“Así que, lejos sea de mí que peque yo... cesando de rogar por vosotros” (1 Samuel 12:23).
Durante casi ochenta años, Samuel ministró en Israel, viajando por el país para exhortar, traer de regreso y fortalecer los corazones. En cierto modo, su vida caracterizada por la oración recuerda la de Jesucristo Hombre, nuestro Señor, el ejemplo perfecto.
Antes de abordar la vida de Samuel, recordemos lo que sucedió en la casa de sus padres, en la cual recibió una breve pero importante preparación. Es el punto de partida de su consagración y del ferviente amor por su pueblo.
Elcana y Ana, padres piadosos en tiempos de debilidad
Elcana, el padre de Samuel, era levita. Sin embargo, contrariamente al pensamiento de Dios, tenía dos esposas: Penina, que tenía hijos, y Ana, que era estéril. Penina “la irritaba, enojándola y entristeciéndola” en lugar de animarla (1 Samuel 1:6), lo que siempre deberíamos hacer con nuestros hermanos y hermanas afligidos. Sin embargo, Ana sabía cómo utilizar los recursos divinos. Poco comprendida en su hogar, llevó su dolor a Dios.
Todos los años, Elcana subía a Silo para adorar. Allá se hallaban el arca y los sacerdotes. Ahí era donde Dios hizo morar su nombre al principio. Ana acompañó a su marido y, en su aflicción, derramó largamente su pena delante de Dios, con amargura de alma llorando abundantemente (v. 10). Hablaba en su corazón, de modo que solo se movían sus labios. El sacerdote Elí la observó; pero le faltó discernimiento, malinterpretó completamente la actitud de esta mujer de fe (v. 12-14). Ana suavemente, respondió: “He derramado mi alma delante de Jehová... por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora” (v. 15-16). El sacerdote entonces buscó corregir su error y le dijo: “Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho” (v. 17).
¡Qué ejemplo y qué aliento para todos aquellos que experimentan sufrimiento físico o moral! (compárese con los Salmos 62:8 y 102: título). No cultivemos en secreto nuestra amargura. Pongamos el tema de nuestro sufrimiento ante Dios; su paz guardará entonces nuestros corazones y nuestros pensamientos en Cristo Jesús (Filipenses 4:7). Acordémonos que Dios es el “Dios de toda consolación” (2 Corintios 1:3).
Ana se apropió con fe del voto expresado por el sacerdote; recibió este aliento de Dios mismo, sin dejarse desanimar por la debilidad del instrumento que empleaba. Tranquila, “comió, y no estuvo más triste” (1 Samuel 1:18). El niño que nacerá será la respuesta a la oración de fe. Su nombre será el testimonio constante de esto; Samuel que significa: «pedido a Dios» o «Dios ha oído».
Dios siempre responde a las oraciones que tienen su gloria en vista (Juan 14:13). Ana había dicho: “Si… te acordares de mí, y… dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza” (1 Samuel 1:11). Por lo tanto, sería un nazareo (Números 6:1-12). El deseo más querido de los padres cristianos debe ser siempre que sus hijos sean consagrados al Señor Jesús desde el nacimiento.
“Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová”, le dijo a Elí, llevándole al pequeño Samuel después de haberlo destetado. “Todos los días que viva, será de Jehová”, añadió (1 Samuel 1:27-28). Ella era consciente de que su responsabilidad seguía comprometida con su hijo y no dejaría de orar por él. También es nuestro privilegio para con nuestros hijos, incluso cuando son mayores.
Confiado al Señor, Samuel se desarrollaba espiritualmente de manera armoniosa, a pesar de la distancia con sus padres. ¿Y qué hizo primero este niño cuando llegó a la casa del Señor en Silo? “Adoró allí a Jehová” (v. 28). A continuación, su actitud de respeto por el siervo de Dios, a pesar de las fallas de este, correspondía a la actitud que había tenido su madre en el pasado (v. 15). ¿De qué manera hablamos a nuestros hijos de los hermanos y hermanas de la iglesia en la cual nos congregamos y de los que sirven al Señor?
El servicio del joven Samuel en Silo
Con las capacidades limitadas por su edad, Samuel podía ser visto por todos, sirviendo “en la presencia de Jehová, vestido de un efod de lino” (1 Samuel 2:18). En su cuidado amoroso, la madre hacía y le traía, “cada año”, una túnica pequeña nueva (v. 19) a medida que “crecía delante de Jehová” (v. 21). Él era “acepto delante de Dios y delante de los hombres” (v. 26).
“El joven Samuel ministraba a Jehová en presencia de Elí; y la palabra de Jehová escaseaba en aquellos días; no había visión con frecuencia” (3:1); pero Dios estaba con Samuel (v. 19). Si los padres cristianos son responsables de repetir las enseñanzas de la Palabra a sus hijos (Deuteronomio 6:4-9; 11:18-20), el joven creyente está llamado a ejercitarse para la piedad (1 Timoteo 4:7-8).
Samuel tenía la edad suficiente para entender. Sin embargo, debía adquirir un conocimiento personal de Dios. De modo que llegó el día en que la palabra de Dios se le comunicó directamente y Dios se dirigió a él por primera vez (1 Samuel 3:4, 7). Cuando Elí finalmente entendió que era Dios quien llamaba a Samuel, le enseñó la respuesta que debía dar. Llamado nuevamente por Dios, Samuel respondió: “Habla, porque tu siervo oye” (v. 10). Esta disponibilidad era en adelante una de las cualidades del siervo joven.
Este primer mensaje recibido por Samuel tenía un contenido muy solemne. ¿Cómo transmitirlo a Elí? Era una tarea difícil para un hombre tan joven. Aunque al principio se sintió perturbado, Samuel informó fielmente a Elí las palabras de Dios.
¡Qué terrible contraste con los hijos de Elí! También ellos se habían criado cerca del santuario, en contacto con las verdades divinas, pero sin ser hacedores de ellas. Su conducta, aún más infame para sacerdotes (véase Malaquías 2:7-9), contribuyó enormemente al ya tan humillante estado de Israel. A pesar de su piedad personal, el padre no supo cómo detenerlos y escuchó a Dios decirle: “Has honrado a tus hijos más que a mí” (1 Samuel 2:29). Como resultado de este terrible desorden, la casa de Elí sería destituida del sacerdocio y sus hijos quitados (3:11-14).
Pero Dios en su gracia preparó a Samuel y el resplandor de su testimonio llenó el país. “Samuel creció, y Jehová estaba con él” (v. 19). Su secreto, que también debería ser nuestro, es este: “No dejó caer a tierra ninguna de sus palabras”, ninguna de las palabras de Dios. Y pronto “todo Israel, desde Dan hasta Beerseba, conoció que Samuel era fiel profeta de Jehová” (v. 20). En su gracia, Dios continuaba manifestándose a él en Silo (v. 21).
El cumplimiento del juicio anunciado por Samuel
Se cumplió el juicio que Samuel había anunciado de parte de Dios. Israel fue vencido delante de los filisteos (1 Samuel 4:2). El arca, símbolo de la presencia de Dios, habiendo sido traída por Israel a la batalla como una especie de talismán, fue tomada y llevada por los filisteos a su país. Dios dejó el tabernáculo de Silo (Salmo 78:60-64; Jeremías 7:12). El nombre del niño nacido en este momento, dado por una madre fiel, reflejó la triste realidad: “Icabod”, “¡Traspasada es la gloria de Israel!” (1 Samuel 4:21).
Los vencedores de Israel llevaron el arca a su país y la trataron con desprecio. Pero Dios los hirió severamente y después de unos meses dejaron que regresara a Israel, donde los habitantes de Bet-semes tuvieron el honor de recibirla. Pero estos últimos levantaron su tapa —“el propiciatorio” sobre el cual se rociaba la sangre— y miraron dentro del arca. A su vez, fueron castigados por esta profanación y mandaron el arca más lejos. Ella permaneció veinte años en casa de Abinadab en Quiriat-jearim, y su cuidado fue confiado a Eleazar su hijo (7:1).
¿Qué fue del «niño del templo» durante todos estos años? No lo sabemos. De hecho, todo este tiempo fue necesario para que se llevara a cabo un trabajo de conciencia en Israel. Dios estaba esperando, y también Samuel. Somos ¡por desgracia! a menudo muy tardos para reconocer nuestras faltas, confesarlas y abandonarlas. La Escritura no tiene registro de todo este periodo de la historia de Israel, pero describe con gran detalle el momento en que todo el pueblo finalmente “lamentaba en pos de Jehová” (v. 2).
El regreso del pueblo a Dios
Samuel salió de su retiro y llevó al pueblo de Israel un mensaje de parte de Dios: “Si de todo vuestro corazón os volvéis a Jehová, quitad los dioses ajenos y a Astarot de entre vosotros, y preparad vuestro corazón a Jehová, y sólo a él servid, y os librará de la mano de los filisteos” (v. 3). Sorprendentemente, el mensaje se escuchó y produjo frutos concretos. “Los hijos de Israel quitaron a los baales y a Astarot, y sirvieron sólo a Jehová” (v. 4). La separación de lo que es la causa del mal viene primeramente.
Samuel dijo: “Reunid a todo Israel en Mizpa, y yo oraré por vosotros a Jehová” (v. 5). Se juntaron, ayunaron y reconocieron: “Contra Jehová hemos pecado” (v. 6). La confesión, humillación, arrepentimiento y la separación, todas las condiciones indispensables para una verdadera restauración espiritual, estaban ahora presentes.
Sin embargo, la reunión del pueblo de Dios nunca es agradable para el enemigo y este último se acercó a la batalla: “Subieron los príncipes de los filisteos contra Israel” (v. 7). En su angustia, los hijos de Israel le dijeron a Samuel: “No ceses de clamar por nosotros a Jehová nuestro Dios, para que nos guarde de la mano de los filisteos” (v. 8). Samuel ofreció un sacrificio. Este cordero de leche, sacrificado entero a Dios, es una bella figura de Cristo. Basado en este holocausto, el profeta intercedió por Israel. “Clamó Samuel a Jehová por Israel, y Jehová le oyó” (v. 9).
Debido a la sincera humillación de Israel y la intercesión de Samuel, un mediador fiel, Dios otorgó la victoria a Israel (v. 11). Samuel no se olvidó de expresar su gratitud. Estableció un memorial al erigir una piedra a la que llamó “Eben-ezer”, la piedra de ayuda, diciendo: “Hasta aquí nos ayudó Jehová” (v. 12). ¡Cuántos Eben-ezer podemos erigir en nuestra vida, como tantos hitos de la gracia y la misericordia de Dios hacia nosotros!
Samuel, juez en Israel
Samuel continuó su carga de intercesión todo el tiempo que vivió. Fue el último juez y ejerció su función durante un periodo largo (1 Samuel 7:15).
Viajó incansablemente por el país, cosa que ninguno de sus predecesores parecía haber hecho. Bet-el, Gilgal, Mizpa y Ramá fueron los cuatro lugares elegidos para su circuito anual de juez (v. 16-17). De este modo pudo mantener un contacto directo con el pueblo. En Ramá estaba su casa y edificó allí un altar a Dios. Desde su juventud había aprendido a adorar a Dios, y disfrutaba de una comunión habitual con él.
Todo creyente debe tener una casa ordenada en la cual Dios tiene su lugar, para que el servicio que Dios le ha confiado no se vea obstaculizado. Pidamos humildemente al Señor su ayuda en este sentido. Samuel era descendiente de los hijos de Coré, objetos de la maravillosa gracia de Dios en el momento de la triste rebelión de su padre (Números 16:1; 26:11).
Israel quiere un rey
“Habiendo Samuel envejecido, puso a sus hijos por jueces sobre Israel” (1 Samuel 8:1). Estos, al parecer, no fueron llamados por Dios a tal servicio, ni aptos a realizarlo (v. 3).
Por otro lado, los hijos de Israel, queriendo ser “como… todas las naciones”, exigieron un rey que los juzgara (v. 5). Y para justificar su petición a Samuel, no dudaron en objetar la conducta de sus hijos, quienes, lamentablemente, “no anduvieron… por los caminos de su padre” (compárese v. 3 con 12:3-5). Samuel, muy entristecido por esta petición, inmediatamente utilizó su recurso habitual: “a Jehová oró” (8:6).
La respuesta de Dios fue clara: “No te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos” (v. 7). Fue el reconocimiento de Dios de cuán fielmente Samuel había cumplido su misión.
Sin embargo, Dios le dijo a su siervo que oyera la voz de este pueblo rebelde. Tendrán el rey que quieren, un rey según el corazón del hombre. Dios mismo lo elegirá para ellos “en su furor” y luego se lo quitará “en su ira” (Oseas 13:11). Samuel fue responsable de hacer que el pueblo, en particular los ancianos (véase 1 Samuel 8:4), sintieran su culpa, su ingratitud y su falta de confianza en Dios. También debía protestar solemnemente contra ellos por las consecuencias de su desobediencia y mostrarles cómo les tratará el rey al que querían someterse (v. 9).
Pero las advertencias del profeta fueron ineficaces. El pueblo dijo: “No, sino que habrá rey sobre nosotros; y nosotros seremos también como todas las naciones” (v. 19-20). Samuel refirió las palabras del pueblo en oídos de Dios, y Dios le dijo: “Oye su voz, y pon rey sobre ellos” (v. 22).
Discurso de despedida al pueblo
Saúl fue ungido rey sobre Israel y luego oficialmente establecido en su cargo. Samuel era “viejo y lleno de canas” (1 Samuel 12:2). Luego dirigió un último discurso al pueblo. Le recordó “todos los hechos de salvación que Jehová ha hecho” (v. 7) y toda su bondad hacia Israel a lo largo de su historia, y la constante infidelidad del pueblo. En un llamamiento solemne, lo colocó frente a los dos caminos que ahora estaban delante de él: “Si temiereis a Jehová y le sirviereis...” y “si no oyereis la voz de Jehová...” (v. 14-15). Para subrayar la importancia de su mensaje y estimular el temor de Dios en los corazones, anunció que le iba a pedir una señal: “Yo clamaré a Jehová, y él dará truenos y lluvias” (v. 17). “Y Samuel clamó a Jehová, y Jehová dio truenos y lluvias en aquel día; y todo el pueblo tuvo gran temor de Jehová y de Samuel” (v. 18).
Entonces el pueblo le preguntó al profeta: “Ruega por tus siervos a Jehová tu Dios, para que no muramos; porque a todos nuestros pecados hemos añadido este mal de pedir rey para nosotros” (v. 19). Esta feliz confesión era un pequeño rayo de luz en una escena muy oscura. Samuel, en su preocupación por el pueblo, les aseguró su fidelidad en el servicio que Dios le había confiado: “Así que, lejos sea de mí que peque yo contra Jehová cesando de rogar por vosotros; antes os instruiré en el camino bueno y recto” (v. 23). Aquí encontramos estos dos elementos esenciales: la oración y la enseñanza de la Palabra de Dios. ¡Que Dios levante, incluso hoy, siervos que cumplan con su deber de orar incansablemente por los creyentes y enseñarles el camino bueno y recto!
Los últimos días de Samuel
El rey Saúl pronto mostró su independencia. Su desobediencia al mandato de Dios resultó en su rechazo. Dos veces Samuel tuvo que culparlo severamente y decirle que Dios se ha buscado “un varón conforme a su corazón”, que será David (1 Samuel 13:14; 15:23, 28).
Lo que precede al segundo de estos episodios es particularmente conmovedor. Dios le anunció a Samuel: “Me pesa haber puesto por rey a Saúl, porque se ha vuelto de en pos de mí” (15:11). El profeta “se apesadumbró” y esto se tradujo en un clamor, una oración urgente: “Clamó a Jehová toda aquella noche”. No había lugar en ese corazón desinteresado para la más mínima amargura hacia el pueblo que lo había dejado a un lado, ni ninguna satisfacción al ver a Saúl destituido a su vez, por Dios mismo.
Samuel estaba triste, pero Dios finalmente le dijo: “¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo desechado para que no reine sobre Israel?”; y envió entonces su siervo con un cuerno de aceite “a Isaí de Belén, porque de sus hijos me he provisto de rey” (16:1).
En un momento particularmente difícil de su vida, el joven David que tuvo que huir para salvarla, fue a Samuel en Ramá, y le informó de todo lo que Saúl le hacía. “Y él y Samuel se fueron y moraron en Naiot” (19:18). No se nos informa de sus conversaciones, pero no podemos dudar de la comunión que unió a estos dos hombres que estaban muy apegados a Dios. La vida de David también estará marcada por la oración, como atestiguan muchos salmos.
Hay una mención notable de Samuel en el libro de Jeremías. Este es el momento en que la iniquidad de Israel había llegado a su colmo, y “no hubo ya remedio” (2 Crónicas 36:16). El juicio estaba decretado y pronto sería ejecutado: Jerusalén será destruida y el pueblo transportado a Babilonia. El profeta Jeremías, que también era un hombre de oración, que amaba a su pueblo y quería su bien, nunca dejó de interceder por ellos. Pero Dios le dijo: “No ores por este pueblo, ni levantes por ellos clamor ni oración, ni me ruegues; porque no te oiré” (Jeremías 7:16). “Si Moisés y Samuel se pusieran delante de mí, no estaría mi voluntad con este pueblo” (15:1).
La vida de Samuel fue marcada por un espíritu de gracia que advierte y anima. Este espíritu brilló supremamente en Jesús durante todo su ministerio aquí en la tierra.
El día de la gracia aún dura. Amigos creyentes, seamos intercesores. Entremos al santuario sin miedo, acerquémonos confiadamente al trono de la gracia (Hebreos 4:16). Aún hoy sería un pecado cesar de rogar (1 Samuel 12:23). Presentémonos delante de él y aprendamos a esperar (Salmo 5:3). ¡Que nuestra intercesión vaya siempre acompañada de un testimonio real de hecho y de palabra!