“Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7).
“El Señor está cerca”, nos dice el versículo anterior. Todavía no ha venido, pero vendrá, y desde ahora ya podemos ir a exponer todas nuestras peticiones ante él. Por esa razón no hay que preocuparse por nada.
Es el aliento que Jesús infundió a sus discípulos cuando estaba con ellos en la tierra.
“No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber; ni por vuestro cuerpo, qué habéis de vestir. ¿No es la vida más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?... No os afanéis, pues diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos?” (Mateo 6:25, 31). Nuestro corazón encuentra muchas razones para preocuparse. Pero Pedro nos dice qué hacer con ellas: “echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Pedro 5:7). Preocuparse parece indispensable para las personas en el mundo, e incluso hace que aparentemos ser conscientes de nuestras responsabilidades. Pero para el creyente, es una falta de confianza en Dios.
A veces, nuestras necesidades pueden pesar sobre nosotros hasta el punto de convertirse en preocupaciones, pero recordemos la exhortación: “Por nada estéis afanosos” (v. 6).
Por medio de nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu Santo tenemos acceso al Padre (Efesios 2:18). A Dios mismo y a su poder ilimitado debemos recurrir siempre.
Ante él podemos formular todas nuestras peticiones, sin excepción. Incluso podemos acudir a él cuando “no sabemos qué hemos de pedir como conviene” (Romanos 8:26). Todo lo que oprime nuestro corazón puede ser derramado ante nuestro Dios y Padre.
La manera en que el creyente puede acercarse a Dios se describe notablemente: “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (Filipenses 4:6). En muchas epístolas del Nuevo Testamento encontramos exhortaciones a la oración (Romanos 12:12; Efesios 6:18; Colosenses 4:2; 1 Tesalonicenses 5:17; 1 Timoteo 2:1; Hebreos 13:18; Santiago 5:13-18; 1 Pedro 5:7; 1 Juan 5:14-15; Judas 20). Y en 1 Timoteo 2:1, hay: “rogativas, oraciones, peticiones, y acciones de gracias, por todos los hombres”. La oración es el término general, y el ruego es una petición con insistencia. La acción de gracias expresa la gratitud que debe llenar siempre nuestro corazón cuando estamos ante Dios. Cuando nos acercamos a él, no debemos olvidar quién es Dios, y todo lo que hizo por nosotros.
No se nos dice aquí que Dios vaya a cumplir necesariamente todas nuestras peticiones. Y probablemente ya todos lo hayamos experimentado. Actúa con nosotros como con sus hijos amados, para que todas las cosas nos ayuden a bien. Cuando hayamos derramado nuestro corazón ante él de rodillas, podremos levantarnos con toda tranquilidad, y “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (v. 7). Tenemos la certeza de que todas nuestras oraciones han sido registradas por nuestro Dios y Padre, y su paz guarda nuestros corazones de toda ansiedad y preocupación.
En otros pasajes, la respuesta a nuestras oraciones está vinculada a ciertas condiciones. Por ejemplo, el Señor dijo a sus discípulos: “Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará” (Juan 16:23). Juan nos dice: “Amados, si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Juan 3:21-22). Y también: “Si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (5:14). Pero aquí, en Filipenses 4, aprendemos que podemos poner todas las necesidades de nuestro corazón delante de Dios, con toda sencillez, sin dudar, como un hijo ante su Padre.
Este versículo no nos asegura una respuesta directa, sino, “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento”. Esta maravillosa paz, que guarda nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús, es la paz de aquel que está muy por encima de todas las circunstancias terrenales y cuyo trono nunca tambalea.
“La paz de Dios” es algo que va más allá de “la paz con Dios” y la recibe quien ha sido justificado por la fe en el Señor Jesús y ha recibido el pleno perdón de sus pecados. La paz con Dios es la paz de nuestra conciencia con respecto a nuestros pecados y nuestra culpabilidad, que han sido eliminados de una vez por todas. Esta es la paz que el Señor Jesús da a todos los que, trabajados y cargados bajo el peso de sus pecados, acuden a él (Mateo 11:28). Por otro lado, la paz de Dios es la paz del corazón que viene a ser la parte de los que viven en comunión y dependencia con Él. La paz de Dios nos eleva por encima de las contrariedades en las que nos podemos encontrar. El Señor también lo mencionó en Mateo 11: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas” (v. 29). Esta paz interior depende de cómo descansemos en Su voluntad. El Señor no dice que nos dará este descanso, sino que lo encontraremos. Y lo encontramos en la medida en que tomamos su yugo sobre nosotros y aprendemos de él.
La paz de Dios guardará nuestros corazones y nuestros pensamientos “en Cristo Jesús”. Esta paz está muy cerca de “la paz de Dios” mencionada en Colosenses 3:15. Debe caracterizar nuestra vida diaria y acompañarnos en todas las circunstancias. El Señor dijo a los suyos: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Juan 14:27).
Tanto si se trata de enfermedades como de otras dificultades —y las hay de todo tipo—, nada es demasiado grande ni demasiado pesado. A nuestro Dios y Padre le podemos entregar todo en oración, en ruegos y con acciones de gracias. Si realmente descargamos nuestras preocupaciones en él, y no las volvemos a cargar sobre nuestros propios hombros como una pesada carga, la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento nos guardará. “Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas” (Proverbios 3:5-6). “Encomienda a Jehová tu camino y confía en él, y él hará” (Salmo 37:5).