer con Timoteo, por ejemplo. Escribió: “Acerca del hermano Apolos, mucho le rogué que fuese a vosotros con los hermanos, más de ninguna manera tuvo voluntad de ir por ahora; pero irá cuando tenga oportunidad” (1 Corintios 16:12). Apolos tenía un servicio diferente al de Pablo y dependía completamente del Señor. Estos dos siervos no trabajaron juntos, como Pablo y sus compañeros, sino que cada uno contribuyó a la obra de Dios, con respeto y estima mutuos.

 

Pablo, Epafrodito, Evodia y Síntique

Epafrodito, a quien Pablo llama su “hermano y colaborador y compañero de milicia” era un creyente de Filipos (Filipenses 2:25). Los filipenses le habían enviado para llevar ayuda material al apóstol mientras estaba preso en Roma (4:18). Por la obra del Señor, Epafrodito había expuesto su vida (2:30). Mientras estuvo en Roma, cayó enfermo y estuvo muy cerca de la muerte, pero el Señor tuvo misericordia de él y del apóstol, y lo sanó. Debido a la ansiedad de los filipenses por él, Pablo lo envió de vuelta a ellos tan pronto como pudo, con la epístola que conocemos.

Esta carta contiene dos veces una exhortación general para guardar la unidad práctica entre los creyentes: mantenerse firmes “en un mismo espíritu”, combatiendo “unánimes”, “sintiendo lo mismo” y “teniendo un mismo amor”, “unánimes”, “sintiendo una misma cosa” (1:27; 2:2). Para ello, se necesita humildad, estima por su hermano, y la mirada fija en el Modelo (v. 3-5).

Sin embargo, la exhortación a la unidad práctica se hace particularmente apremiante en el capítulo 4, cuando el apóstol habla directamente a dos hermanas que previamente “combatieron juntamente con él en el evangelio”, y que podían contarse entre sus “colaboradores”. “Ruego a Evodia y a Síntique, que sean de un mismo sentir en el Señor” (4:2). Frente a un desacuerdo entre dos hermanas, el apóstol no quedó indiferente aunque sus propias circunstancias como prisionero podrían haber sido un motivo suficiente de preocupación para él. Después de esta doble súplica a Evodia y a Síntique, puso ante el que llama su “compañero fiel” —probablemente Epafrodito— la hermosa pero difícil tarea de ayudar a estas dos hermanas (v. 3).

Notemos bien el objeto de la súplica de Pablo a Evodia y Síntique. No es simplemente tener “el mismo sentir”, es tenerlo “en el Señor”. En la medida en que tengamos el sentir del Señor, tendremos el mismo sentir entre nosotros.

Humildad, devoción, olvido de sí mismo, amor al Señor y a los suyos, dependencia del Señor y apego a la Palabra, éste es el camino que el apóstol Pablo nos traza con su ejemplo. Es en este camino donde podremos ­realizar la verdadera comunión con nuestros hermanos y hermanas en el servicio para el Señor si nos ha llamado a servirle juntos sacando nuestras fuerzas de la comunión con Él.