¿Esperamos al Señor?
“Mas el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración. Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados.” (1 Pedro 4:7-8)
¿Hasta qué punto somos conscientes de la inestabilidad de las cosas que nos rodean y de su próximo final? ¿Vivimos diariamente pensando en el regreso del Señor para llevarse a los suyos y con la conciencia de que todas las cosas avanzan aprisa hacia el juicio que establecerá su reino en la tierra?
Tal vez conozcamos la enseñanza en la Escritura sobre este tema, e incluso seamos capaces de exponerla a otros. Pero ¿cuál es su efecto práctico en nuestras vidas? ¿No corremos el peligro de volver a caer de algún modo en la impresión de que todas las cosas seguirán siendo como hasta ahora? Cuando esto sucede, dejamos de esperar cada día el regreso de nuestro Señor, perdemos el carácter de peregrinos y nos comportamos como la gente del mundo. Es cierto que nuestras obligaciones laborales o de formación profesional acaparan nuestra mente, atención, fuerzas y tiempo de manera importante. Pero corremos el riesgo de depositar nuestro corazón en el éxito, el avance y las posesiones terrenales.
¡Que la Palabra de Dios nos avive al respecto y nos lleve a poner nuestras prioridades en el lugar que les corresponde!
Peregrinos y extranjeros
Pedro escribe a “los expatriados de la dispersión…” (1:1), es decir, a los creyentes de origen judío dispersos en las distintas provincias de Asia Menor. Sus circunstancias les ayudaron a darse cuenta de los dos caracteres que deben distinguir a todos los cristianos. Eran “extranjeros” y “peregrinos” (2:11). Eran “extranjeros” porque su derecho de ciudadanía no estaba en el lugar donde residían. Su verdadera patria estaba arriba. Eran “peregrinos” o transeúntes, porque se dirigían a la casa a la que serían introducidos al regreso del Señor. Recordarles que “el fin de todas las cosas se acerca” (4:7) fue un estímulo para ellos, ayudándoles a llevar a la práctica la exhortación del primer capítulo: “Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado” (v. 13). En este mismo orden de pensamiento, Pedro, en su segunda epístola, después de mencionar que la llegada del “día del Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas” (3:10), exclama: “¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir...!” (3:11).
Aún queda poco tiempo
La fragilidad del mundo que nos rodea se expresa también en Hebreos. Aquí se muestra sobre todo en contraste con un Cristo que no cambia, pero el pensamiento es el mismo y eso es lo que se les recuerda enfáticamente a los destinatarios de la epístola. “Ellos (los cielos) perecerán, mas tú permaneces; y todos ellos se envejecerán como una vestidura, y como un vestido los envolverás, y serán mudados; pero tú eres el mismo, y tus años no acabarán” (1:11-12). En otro contexto algo diferente, se les dice: “porque os es necesaria la paciencia, para que habiendo hecho la voluntad de Dios, obtengáis la promesa. Porque aún un poquito, y el que ha de venir vendrá, y no tardará” (10:36-37). Se les recuerda la promesa divina: “Aún una vez, y conmoveré no solamente la tierra, sino también el cielo” (12:26).
Las epístolas presentan la inminente venida de nuestro Señor como un evento preliminar al derramamiento de la ira que caerá sobre el mundo. Los apóstoles hablan de los “últimos días” y Juan puede incluso escribir: “Niñitos, la última hora es” (1 Juan 2:18, Nuevo Testamento Interlineal Griego-Español, Lacueva). Siempre es el mismo testimonio: “Mas el fin de todas las cosas se acerca”.
Consecuencias prácticas: ser sobrios y velar…
¿Qué influencia moral debe tener este conocimiento en nuestras almas? El pasaje de 1 de Pedro 4 citado en el encabezamiento nos da varios elementos de respuesta. En primer lugar: “sed, pues, sobrios y velad en oración” (v. 7). La sobriedad es la quietud, seriedad de la mente y moderación de los sentimientos que produce el Espíritu en nuestros corazones, cuando nos damos cuenta de la proximidad del fin de todas las cosas. Es también un espíritu alejado de las influencias nefastas del mundo, marcado por la seriedad y el temor que resultan del sentido de la brevedad del periodo presente, y la conciencia de que los juicios venideros pronto caerán sobre el mundo. A este respecto, podemos recordar las palabras del Señor: “Mirad también por vosotros mismos, que vuestros corazones no se carguen de glotonería y embriaguez y de los afanes de esta vida, y venga de repente sobre vosotros aquel día. Porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan sobre la faz de toda la tierra. Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre” (Lucas 21:34-36). Cabe destacar que el Señor, al igual que Pedro en su carta, invita a los discípulos a orar constantemente.
La oración se lleva a cabo en nuestra relación personal con Dios, en la vida familiar y la de la iglesia. Que nuestras oraciones estén marcadas por la convicción de que todas las cosas de la tierra pasarán pronto. Si supiéramos que el final de nuestra vida está cerca, las oraciones tendrían un carácter especial. ¡Que así sea también cuando nos demos cuenta de que el fin de todas las cosas está cerca! No dejemos que nada nos impida reunirnos para orar. Aprovechemos cada oportunidad para derramar nuestro corazón ante Dios, en su presencia.
“...Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor”
El apóstol añade: “Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados” (1 Pedro 4:8). Esta exhortación tiene en cuenta a los creyentes en sus relaciones mutuas. El apóstol los ve como llamados fuera del mundo y no siendo del mundo —al igual que Cristo no era del mundo (Juan 17:14, 16). Antes de su partida, el Señor también animó a los discípulos a amarse unos a otros como él los había amado (13:34). Del mismo modo, el apóstol desea, “ante todo”, que se distingan por un ferviente amor mutuo. Pedro, como Juan, vivía cada día las exhortaciones del Señor antes de su partida. Guiado por el Espíritu, ahora puede recordárselas a los que eran peregrinos como él. Hablando a sus corazones, pensando en el fin de todas las cosas, les recuerda que el amor cubre multitud de pecados. El amor de Dios ha “cubierto” la multitud de nuestros pecados. Ese mismo amor, actuando en nosotros por el poder del Espíritu, cubrirá los pecados de nuestros hermanos y hermanas. A veces somos desconfiados y duros, nos apresuramos a criticar en lugar de tener ese amor que “no se irrita… no guarda rencor… todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Corintios 13:5-7). Pueden aparecer los “celos y contención” trayendo “perturbación y toda obra perversa” (Santiago 3:16). Por lo tanto, tomemos a pecho la exhortación del apóstol, sobre todo porque hoy aparecen por muchas partes varias señales del fin de todas las cosas. ¡Que Dios nos conceda caracterizarnos por este amor ferviente y por hacer todo lo posible para lograr la unidad práctica de los hijos de Dios, mientras esperamos fielmente el regreso de nuestro Señor!