Los sentimientos de afecto y ternura que había en el corazón del Señor Jesús por los suyos nos son ilustrados con pasajes del Antiguo Testamento. Y en ninguna otra parte se ejemplifican más claramente que en la relación de José con sus hermanos. En estos antiguos relatos dados por Dios, José fue particularmente el hombre que lloraba. Sus lágrimas se derramaban, ante todo, por los sentimientos de afecto hacia sus hermanos. La historia de su relación con ellos alcanzó su punto máximo cuando él, el gobernador de Egipto, ya no podía contener por más tiempo sus emociones, dejó que su voz estallara en lágrimas y gritó: “Yo soy José” (v. 2-3). Fue un momento único, y la sorpresa que causó esta revelación parecía privar a estos once hombres de poder pronunciar una palabra o de hacer algún gesto. Entonces José extendió sus manos hacia ellos y les dijo: “Acercaos ahora a mí” (v. 4).
Luego los tomó uno tras otro en sus brazos, lloró sobre sus cuellos, y depositó en sus mejillas el beso de su perdón. Su amor se derramó sobre ellos con una fuerza incontenible, apartando todo temor, hasta que, gracias a la gran sencillez del lenguaje bíblico, podemos encontrar: “Después sus hermanos hablaron con él” (v. 15). A partir de entonces, se sintieron cómodos en su presencia y libres de poder hablar con él en su lengua natal de su país de origen, el de la casa de su padre. La idea de que eran hermanos del gran señor de Egipto, en cuyas manos Faraón había puesto todo su poder, no se les había pasado por la cabeza. Se habrían contentado con permanecer suplicantes a los pies de José y recibir de su bondad lo suficiente para mantener sus almas en vida. Pero, para José, no hubiera sido lo correcto, porque los amaba. Y por este amor les reveló el vínculo que les unía e hizo todo lo posible para que se sintieran a gusto.
A menudo somos como los hermanos de José. Nos alegra recibir la salvación de la mano de nuestro Señor y aceptar sus bendiciones, porque satisface nuestras necesidades, siendo estas a menudo lo único que nos impulsa a acercarnos a él. Pero, así como José no se contentó simplemente con cubrir las necesidades de sus hermanos, tampoco complace al Señor saciar solo las nuestras. Porque él también tiene una necesidad, la del amor perfecto, el cual no puede satisfacerse sin la compañía de sus seres queridos y sin la comunión con ellos. Más que eso, aquellos a quienes Dios ama deben estar limpios para su presencia, para serle agradables. De lo contrario, su amor no podría descansar en ellos. Sin embargo, el Evangelio nos revela que somos hermanos del Salvador resucitado. Este es el mensaje que envió a sus discípulos por medio de María Magdalena el día de la resurrección: “Ve a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Nótese que el Señor no dijo como José: “Yo soy... vuestro hermano”, como si quisiera decirles que se había rebajado a su nivel. Dijo: “mis hermanos”, y estas palabras nos revelan la gran verdad de que nos eleva a su nivel.
Sus discípulos eran sus “compañeros”, como dice la epístola a los Hebreos: “Te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros” (1:9). Somos sus compañeros para siempre, porque, por la gracia de Dios, estamos relacionados con él, somos de su misma familia. De hecho, está escrito: “Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos” (2:11). Es una verdad de poder infinito, algo que nunca pudo haber germinado en los pensamientos del hombre. Proviene enteramente de Dios y tenemos que aceptarlo en adoración, como proveniente de su amor eterno. Quien cree en el Señor Jesús no es solo un pecador salvo, sino también uno de los hermanos del Señor resucitado, quien ahora está coronado de gloria y de honra, y a quien pronto estará sujeta toda la creación de Dios. Tal es la gloria de la relación en la que nos encontramos, pero lo que es más profundo que cualquier otra cosa es el amor que caracteriza esta relación. Esto forma parte de este acto de soberanía divina, porque su Padre es nuestro Padre, su Dios es nuestro Dios (Juan 20:17).
Es el privilegio de aquellos, a quienes Cristo llama sus hermanos, disfrutar de la comunión de amor con él en todo momento. No obstante, hay ocasiones en las que esto tiene lugar de manera especial, y así sucede durante la celebración de la Cena. Allí nos dice en verdad: “Acercaos ahora a mí”. La Cena del Señor nos presenta el acto supremo de su amor, el don de sí mismo. Nos recuerda que descendió a las insondables profundidades de la muerte, para poder mostrarnos libremente su amor. Y mientras participamos de la Cena en memoria de él, nos asegura que su amor no se agotó en la cruz cuando se manifestó en su infinitud, y que el tiempo transcurrido no lo debilita en nada. Así como los hermanos de José pudieron hablar con él cuando recibieron su beso, nosotros también podemos hablar con el Señor, porque nuestros corazones están confiados en el testimonio de su amor. Y así nuestros labios tartamudos se sienten libres para hablar de sus glorias.
Leemos en el Salmo 105:2: “Cantadle, cantadle salmos; hablad de todas sus maravillas”. Este privilegio pertenece a todos los que lo conocen. Aquí no se trata de predicar, ni de hablar de él, sino de hablar con él. Él aprecia seguramente que hablemos de él; pero si nos satisfacemos simplemente al hablar de él y nos olvidamos de hablar con él, le privamos de aquello que tanto valora su amor.
Este deseo del Señor se expresa en el lenguaje figurado del Cantar de los Cantares. El amado dice a la amada: “Muéstrame tu rostro, hazme oír tu voz; porque dulce es la voz tuya, y hermoso tu aspecto” (2:14).
Al hablar con él en la libertad bendita y en el gozo de su presencia, nos familiarizamos más con el lenguaje de la casa del Padre. Su gozo es revelarnos las cosas del Padre, porque en ellas tenemos parte con él.